Read La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento Online
Authors: Mijail Bajtin
Rabelais debió sufrir los ataques de los «agelastas», es decir, de los que no reconocían los derechos particulares de la risa. Todos sus libros fueron condenados por la Sorbona (lo cual, dicho sea de paso, no dificultó en nada su difusión y su reedición); hacia el final de sus días, Rabelais fue violentamente atacado por el monje Gabriel du Puy-Herbault en el lado católico, y en el lado protestante por Calvino; pero las voces de todos estos «agelastas» permanecieron aisladas y los derechos de la risa que confiere el carnaval lograron imponerse.
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Repitámoslo, la mala pasada de Villon fue todo un éxito en Rabelais.
Sin embargo, no debemos creer que la utilización de las formas de la fiesta popular no haya sido sino un procedimiento exterior y mecánico de defensa contra la censura, un empleo forzado del «lenguaje de Esopo». Durante milenios, el pueblo ha sido favorecido por derechos y libertades provenientes de las imágenes cómicas de la fiesta y en las cuales encarnaba su propio espíritu crítico, su desconfianza ante la verdad oficial, sus mejores esperanzas y aspiraciones. Se puede afirmar que
la libertad era menos un derecho externo que el contenido más interno de la imágenes,
el lenguaje del
habla osada
que se había elaborado en el curso de varios milenios, un habla que se expresaba sobre el mundo y sobre el poder sin evasiones ni silencios. Es perfectamente comprensible que este lenguaje libre y audaz haya dado a su vez el
contenido positivo más rico
a las nuevas concepciones del mundo.
De Basché no utilizó solamente la forma tradicional de las «bodas a mitones» para apalear impunemente a los Quisquillosos. Hemos visto que el episodio se cumplía como
un rito solemne,
como un acto cómico cargado de sentido y tratado como tal hasta en sus menores detalles. Eran las
crueldades del estilo noble.
Los golpes que llueven sobre los Quisquillosos son justificados por los atacantes de las «bodas a mitones»; llovían sobre el mundo antiguo (cuyos defensores eran los Quisquillosos) y al mismo tiempo contribuían a concebir y a suscitar un mundo nuevo. La libertad y la impunidad exteriores son inseparables del sentido positivo interior de estas formas, de su valor de concepción del mundo.
El despedazamiento carnavalesco de Tappecoue reviste el mismo carácter. También está cargado de sentido y tratado en el estilo noble hasta en sus mínimos detalles. Tappecoue era el representante del mundo antiguo, y su despedazamiento ha sido un hecho positivo. La libertad y la impunidad son aquí también inseparables del contenido positivo de todas las imágenes y formas del episodio.
El castigo del viejo mundo presentado bajo la forma carnavalesca no debe sorprendernos. Los grandes trastornos económicos, sociales y políticos
de estas épocas
no podían dejar de adquirir cierta toma de conciencia y exposición
carnavalescas.
Tomaré dos hechos universalmente conocidos de la historia rusa. En su combate contra el feudalismo, contra la antigua verdad del derecho sagrado del régimen de feudos y patrimonios, y mientras destruía los viejos principios estáticos, políticos, sociales, y en cierta medida, morales, Iván el Terrible recibió forzosamente la notable influencia de las formas de la plaza pública y la fiesta popular, las formas de ridiculización de la verdad y el poder antiguos con todo su sistema de travestismos (disfraces, mascaradas), de permutaciones jerárquicas (puestas al revés), destronamientos y rebajamientos.
Sin romper con el sonido de las campanas, Iván el Terrible no pudo prescindir de las campanillas de los bufones; ciertos elementos de las formas carnavalescas existían en la organización externa de la
opritchnina
(incluso un atributo tan carnavalesco como el
balai,
por ejemplo), la misma existencia práctica de la
opritchnina
(vida y festines en el barrio de Alejandro) tenía un aspecto carnavalesco afirmado, extraterritorial. Más tarde, en un período de estabilización, la
opritchnina
fue suprimida y condenada, y se la combatió en su espíritu mismo, hostil a toda estabilización.
Todo esto debía manifestarse de manera especialmente brillante bajo Pedro el Grande: para él, las campanillas de los bufones casi no cubrían el sonido de las campanas. Sabemos hasta qué punto Pedro cultivó las últimas formas de la fiesta de los locos (nunca, ni siquiera al cabo de milenios, esta fiesta había sido legalizada y reconocida por el Estado en parte alguna); sus destronamientos y coronaciones para reír hicieron irrupción en la vida del Estado, al punto de que los títulos bufonescos iban a la par con el verdadero poder del Estado (éste fue el caso, por ejemplo, de Romodanovski); al comienzo, lo nuevo era aplicado a la vida como un
rito «divertido»;
durante la ejecución de las reformas, algunos de sus aspectos se unían a los elementos del disfrazamiento y destronamiento casi bufonescos (rasurada de barbas, vestiduras a la europea, fórmulas de cortesía). Sin embargo, en la época de Pedro el Grande las formas carnavalescas fueron sobre todo importadas del extranjero, mientras que bajo Iván el Terrible fueron más populares, vivientes, complicadas y contradictorias.
De este modo, la libertad exterior de las formas de la fiesta popular era inseparable de su libertad interior y de todo su valor positivo de concepción del mundo: daban un
nuevo aspecto positivo del mundo
y, al mismo tiempo,
el derecho de expresarlo impunemente.
El valor que tenían las formas e imágenes de la fiesta popular ha sido ya explicado, y nos parece superfluo volver a hacerlo. Su función particular en el libro de Rabelais resulta ahora perfectamente clara para nosotros.
Lo será aún más a la luz del problema que toda la literatura del Renacimiento quiso resolver. La época andaba en busca de las condiciones y formas que hicieran posibles y justificaran
una libertad y una franqueza máxima del pensamiento y de la palabra.
Al mismo tiempo, el
derecho exterior
(tolerado por la censura)
e interior
de libertad y de franqueza, no estaban separados uno del otro. En esa época, la franqueza no era evidentemente comprendida en su acepción estrechamente subjetiva, en el sentido de «sinceridad», «derechos del alma», «intimidad», etc.; todo era mucho más serio. Se trataba de la franqueza perfectamente objetiva, proclamada en alta voz delante del pueblo reunido en la plaza pública, que concernía a cada uno y a toda cosa. Hacía falta poner el pensamiento y la palabra en condiciones tales que el mundo volviera hacia ellas su otra cara, la cara oculta, de la que no se hablaba en absoluto o no se decía la verdad, que no armonizaba con los propósitos y formas de la concepción dominante. En los ámbitos del pensamiento, las palabras también estaban en busca de América, querían descubrir las antípodas, se esforzaban en mirar el hemisferio occidental del globo terrestre, preguntando: «¿Qué hay allí bajo nosotros?»
El pensamiento y la palabra buscaban la realidad nueva más allá del horizonte aparente de la concepción dominante. Y, a menudo, palabras y pensamientos se retorcían adrede para ver qué había realmente detrás de ellos, qué había en el revés. Buscaban la posición a partir de la cual pudiesen ver la otra ribera de las formas del pensamiento y de los juicios dominantes, a partir de la cual pudiesen lanzar nuevas miradas sobre el mundo.
Boccaccio fue de los primeros en plantear este problema de manera perfectamente consciente. La peste que sirve de marco al
Decamerón,
debía crear las condiciones propicias a la franqueza, a los propósitos e imágenes no oficiales. En la conclusión, el autor subraya que las conversaciones que forman la materia de su libro tuvieron lugar no en la Iglesia, de cuyos asuntos conviene hablar con los pensamientos y las palabras más puras, ni tampoco en las escuelas de filosofía... sino
en los jardines, en un lugar de distracción,
entre jóvenes mujeres suficientemente maduras, como para no prestarse a habladurías, y
en un momento
en que no hubiera ningún inconveniente para las gentes más respetables en «andar con las calzas en la cabeza» para su salvación.
Y en otra parte (al final de la sexta jornada): «¿No sabe usted que en esta hora funesta
los jueces han huido de sus tribunales, las leyes tanto divinas como humanas guardan silencio,
y que a cada uno le es dejado un gran libre arbitrio a fin de que puedan salvar sus vidas? Además, si en el curso de las conversaciones vuestra honestidad se encuentra comprendida dentro de
las fronteras ligeramente más libres,
no es porque deba dar lugar a cualquier cosa indecente en sus actos, sino a fin de procurarles a usted y los demás cierto beneplácito.»
El final de este pasaje está colmado de reservas y fórmulas suavizadoras, caras a Boccaccio, mientras que el comienzo revela con bastante justeza el rol de la peste en su proyecto: ésta da el derecho a hablar de otro modo, de encarar de otra manera la vida y el mundo; todas las convenciones son anuladas, así como las leyes «tanto divinas como humanas guardan silencio». La vida es sacada de su orden banal, la telaraña de las convenciones es desgarrada, todas las fronteras oficiales y jerárquicas son abolidas, se crea un ambiente específico, que acuerda el derecho exterior e interior a la libertad y a la franqueza. Incluso el hombre más respetable tiene el derecho de dudar con las «calzas en la cabeza». Por ello, el problema de la vida es debatido «no en la iglesia, ni en las escuelas de filosofía», sino «en un lugar de distracción».
Estamos explicando así las funciones particulares de la peste en el
Decamerón:
ésta da a los personajes y al autor el derecho exterior e interior de emplear una franqueza y una libertad especiales. Pero, por otro lado, la peste, imagen condensada de la muerte, es el ingrediente indispensable de todo el sistema de imágenes de la novela, donde lo «bajo» material y corporal renovador juega un rol capital. El
Decamerón
es el coronamiento italiano del realismo grotesco carnavalesco bajo formas más reducidas y pobres.
El tema de la demencia o de la tontería que ataca al héroe, constituye otra solución al mismo problema. Se buscaba la libertad exterior e interior respecto a todas las formas y a todos los dogmas de la concepción agonizante, aunque dominante, a fin de mirar el mundo con otros ojos, de verlo de un modo diferente. La demencia o la tontería del héroe (evidentemente en el sentido ambivalente de los términos) daba el derecho a adoptar este punto de vista.
Para resolver este problema, Rabelais se ha vuelto hacia las formas de la fiesta popular, que prestan al pensamiento y a la palabra la libertad exterior e interior más radical al mismo tiempo que la más positiva y rica de sentidos.
La influencia del carnaval —en la acepción más amplia del término— ha sido enorme en todas las grandes épocas literarias, pero en la mayoría de los casos fue latente, indirecta, difícil de discernir, mientras que en el Renacimiento fue a la vez extraordinariamente fuerte, directa, inmediata y claramente expresada, incluso bajo sus formas exteriores. El Renacimiento es en cierta medida la carnavalización directa de la conciencia, de la concepción del mundo y de la literatura.
La cultura oficial de la Edad Media se elaboró a lo largo de los siglos, tuvo su período creativo y heroico, fue universal y omnipresente; comprendió y extravió a todo el universo, incluyendo cada fragmento de la conciencia humana y siendo apoyada por esa organización, única en su género, que era la Iglesia católica. Bajo el Renacimiento, la organización feudal toca a su fin, pero el poder de su ideología sobre la conciencia humana era todavía de una fuerza excepcional,
¿Sobre qué pudo apoyarse la ideología del Renacimiento en su lucha contra la cultura oficial de la Edad Media, especialmente si se considera que esta lucha fue poderosa y victoriosa? Las fuentes librescas de la Antigüedad no podían evidentemente constituir un apoyo satisfactorio en sí mismas. Incluso la Antigüedad podía ser interpretada (y muchos no se privaron de hacerlo) a través del prisma de la concepción medieval. A fin de descubrir la antigüedad humanista, era preciso liberar la conciencia del poder milenario de las categorías del pensamiento medieval, hacía falta tomar posición en la orilla opuesta a la cultura oficial, liberarse del atolladero secular del proceso ideológico.
Sólo la poderosa cultura cómica popular formada a lo largo de miles de años podía desempeñar ese rol. Los espíritus progresistas del Renacimiento participaban directamente de esta cultura, y ante todo en su aspecto de fiesta popular y de carnaval. El carnaval (repitamos que en la acepción más amplia del término) liberaba la conciencia del dominio de la concepción oficial, permitiendo lanzar una nueva mirada sobre el mundo; una mirada desprovista de pureza, de piedad, perfectamente crítica, pero al mismo tiempo positiva y no nihilista, pues permitía descubrir el principio material y generoso del mundo, el devenir y el cambio, la fuerza invencible y el triunfo eterno de lo nuevo, la inmortalidad del pueblo. Ese era el poderoso apoyo que permitía enfrentarse al siglo gótico y sentar los fundamentos de una nueva concepción del mundo. Es esto lo que nosotros entendemos por carnavalización del mundo, es decir la liberación total de la seriedad gótica a fin de abrir la vía a una seriedad nueva, libre y lúcida.
En una de sus reseñas de lectura, Dobrolioubov ha expresado esta admirable opinión:
«Es preciso elaborar en el
alma la firme convicción de que es necesario y posible liberarse totalmente de la verdadera estructura de esta vida,
a fin de tener fuerza para describirla con poesía.»
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En la base de la literatura progresista del Renacimiento se hallaba esta «firme convicción de que es necesario y posible liberarse totalmente de la verdadera estructura de esta vida». Gracias a esta convicción de la necesidad y la posibilidad
de un cambio y de una renovación radical de todo el orden existente
los autores del Renacimiento pudieron ver el mundo tal como lo hicieron. Es precisamente esta convicción, que atraviesa de extremo a extremo la cultura cómica popular, no como una idea abstracta sino como una sensación viviente, la que determina todas las formas y las imágenes. Por sus formas e imágenes, por su sistema abstracto de pensamiento, la cultura oficial de la Edad Media tendía a inculcar la convicción, diametralmente opuesta, de la intangibilidad e inmovilidad del régimen y de la verdad establecida, y, de manera general, de la perennidad e inmutabilidad de todo el orden existente. En la época de Rabelais, esta última convicción era aún todopoderosa, y no era posible vencerla por el camino de las investigaciones intelectuales individuales o del estudio libresco de fuentes antiguas (que no irían a iluminar «la conciencia carnavalesca»).