La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (41 page)

BOOK: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento
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El
Cuarto Libro
narra, en el episodio de los Quisquillosos apaleados por el señor de Basché, la «farsa trágica» representada por el maestro Francois Villon: hacia el final de su vida Villon, que vivía en Saint-Maixent, había decidido montar en la feria de Niort el «Misterio de la Pasión», que comprendía entre otras cosas, una «gran diablada». Todo estaba listo para la representación y sólo faltaban las vestimentas de Dios Padre. Entonces Tappecoue, sacristán de los Franciscanos, se negó categóricamente a prestar capa y estola, considerando como una profanación el empleo de ropas sacerdotales sobre la escena. A pesar de todas sus exhortaciones, Villon no pudo doblegarlo. Decidió entonces vengarse. Sabía la fecha en la que Tappecoue volvía de su parroquia sobre su yegua, y preparó para esa fecha la repetición general de su diablada. Rabelais se entrega a una descripción de los diablos, de su vestido y su «armamento» (utensilios de cocina) de los que ya hemos hablado. La repetición tiene lugar
en la ciudad, en la plaza del mercado.

En seguida Villon condujo a los diablos a
banquetear a una casa al borde del camino
por el cual debía pasar Tappecoue. Cuando éste apareció, los diablos lo rodearon con un griterío y repiqueteo terribles, lanzaron alquitrán hirviendo acompañado de llamas y de una humareda asfixiante, y espantaron a la yegua:

«La yegua, completamente aterrorizada, se puso a saltar lanzando pedos, dando cabriolas y finalmente a galopar, dando coces, pedorreando doblemente, tanto que tiró al suelo a Tappecoue, y éste se cogió con todas sus fuerzas; las correas del estribo eran de cuerdas pero, por el estribo izquierdo, su zapato calado estaba tan enredado que no logró librarse, y así, fue arrastrado hasta desollarse el culo, mientras la yegua le coceaba y, por el pánico, atravesaba los arbustos y las zanjas. De modo que le destrozó la cabeza, al punto que el cerebro cayó cerca de la Cruz Osanniere, luego los brazos en pedazos, uno aquí, otro allá, y la misma suerte corrieron las piernas; de los intestinos hizo una gran carnicería, de modo que el animal, al llegar al convento, no llevaba de él sino el pie derecho y el zapato enredado.»
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La «farsa trágica» de Villon es, en suma,
el desmenuzamiento, el despedazamiento del cuerpo de Tappecoue en la plaza pública, delante del cabaret, durante un banquete, en una atmósfera carnavalesca.
Esta farsa es trágica porque Tappecoue es en verdad hecho pedazos.

Basché cuenta esta historia con el fin de dar ánimo a sus servidores para zurrar a los Quisquillosos.

«Así, dijo de Basché, preveo yo, mis buenos amigos, que ustedes en adelante actuarán bien en esta farsa trágica...»
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¿Qué relación hay aquí entre la «broma pesada» de Villon y las crueldades infligidas a los Quisquillosos en casa del señor de Basché?

En los dos casos, a fin de asegurar la
impunidad
a sus autores (pero no únicamente por esto, como veremos más tarde),
los derechos y atrevimientos del carnaval
son aprovechados; en el segundo caso, el
rito nupcial;
en el primero, la
diablada.
La costumbre de «bodas o mitones» autorizaba libertades intolerables en tiempos normales: se podía impunemente atacar a puñetazos a todos los presentes, cualquiera que fuese su título y condición. La estructura y el orden de la vida, y en primer lugar la jerarquía social, eran abolidos durante el breve banquete nupcial, lo mismo que la acción de las leyes de la cortesía entre iguales, la observancia de la etiqueta y las gradaciones jerárquicas entre superiores e inferiores: las convenciones se abolían, las distancias entre los hombres eran suprimidas, lo que encontraba su expresión simbólica en el derecho de atacar a golpes de puño al vecino, por digno e importante que fuera.
El elemento social y utópico del rito es perfectamente evidente. Durante la breve comida nupcial, los comensales parecen penetrar en el reino utópico de la igualdad y la libertad absolutas.
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Este
elemento utópico
toma aquí, como en todas las utopías relativas a las fiestas populares,
una encarnación material y corporal
claramente exteriorizada: la libertad y la igualdad son realizadas en las riñas familiares, es decir en el
contacto corporal brutal.
Como ya hemos visto, los golpes son el equivalente absoluto de las injurias obscenas. En el caso presente, el rito es un rito nupcial: esta noche serán realizados el contacto físico total entre los nuevos esposos, el acto de
la concepción,
el triunfo de la virilidad. La atmósfera del acto central de la fiesta contamina a todas las gentes y a todas las cosas;
los puñetazos son su forma de irradiar,

El elemento utópico tiene un carácter absolutamente festivo (ataques sin mala intención, para reír). En fin, y esto es lo más importante, la utopía es representada sin ningún proscenio, actuada en la vida misma, aunque en verdad delimitada en el tiempo (duración del banquete nupcial), no hay ninguna separación entre participantes (intérpretes) y espectadores, todos son participantes. En cuanto es abolido el orden habitual del mundo, el nuevo régimen utópico que lo reemplaza es soberano y se extiende a todos: es lo que hace que los Quisquillosos, que llegan por azar durante la comida de bodas, se vean forzados a someterse a las leyes del reino utópico y no tengan derecho a quejarse por haber sido apaleados. Entre el juego-espectáculo y la vida, no hay aquí ninguna frontera clara: se pasa fácilmente de una a la otra. Y de Basché ha podido, de esta suerte, utilizar las formas del juego para ajustar cuentas a los Quisquillosos de la manera más seria y efectiva.

La ausencia de proscenio es característica de todas las formas del espectáculo popular. La verdad utópica es representada en la vida misma. Durante un breve lapso, se convierte hasta cierto punto en una fuerza real que puede servir para castigar a los enemigos hereditarios de la verdad, a la manera del señor de Basché y del maestro Francois Villon.

Encontramos en las circunstancias de la «farsa trágica» de Villon los mismos elementos que en las «bodas a mitones» del señor de Basché. La diablada era la parte del misterio que se desarrollaba sobre la plaza pública. El misterio mismo era representado con un proscenio, con una división ante el público, al igual que la diablada. Pero la costumbre haría que, antes de la representación y a veces incluso algunos días más tarde, fuese permitido a los «diablos», a los intérpretes de la diablada correr por la ciudad y los villorios vecinos con sus vestidos de escena.

Numerosos testimonios y documentos dan fe de este fenómeno. En 1500, por ejemplo, en la ciudad de Amiens, algunos clérigos y feligreses solicitaron autorización para poner en escena un
Misterio de la Pasión y,
especialmente, para hacer correr a los «diablos». En el siglo
XVI
, una de las diabladas más célebres y populares se daba en Chaumont, en Haute-Marne,
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dentro del programa del
Misterio de San Juan.

Las noticias relativas al
Misterio
de Chaumont especificaban siempre que diablos y diablillos tenían derecho, algunos días antes del estreno del misterio, a correr por la ciudad y los pueblos vecinos. Los actores vestidos de diablos se sentían hasta cierto punto fuera de las prohibiciones habituales y comunicaban esta disposición de espíritu a todos los que entraban en contacto con ellos. Un ambiente de
libertad carnavalesca desenfrenada
se creaba así en torno suyo. Los «diablos», la mayor parte de las veces gente pobre (de allí la expresión francesa «pobre diablo») que se consideraban excluidos de las leyes habituales, violaban a veces el derecho de propiedad, robaban a los campesinos y no perdían la ocasión para salir a flote. Se entregaban también a otros excesos, por lo cual cierto decretos especiales prohibieron que a los diablos se les diera libertad fuera de sus papeles.

Pero incluso cuando permanecían dentro de los límites del rol que les había sido asignado, los diablos conservaban una
naturaleza
profundamente
extra-oficial.
Injurias y obscenidades formaban parte de su repertorio: actuaban y hablaban en sentido opuesto a las concepciones oficiales cristianas, pues además, el rol mismo lo exigía. Armaban en escena un ruido y un alboroto espantosos, sobre todo si se trataba de la «gran diablada». De allí la expresión francesa
faire le diable a quatre.
Precisemos de paso que la mayoría de las imprecaciones y groserías donde figura la palabra «diablo» deben su aparición o su evolución a los misterios escénicos. Las expresiones de origen similar abundan en el libro de Rabelais:
la grande diablerie a quatre
(Libro I, cap. IV),
faire d'un diable deux
(Tercer libro, cap. I),
criot comme tous les diables
(Libro I, cap. XXIII),
crient et burlent comme diables
(Tercer libro, cap. XXIII), así como los giros corrientes
faire les diables, en diable, pauvre diable.
La relación de las groserías e imprecaciones con la diablada es perfectamente comprensible, pues pertenecen unas y otras al mismo sistema de formas y de imágenes.

Pero
el diablo del misterio
no es solamente una figura extra-oficial, es también un
personaje ambivalente
y se parece, desde este aspecto, al
tonto y al bufón.
Representa
la fuerza de lo «bajo» material y corporal que da la muerte y regenera.
En las diabladas, los personajes de diablos se daban aires carnavalescos. Hemos visto, por ejemplo, que Rabelais armó a los de Villon con utensilios de cocina (otros testimonios dan fe de lo mismo).

En su libro
El Origen de Arlequín
(1904), Otto Driesen establece un paralelo detallado entre las diabladas y la algazaras (según
Le Roman de Fauvel)
y señala el enorme parecido entre todos los personajes que las componen. Así pues, la algazara también guarda relación con el carnaval.
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Los rasgos particulares del diablo (ante todo su ambivalencia y su relación con lo «bajo» material y corporal) explican muy bien por qué se ha transformado en una figura cómica popular. Así, el diablo Arlequín (que en verdad no encontramos en los misterios) se transforma en figura de carnaval y de comedia. Recordemos que, inicialmente, el mismo Pantagruel era un diablo del misterio.

De este modo, la diablada, aunque pertenecía al misterio, estaba emparentada al carnaval, atravesaba el proscenio divisorio y se mezclaba con la vida de la plaza pública, gozando de los derechos particulares del carnaval (familiaridades y libertad).

He aquí por qué la diablada, que invadió la plaza pública, permite al maestro Francois Villon castigar impunemente al desobediente sacristán Tappecoue. Como en la mansión del señor de Basché, la representación sin proscenios de la
libertad utópica
permite vengarse seriamente
de un enemigo de esta libertad.

¿Por qué Tappecoue mereció una suerte tan cruel? Se puede afirmar que, incluso desde el punto de vista del culto dionisíaco, el sacristán, enemigo de Dionisos, que se ha rebelado ante él
(por razones de principio,
el sacristán se negó a prestar sus vestimentas para una representación teatral), ha sufrido la muerte de Penteo, quien perece despedazado por las Bacantes.
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Desde el punto de vista de Rabelais, Tappecoue era un enemigo temible, la encarnación de aquello que él más detestaba: un «agelasto», es decir
un hombre que no sabe reír, un adversario de la risa.
Sí Rabelais no lo ha calificado directamente de tal, la negación de Tappecoue le hace digno del calificativo.
La seriedad piadosa, obtusa y malintencionada,
que teme hacer de las ropas sagradas un objeto de espectáculo y de juego, se manifiesta en este acto, y es algo que Rabelais detesta. Tappecoue se negó a hacer un regalo, a rendir servicios al pueblo en regocijo por razones de principio; ha sido inspirado por la vieja hostilidad del clero por el espectáculo, el mimo, la risa. Más aún, ha negado los vestidos para un enmascaramiento, un disfraz, es decir, en último término, para una renovación y reencarnación. Es pues el enemigo de la renovación y de la vida nueva, personifica la vejez, que no quiere
nacer ni morir,
una
vejez recalcitrante y
estéril, que Rabelais considera con horror. Tappecaue es el enemigo
de la verdad festiva de la plaza pública que induce al cambio y la renovación,
verdad que impregna las imágenes de la diablada imagina da por Villon. Y es esta verdad, provisionalmente elevada al rango de fuerza, lo que debe originar su pérdida. Tappecoue tuvo una muerte típicamente carnavalesca: su cuerpo ha sido desgarrado en pedazos.

Para Rabelais, este personaje, descrito sólo en su negativa provista de una significación simbólicamente ampliada, es la encarnación del espíritu del mundo gótico, de su
seriedad unilateral,
fundada sobre el temor y la coacción, de su deseo de interpretarlo todo
sub specie aeternitatis,
es decir desde el punto de vista de la eternidad, fuera del tiempo real; esta seriedad tendía hacia la jerarquía inmóvil, inmutable y no toleraba ningún cambio de rol, ninguna renovación. De hecho, en la época de Rabelais, no quedaba nada de este mundo gótico y de su seriedad unilateral y fijada, fuera de las sotanas, sólo buenas para los alegres travestismos del carnaval; éstas eran celosamente guardadas por el sacristán Tappecoue. obtuso, sombrío y serio; Rabelais le ajusta las cuentas, mientras utiliza las sotanas para el fervoroso carnaval regenerador.

En su libro y por su libro, Rabelais actúa exactamente de la misma manera que Villon y de Basché.
Utiliza sus métodos. Se sirve del sistema de imágenes de la fiesta popular con sus derechos de libertad y de licencia, reconocidos y consagrados por los siglos, para castigar seriamente a su enemigo: el período gótico. Como sólo se trata de un juego cómico, él permanece impune. Pero ese juego se desarrolla sin proscenio y, en ese ambiente de libertad autorizada, Rabelais se entrega a un ataque contra los dogmas, los misterios, los santuarios de la concepción medieval.

Es preciso reconocer que la «mala pasada» de Villon tuvo éxito en Rabelais. A despecho de su franco lenguaje, no solamente evitó la hoguera sino que, además, no sufrió ninguna persecución, ningún disgusto por poco grave que fuese. Evidentemente, tuvo que tomar a veces ciertas medidas de prudencia, desaparecer algún tiempo, atravesar la frontera francesa. Pero en conjunto las cosas no han pasado de allí, aparentemente sin inquietudes ni emociones particulares... Un antiguo amigo de Rabelais, el humanista Etienne Dolet, murió en la hoguera por cosas más insignificantes, que había tenido la mala fortuna de decir de modo serio: la ignorancia del método de Basché y de Villon le fue fatal.

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