La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (52 page)

BOOK: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento
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La secuencia de imágenes de este breve fragmento es en extremo elocuente: es
cósmica
(es la tierra que suda y llena en seguida al mar); el rol principal es atribuido a la
imagen
típicamente grotesca del
sudar
(equivalente de las otras excreciones, de la orina), que evoca finalmente la imagen de la sífilis,
enfermedad
alegre, relacionada con lo
«bajo» corporal;
por último, Rabelais habla de
probar
el sudor, lo cual es un grado edulcorado de la
escatología
propia de lo grotesco médico (existente ya en Aristófanes). Este pasaje contiene
implícito
el núcleo tradicional de la figura del diablillo Pantagruel, encarnación del elemento marino dotado del poder de dar sed a la gente. Al mismo tiempo, la verdadera heroína del pasaje es la
tierra.
Si en el primer capítulo, empapada de la sangre de Abel, era
fértil y hacía nacer
abundantes nísperos, aquí
ella suda y padece de sed.

Rabelais se entrega en seguida a una audaz parodia del Vía Crucis y del milagro. Durante la procesión organizada por el clérigo, los fieles, que suplican a Dios les envíe agua, ven surgir de la tierra gruesas gotas, como cuando alguien suda copiosamente. El pueblo se imagina que se trata de rocío enviado por Dios luego de sus rezos. Pero después de la procesión, cuando los creyentes quieren apagar la sed, se dan cuenta de que es peor que salmuera y más salada que el agua del mar. De este modo, el milagro ha defraudado las esperanzas devotas de los creyentes. También aquí el elemento material y corporal se afirma en un rol desmitificador.

Justamente en aquel día y hora nace Pantagruel. Se le da este nombre que, en la etimología burlesca de Rabelais, significa «todo sediento».

Asimismo, el nacimiento del héroe se produce en circunstancias grotescas:
el vientre de la parturienta
da paso a un verdadero convoy cargado de
vituallas saladas
propicias para
suscitar la sed
e inmediatamente después a Pantagruel, «todo velludo como un oso».

El tercer capítulo desarrolla el
motivo ambivalente
de la muerte-nacimiento: Gargantúa no sabe si debe llorar la muerte de su mujer o reír de alegría después del nacimiento de su hijo; alternativamente ríe «como un becerro» (joven animal) o llora «como una vaca» (que ha traído su becerro al mundo, cerca de la muerte).

El capítulo cuarto describe las múltiples hazañas que realiza Pantagruel en la cuna: todas tienen que ver con la
absorción
de alimentos. En cada una de sus comidas,
mama
la leche de cuatro mil seiscientas vacas. Su papilla le es servida en una artesa gigante. Tiene ya dientes «crecidos y fortificados» con los que
destroza
un gran bocado. Una mañana que va a
mamar
una de sus vacas, rompe uno de los lazos que lo atan a la cuna, coge al animal por debajo de la corva y le
come las dos tetas y la mitad del vientre, con el hígado y los riñones.
La habría devorado entera si las gentes no hubieran acudido a detenerlo; pero Pantagruel tiene tan aferrada la corva que no la suelta y
la come
como una salchicha. Un día, el oso de Gargantúa se acerca a su cuna, Pantagruel lo coge,
lo hace pedazos y lo devora
como un pollo. Es tan fuerte que debe ser encadenado a su cuna, pero un buen día entra, con la cuna sobre los hombros, en la sala donde su padre da un banquete monstruoso; como sus brazos están encadenados,
saca la lengua
para atrapar los alimentos de la mesa.

Todas estas hazañas consisten pues en
mamar, tragar, devorar, despedazar,
Encontramos aquí
la boca grandemente abierta, la lengua sacada, los dientes, el gaznate, las ubres y el vientre.

Es superfluo seguir capítulo por capítulo la evolución de las imágenes que nos interesan. Nos contentaremos con citar los ejemplos más evidentes.

Cuando encuentra al estudiante lemosín, Pantagruel le coge
de la garganta,
después de lo cual, unos años más tarde, «murió de la muerte de Rolando», es decir de sed (núcleo tradicional de la figura del diablillo).

En el capítulo XIV, durante un banquete dado para celebrar el final del proceso contra los señores de Vaisecul y Humevesne, Panurgo, ebrio, declara:

«¡Oh, compañero, si yo
subiera
tan bien como
bajo
(bebo), ya estaría encima de la esfera de la luna con Empédocles! Pero no sé qué demonios significa esto: este vino es muy bueno y delicioso, pero cuanto más bebo, más sed tengo. Creo que la
sombra
de mi señor Pantagruel engendra sedientos, como
la luna causa los catarros»
266
(Pantagruel, cap. XIV).

Señalemos de paso la alusión topográfica: las altas esferas celestes y lo bajo (estómago). Encontramos aquí de nuevo la leyenda del diablillo que da sed a las gentes. Pero, es su
sombra
la que asume el rol (paralelo a la sombra del campanario de la abadía capaz de fecundar a una mujer). Las antiguas creencias sobre la influencia física de la luna (astro), sobre los resfriados (enfermedad), revisten un carácter grotesco.

En el curso del banquete, Panurgo cuenta una historia de la que ya hemos hablado: cómo estuvo a punto de ser
asado vivo
por los turcos, como él llegó
a asar
un turco
a la brochette,
cómo casi es
despedazado
por los perros; ha encontrado un remedio contra el «mal de dientes» (es decir el causado por los colmillos de los perros) arrojándoles los torreznos, que cubrían su carne. Se encuentra aquí la imagen del
incendio,
que redujo a cenizas la ciudad turca, y la de
la cura por las llamas:
el ser asado
a la brochette
ha curado a Panurgo de su ciática; este episodio propiamente
carnavalesco
termina con una celebración del asado
a la brochette.

El episodio de Thaumasto hace revivir nuevamente la figura del diablillo. Después de una primera entrevista con
Pantagruel, Thaumasto tiene una sed tal
que se ve obligado a pasar la noche bebiendo vino y a
enjuagarse la garganta con agua.
En el curso de la disputa, el público comienza a aplaudir y Pantagruel los acalla:

«Al oír lo cual se quedaron todos asustados como patos, y no osaban ni toser, aun
si hubiesen comido
quince libras de plumas, y aquel solo grito
los puso sedientos, tanto que sacaban la lengua
medio pie fuera del gaznate, como si Pantagruel les hubiera
salado las gargantas.»

En otro episodio que ya conocemos, el de los caballeros quemados, vemos abierta la enorme
boca
de Pantagruel. El caballero que había capturado «no estaba muy seguro de que Pantagruel
no lo devoraría entero,
cosa que hubiese podido hacer, tan ancha tenía la garganta, con la misma facilidad con que vosotros tomaros una gragea. Y no hubiese ocupado en su boca más puesto que un grano de mijo en la de un asno» (Libro Segundo, cap. XXV).

Las imágenes dominantes del primer libro aparecen con vigor en la descripción de la guerra contra el rey Anarche:
la gran boca abierta, el gaznate, la sal, la sed, la orina
(en lugar del sudor), etc. Que recorren igualmente todos los episodios de la guerra. Pantagruel encarga a un caballero prisionero que lleve al rey Anarche una caja «llena de euforbio y de granos de cocoñida confitados en aguardiente», que producían una sed inextinguible: «Pero en cuanto el rey hubo tragado una cucharada, le vino tal ardor de garganta con ulceración de la campanilla, que la lengua se le peló, y por muchos remedios que le hicieron no encontraba alivio alguno, como no fuera el de beber sin remisión, pues en cuanto se quitaba el vaso de la boca, la lengua le quemaba. Por eso no hacían otra cosa que echarle vino a la garganta con un embudo.» (Libro Segundo, cap. XXVIII).

Los capitanes quieren seguir el ejemplo del rey:

«En vista de lo cual, cada uno del ejército, de por sí, comenzó a tragar, chupar, embeber y trincar, de igual modo. Total, que bebieron tanto y tanto que se durmieron como marranos, sin ningún orden en mitad del campo» (Libro Segundo, cap. XXVIII).

Entretanto, Pantagruel y sus compañeros se preparan a librar combate. El rey de los Dipsodas toma doscientos treinta y siete tragos de vino blanco y ata a su cintura una barca llena de sal. Luego, beben esa extraordinaria cantidad de vino; además, Pantagruel traga las
drogas diuréticas.
Después de lo cual, prenden fuego al campamento del rey Anarche donde los soldados están ebrios-muertos. Lo que sigue es tan característico que citaremos
in extenso
este pasaje: «Durante este tiempo, Pantagruel comenzó a sembrar la sal que llevaba en su barca, y como los otros dormían con la boca abierta, les llenó todo el gaznate, tanto que los pobres diablos tosían como los zorros gritando: "¡Pantagruel! ¡Cómo nos calientas el chamizo!"

»De pronto a Pantagruel le entraron ganas de mear, lo que era las resultas de las drogas que le había dado Panurgo. Meó en el campo y, tan copiosamente, que los ahogó a todos, y tuvo lugar un diluvio extraordinario en diez leguas a la redonda.

»La historia dice que si el gran juramento de su padre hubiese estado allí y hubiese meado del mismo modo, habría habido un diluvio más grande que el de Deucalión, pues no meaba ni una sola vez que no naciera un río más grande que el Ródano o el Danubio.

»Los que habían salido de la ciudad, al ver esto, decían:

»—Todos han muerto cruelmente; ved la sangre como corre.

»Pero se equivocaban. En la orina de Pantagruel creían ver la sangre de los enemigos, pues sólo la veían a la luz del fuego de los pabellones y un poco gracias a la claridad de la luna.

»Los enemigos, en cuanto despertaron y vieron de un lado el fuego en su campo, y la inundación y el diluvio urinal, no sabían qué decir ni qué pensar. Algunos decían que era el fin del mundo y el juicio final que debe ser consumido por el fuego; otros, que los dioses marinos Neptuno, Proteo, Tritón y otros les perseguían y que, en realidad, se trataba de agua marina y salada» (Libro Segundo, cap. XXVIII).

Vemos desfilar aquí los principales temas de los primeros capítulos; sólo que el agua salada no es el sudor sino la orina, surgida no de la tierra, sino de Pantagruel quien, siendo un gigante, confiere a su acto una significación cósmica. El núcleo tradicional del personaje es ampliamente desarrollado e hiperbolizado:
toda una armada de bocas abiertas, una barca de sal arrojada en las mismas, el elemento líquido y las divinidades marinas, el diluvio de la orina salada.
Estas diferentes imágenes se organizan en el cuadro del
cataclismo cósmico del fin del mundo en las llamas y el diluvio.

La escatología medieval es rebajada y renovada en las imágenes de lo «inferior» material y corporal absoluto.
Este incendio carnavalesco renueva al mundo.
Recordemos a este propósito «la fiesta del fuego» en el carnaval de Roma descrito por Goethe, y su grito «¡A muerte!» así como la pintura carnavalesca del cataclismo en el «Profético pronóstico»: las olas que sumergen a toda la población surgen del
sudor,
mientras que el incendio universal no es sino un
alegre fuego de chimenea.
En el presente episodio, todas las fronteras entre los cuerpos y las cosas son borradas, así como las fronteras entre la guerra y el banquete: este último, el vino, la sal, la sed provocada, se convierten en las mejores armas de guerra. La sangre es reemplazada por las copiosas olas de orina que siguen a una borrachera.

No olvidemos que la
orina
(como la materia fecal) es la
alegre materia
que rebaja y alivia, transformando
el miedo en risa.
Si la segunda es intermedaria entre el cuerpo y la tierra (el eslabón cómico que vincula a ésta con aquél),
la orina lo es entre el cuerpo y la mar.
Así, el diablillo del misterio, que encarna el elemento líquido salado, se convierte, hasta cierto punto, bajo la pluma de Rabelais, en la
encamación
de otro
elemento alegre,
la orina (como veremos más adelante, ésta tiene propiedades curativas especiales).
La materia fecal y la orina personificaban la materia, el mundo, los elementos cósmicos,
poseyendo algo íntimo, cercano, corporal, algo de comprensible (la materia y el elemento engendrados y segregados por el cuerpo).
Orina y materia fecal transformaban al temor cósmico en un alegre espantajo de carnaval.

No hay que perder de vista el rol enorme que juega el
temor cósmico
—miedo de todo lo que es inconmensurablemente grande y fuerte: firmamento, masas montañosas, mar— y el miedo ante los trastornos cósmicos y las calamidades naturales que se expresa en las mitologías, las concepciones y sistemas de imágenes más antiguos, y hasta en los idiomas mismos y las formas de pensamiento que ellos determinan.
Cierto recuerdo oscuro de los trastornos cósmicos pasados, cierto temor indefinible de los temblores cósmicos futuros se disimulaban en el fundamento mismo del pensamiento y de la imagen humanas.
En principio, este temor, que no es de ningún modo místico en el sentido propio del término (es el miedo inspirado por las cosas materiales de gran tamaño y por la fuerza material invencible), es utilizado por todos los sistemas religiosos con el fin de oprimir al hombre, de abrumar su conciencia. Incluso los testimonios más remotos de la obra popular reflejan la
lucha contra el temor cósmico, contra el recuerdo y el presentimiento de los trastornos cósmicos y de la muerte violenta.
Así, en las creaciones populares que expresan este combate se fue forjando una
autoconsciencia verdaderamente humana, libre de todo temor.
267

Esta lucha contra el temor cósmico bajo todas sus formas y manifestaciones, se apoyaba no sobre esperanzas abstractas, sobre la eternidad del espíritu, sino sobre
el principio material presente en el hombre mismo,
De algún modo,
el hombre asimila los elementos cósmicos
(tierra, agua, aire, fuego)
encontrándolos y experimentándolos en el interior de sí mismo, en su propio cuerpo; él siente el cosmos en sí mismo.

Durante el Renacimiento, esta asimilación de
elementos cósmicos en los elementos del cuerpo
era realizada de manera especialmente consciente y afirmativa. Encontró su expresión teórica en
la idea del microcosmos,
de la cual se sirve Rabelais en el juicio de Panurgo (a propósito de los prestamistas y deudores). Volveremos más tarde sobre estos aspectos de la filosofía del Renacimiento. Por ahora señalemos que la gente
asimilaba y sentía en sí misma el cosmos material con sus elementos naturales en los actos y las funciones del cuerpo, eminentemente materiales: alimentos, excrementos, actos sexuales;
es así como encontraban en ellos mismos al cosmos y palpaban, por así decirlo
surgiendo de sus cuerpos,
la tierra, el mar, el aire, el fuego, y de manera general, toda la materia del mundo en todas sus manifestaciones, que ellos asimilaban. Éstas son, justamente, las
imágenes relativas a lo «bajo» corporal
que tienen un valor esencialmente
microcósmico.

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