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Authors: James Ellroy

La dalia negra (35 page)

BOOK: La dalia negra
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No hice nada al respecto. Era la palabra de un agente con cinco años de servicio contra la de un hombre con veintidós y el futuro fiscal del distrito de la ciudad, y estaban respaldados por una buena carta oculta: los agentes del coche patrulla que acudió a la señal de alarma fueron convertidos en el nuevo equipo de la Criminal, una asombrosa casualidad destinada a garantizar que se mantuvieran calladitos y felices. Dos cosas me consolaban y me impedían volverme loco: Fritzie no había matado a nadie. Cuando comprobé los registros de salida de la cárcel, me enteré de que los cuatro confesores habían sido atendidos por «heridas sufridas en un accidente de coche» en el hospital Reina de Los Ángeles y luego los habían repartido por distintas granjas psiquiátricas del estado para su «observación». Y mi horror me empujó hasta el sitio al que durante mucho, mucho tiempo, mi exceso de miedo y mi estupidez me habían impedido llegar.

A Kay.

Esa primera noche fue tanto mi amante como el receptáculo de mi pena. Me daba miedo cualquier ruido o movimiento brusco, así que ella me desnudó y me hizo estar quieto, murmurando: «Y todo eso, ¿qué?», cada vez que yo intentaba hablar de Fritzie o de la
Dalia
. Me tocaba con tal suavidad que era casi como no ser tocado; yo acaricié todas y cada una de las partes de su cuerpo hasta sentir que el mío dejaba de ser puños y músculos de poli. Después, nos excitamos poco a poco el uno al otro e hicimos el amor, con Betty Short muy lejos.

Una semana después, rompí con Madeleine, la «vecina» cuya identidad había mantenido en secreto para Lee y Kay. No le di ninguna razón y la niña rica que gustaba de frecuentar las cloacas me caló cuando ya estaba a punto de colgar el teléfono.

—¿Has encontrado a una mujer segura? Ya sabes que volverás. Me parezco a ella.

Ella.

Pasó un mes. Lee no volvió. Los dos traficantes de droga fueron juzgados, condenados y ahorcados por los asesinatos de Chasco y De Witt. Mi anuncio del Fuego y el Hielo siguió apareciendo en los cuatro periódicos de Los Ángeles. El caso Short se desplazó de los titulares a las últimas páginas, las llamadas bajaron casi a cero y todo el mundo volvió a sus puestos de costumbre salvo Russ Millard y Harry Sears. Asignados todavía a ella, Russ y Harry siguieron con su trabajo de ocho horas en la oficina y en la calle; pasaban las tardes en El Nido y revisaban los archivos. Cuando salía de la comisaría a las nueve, les hacía una breve visita yendo de camino hacia Kay, calladamente sorprendido de ver hasta qué punto estaba obsesionado el señor Homicidios, con su familia abandonada mientras que él hurgaba en los documentos hasta la medianoche. Era un hombre que inspiraba confianza; cuando le conté la historia de Fritzie y del almacén, su absolución fue un abrazo paternal y esta admonición:

—Pasa el examen de Sargentos. Dentro de un año o algo así iré a ver a Thad Green. Me debe un favor y tú serás mi compañero cuando Harry se retire.

Era una promesa sobre la cual podía ir construyendo algo e hizo que siguiera yendo al archivo. En mis días libres y con Kay en su trabajo, no tenía nada que hacer, así que lo leí una y otra vez. Faltaban las carpetas de la R, la S y la T, lo cual suponía una molestia pero, aparte de eso, era la perfección misma. Mi mujer real de ahora había hecho retroceder a Betty Short más allá de una Línea Maginot al terreno de la curiosidad profesional, así yo leía, pensaba y hacía hipótesis con la meta de convertirme en un buen detective..., el camino en el cual me hallaba hasta que hice funcionar esa alarma. Algunas veces, tenía la sensación de que en esos hechos había conexiones que rogaban ser establecidas; otras veces, me maldecía a mí mismo por no tener un diez por ciento más de sustancia gris; en ocasiones los papeles sólo, me hacían pensar en Lee.

Seguí con la mujer a la cual él había salvado de una pesadilla. Kay y yo jugábamos a las casitas tres o cuatro veces a la semana, siempre tarde, dado el turno que yo tenía ahora. Hacíamos el amor a nuestra tierna manera particular y hablábamos esquivando los acontecimientos desagradables de los últimos meses. Aunque me mostrara amable y bondadoso, por dentro seguía hirviendo con el ansia de que se produjera una conclusión exterior a mí..., que Lee volviera, que el asesino de la
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estuviera sobre una bandeja, otras sesión de Flecha Roja con Madeleine o Ellis Loew y Fritzie Vogel clavados en una cruz.

Lo que siempre llegaba con eso era ver de nuevo en una fea ampliación mi imagen que golpeaba a Cecil Durkin, seguida por la pregunta: «¿Hasta dónde habrías llegado esa noche?».

Durante mis rondas, esa pregunta me acosaba con más fuerza que nunca. Hacía la Cinco Este, desde Main a Stanford, la peor zona. Bancos de sangre, licorerías que sólo vendían medias pintas y minibocadillos, hoteles de cincuenta centavos la noche y misiones medio en ruinas.

Allí la regla escrita era que los agentes de a pie no se andaban nunca con bromas. Las pesadillas de borrachos eran dispersadas a golpes de porra; los tipos que intentaban ser cogidos en la lista de algún negrero cuando se ponían demasiado pesados y no había trabajo eran echados a empujones.

Recogías borrachos y gente que vivía rebuscando en la basura, para cumplir con la cuota, sin hacer ninguna discriminación, y les dabas una paliza si intentaban escaparse del furgón. Era un trabajo horrible y asqueroso y los únicos agentes buenos en él eran los tipos trasladados de Oklahoma a los que se cogió en el Departamento durante la falta de hombres producida por la guerra. Yo patrullaba pero no me lo tomaba demasiado en serio: rozaba a los tipos con mi porra, sin apretar; les daba calderilla a los borrachos para sacarlos de la calle y meterlos en las tabernas donde no me vería obligado a lidiar con ellos y obtenía cuotas bajas en mis recogidas. Conseguí la reputación de «el blando» de la Central; Johnny Vogel me pilló en dos ocasiones en que le daba calderilla a un borracho y se rió a carcajadas. Después de mi primer mes vestido de uniforme, el teniente Jastrow me puso una D, lo más bajo posible, en su apreciación de mi capacidad: uno de los chupatintas me contó que citaba mi «Renuencia a emplear la fuerza necesaria con los delincuentes recalcitrantes». A Kay le hizo mucha gracia eso pero yo imaginé una montaña de papeles con malos informes tan alta que ni toda la influencia de Russ Millard sería capaz de hacerme volver a mi trabajo.

Así pues, me hallaba en el mismo sitio que antes del combate y la votación sobre los fondos, sólo que un poco más al este y andando a pie. Durante mi ascensión a la Criminal, los rumores hicieron furor; ahora, las especulaciones se centraban en mi caída. Una de las historias decía que me habían castigado por pegar a Lee, otras me hacían meterme en el territorio de la División Este del Valle y librar un combate con el duro de la calle Setenta y Siete que había ganado los Guantes de Oro en el año 46 o incurrir en las iras de Ellis Loew por haber filtrado información sobre la
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a una emisora que se oponía a su candidatura como fiscal del distrito. Cada uno de los rumores me retrataba como un tipo amante de acuchillar por la espalda, un bolchevique, un cobarde y un idiota; cuando el informe de mi segundo mes terminó con la frase «la conducta pasiva observada por este agente durante sus patrullas le ha ganado la enemistad de todos los policías de su turno que desean mantener el orden», empecé a pensar en darles billetes de cinco dólares a los borrachos y una paliza a cada tipo vestido de azul que me mirara de reojo.

Entonces, ella volvió.

Nunca pensaba en ella durante mi ronda; cuando estudiaba el archivo, hacía un mero trabajo policial, buscaba hechos sobre un cadáver normal y construía teorías sobre él. Cuando hacerle el amor a Kay se transformaba en algo demasiado lleno de afecto, ella acudía al rescate, servía a su propósito y era expulsada tan pronto como habíamos terminado. Vivía cuando yo estaba dormido e indefenso.

Siempre era el mismo sueño. Yo me hallaba en el almacén con Fritzie Vogel, matando a Cecil Durkin a golpes. Ella miraba, y gritaba que ninguno de aquellos pobres tipos babeantes la había matado, después prometía amarme si conseguía que Fritzie dejara de pegar a Charlie Issler. Yo me detenía pues deseaba el sexo prometido. Fritzie continuaba con su carnicería y Betty lloraba por Charlie mientras yo la poseía.

Siempre me despertaba agradecido por la luz diurna, en especial cuando Kay se encontraba a mi lado.

El 4 de abril, casi dos meses y medio después de la desaparición de Lee, Kay recibió una carta en un sobre oficial del Departamento de Policía de Los Ángeles.

3/4/47

Querida señorita Lake:

Esta carta tiene como fin informarle de que Leland C. Blanchard ha sido expulsado oficialmente del Departamento de Policía de Los Ángeles por haber faltado a sus deberes, con efectividad del 15/3/47. Usted era la beneficiaria de su cuenta en el Los Ángeles City Credit Union, y dado que sigue siendo imposible entrar en contacto con el señor Blanchard, nos parece que lo justo es remitirle el efectivo existente en ella.

Con mis mejores deseos,

Leonard V. Strock,

Sargento,

División de Personal

En el sobre había un cheque por valor de 14,11 dólares. Aquello me hizo enloquecer de rabia y ataqué el archivo para así no tener que atacar a mi nuevo enemigo: la burocracia que me poseía.

23

Dos días después, la conexión emergió de las copias de los informes y me cogió por las pelotas.

Era mi propio informe, emitido el 17/1/47. Debajo de «Marjorie Graham» yo había escrito «M. G. afirmó que E. Short usaba variaciones del nombre "Elizabeth" según la compañía en que se hallara».

Bingo.

Había oído hablar de Elizabeth Short como «Betty», «Beth» y una o dos veces como «Betsy», pero sólo Charles Michael Issler, un proxeneta, se había referido a ella como «Liz». En el almacén había negado conocerla pero yo seguía encontrando algo raro y sospechoso en él. Cuando pensaba en el almacén lo que más recordaba era a Durkin y al cadáver; ahora, me dediqué a pasar nuevamente la película de nuevo, en busca de hechos nada más.

Fritzie le había dado una paliza casi mortal a Issler, ignorando a los otros tres chiflados.

Se había dedicado a recalcar ciertos temas, gritando: «Háblame de los días perdidos de la
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», «Cuéntame lo que tú sabes», «Dime lo que te contaron tus chicas».

Issler le había contestado: «Te conocí en la Antivicio».

Pensé en las manos de Fritzie, que temblaban al principio de esa noche; lo recordé cuando estaba ante Lorna Martilkova, y gritaba: «Te prostituías con la
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, ¿verdad, chica? Dime dónde estabas durante sus días perdidos». Y luego, el bombazo final: Fritzie y Johnny Vogel que hablaban entre susurros durante el trayecto al Valle.

«He demostrado que no soy ningún marica. Los homosexuales no podrían hacer lo que yo hice.» «¡Cállate, maldito seas!»

Corrí hacia el pasillo, metí una moneda de veinticinco en el teléfono público y marqué el número de Russ Millard, en la Central.

—Central de Homicidios, teniente Millard.

—Russ, soy Bucky.

—¿Pasa algo malo, chico listo? Pareces nervioso.

—Russ, creo que tengo algo. No puedo explicártelo ahora, pero necesito que me hagas dos favores.

—¿Es sobre Elizabeth?

—Sí. Maldita sea, Russ.

—No grites y cuéntamelo.

—Necesito que me consigas el archivo de la Antivicio sobre Charles Michael Issler. Tiene tres condenas por proxeneta, así que debe haber un expediente con su nombre.

—¿Y?

Tragué saliva: tenía la garganta reseca.

—Quiero que compruebes por dónde andaban Fritz Vogel y John Vogel del diez al quince de enero.

—¿Me estás diciendo que...?

—Te estoy diciendo que quizá. Te lo estoy diciendo de forma realmente muy insistente.

Hubo un largo silencio; luego:

—¿Dónde estás?

—En El Nido.

—Quédate allí. Volveré a llamarte dentro de media hora.

Colgué y esperé, pensando en un bonito envoltorio lleno de gloria y venganza. Diecisiete minutos después, el teléfono sonó; me lancé sobre el.

—Russ, ¿qué...?

—El expediente no está. Yo mismo he comprobado toda la letra I. Los había dejado sin ordenar, por 10 cual supongo que se lo han llevado hace poco. En cuanto a lo otro, Fritzie estuvo de guardia en la Central todos esos días, hacía horas extra en viejos casos pendientes, y Johnny se encontraba de vacaciones, no sé dónde. Ahora, ¿quieres explicarme todo esto?

Tuve una idea.

—En este momento, no. Reúnete conmigo esta noche. Tarde. Si no estoy aquí, espérame.

—Bucky...

—Más tarde, padre.

Esa tarde telefoneé y dije que estaba enfermo; esa noche cometí dos delitos.

Mi primera víctima estaba trabajando; llamé a la División de Personal y fingí que era un chupatintas encargado de las nóminas para conseguir su dirección y su número telefónico. El agente que cogió el teléfono me lo dijo sin problemas; cuando anochecía, aparqué al otro lado de la calle y contemplé el apartamento al que John Vogel llamaba hogar.

La casa tenía cuatro plantas, era de estuco y se encontraba cerca de la línea divisoria entre Los Ángeles y Culver City; una estructura de un rosa asalmonado flanqueada por edificios idénticos pintados de marrón y verde claro. En la esquina había un teléfono público; lo usé para marcar el número de «Mal Aliento» Johnny, una precaución extra para asegurarme de que el bastardo no se encontraba allí. Sonaron veinte timbrazos sin que contestaran. Anduve tranquilamente hacia la casa, encontré una puerta que tenía puesto «Vogel» en la ranura del correo, metí una horquilla doblada en la cerradura y me franqueé la entrada.

Una vez dentro, contuve el aliento, medio a la espera de que un perro asesino saltara sobre mí. Comprobé el dial luminoso de mi reloj, decidí que lo máximo serían diez minutos y forcé la vista en busca de una luz que encender.

Mis ojos distinguieron una lámpara de pie. Me dirigí hacia ella y tiré del cordoncillo, iluminando una salita bastante ordenada. Había un sofá con sillones haciendo juego, una chimenea de imitación, fotos de Rita Hayworth, Betty Grable y Ann Sheridan pegadas con cinta adhesiva a la pared, y lo que parecía una auténtica bandera japonesa capturada en combate que cubría la mesita del café. El teléfono estaba en el suelo, junto al sofá, con una agenda cerca de él; pasé allí la mitad del tiempo de permanencia que me había concedido a mí mismo. Comprobé cada página. No figuraban ni Betty Short ni Charles Issler y ninguno de los nombres anotados repetía los del archivo principal o los nombres del «librito negro» de Betty. Cinco minutos perdidos, cinco más que gastar.

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