La dalia negra (16 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
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—¿Sabía que se encontraba en Los Ángeles recientemente?

Cleo Short dejó de clavarle los ojos a Lee y me los clavó a mí.

—No.

—¿Tenía algún enemigo, que usted supiera?

—Sólo ella misma.

—Basta de contestaciones brillantes, papi —ordenó Lee.

—Déjale hablar —dije yo en un murmullo y luego, en voz alta, añadí—: ¿Adónde se fue Elizabeth cuando se marchó de aquí en junio del 43?

Short señaló a Lee con un dedo.

—¡Dígale a su amigo que si continúa llamándome papi, yo le llamaré a él desgraciado! ¡Dígale que a no tener respeto podemos jugar los dos! ¡Dígale que le arreglé su modelo Maytag 821 al jefe Horrall y que se lo arreglé muy bien!

Lee se fue al cuarto de baño; le vi engullir un puñado de píldoras con agua del grifo.

—Señor Short —dije, con mi más tranquila voz de chico bueno—, ¿adónde se fue Elizabeth en junio del 43'?

—Si ese gorila me pone la mano encima, me encargaré de que le caiga un paquete muy gordo —continuó Short con sus protestas.

—Estoy seguro de ello. ¿Querría usted cont...?

—Betty se fue a Santa Bárbara y consiguió un trabajo en la cantina del Campamento Cooke. Me mandó una postal en julio. Decía que un soldado le había dado una paliza. Eso fue lo último que supe de ella.

—¿Mencionaba en la postal el nombre del soldado?

—No.

—¿Mencionaba los nombres de alguna amistad que tuviera en el Campamento Cooke?

—No.

—¿Novios o algo así?

—¡Ja!

Aparté mi pluma del cuadernillo.

—¿Por qué «ja»?

Short rió tan fuerte que me hizo pensar si no explotaría su flaco pecho de gallina. Lee salió del cuarto de baño; entonces, le hice señas para que se tomara las cosas con calma. Asintió y se dejó caer en el sofá, a mi lado. Nos quedamos a la espera de que Short se cansara de reír. Cuando su risa se hubo convertido en un seco cacareo, continué.

—Hábleme de Betty y los hombres.

Short rió de nuevo.

—Le gustaban, y ella les gustaba a ellos. Betty creía más en la cantidad que en la calidad y no creo que fuera demasiado buena a la hora de decir no, a diferencia de su madre.

—Precise más —dije—. Nombres, fechas, descripciones.

—Hijo, debe haber recibido demasiado en el ring porque tiene filtraciones de agua en la sesera. Einstein sería incapaz de recordar los nombres de todos los chicos de Betty, y yo no me llamo Albert.

—Díganos los que recuerde.

Short se metió los pulgares en el cinturón y se meció atrás y adelante en la silla, igual que si fuera un orgulloso gallo en su corral.

—Betty estaba loca por los hombres y estaba loca por los soldados. Le gustaba cualquier cosa blanca que hubiera dentro del uniforme. Cuando se suponía que debía limpiar la casa, ella andaba por el bulevar Hollywood, y se dejaba invitar a copas por los soldados que estaban de permiso. Y cuando la tenía aquí, mi casa parecía una dependencia oficial de las Fuerzas Armadas.

—¿No le importa llamar fulana a su propia hija? —preguntó Lee.

Short se encogió de hombros.

—Tengo cinco hijas. Una manzana podrida entre cinco no es mal promedio.

Lee estaba tan furioso que la ira parecía rezumar de su cuerpo; le puse una mano en el brazo para contenerle y casi pude notar el zumbido de su sangre.

—¿Qué hay de esos nombres, señor Short?

—Tom, Dick, Harry..., que más da. Todos esos desgraciados le echaron una breve mirada a Cleo Short y se lanzaron encima de Betty. Eso es todo lo preciso que puedo ser. Busquen a cualquiera de uniforme que no sea demasiado horrible y no se equivocarán de persona.

Pasé la hoja del cuadernito para empezar otra.

—¿Qué hay de los empleos? ¿Tenía algún trabajo Betty cuando estaba aquí?

—¡Su empleo era trabajar para mí! —gritó el viejo—. ¡Dijo que buscaba trabajo en el cine pero me engañaba! ¡Todo lo que ella deseaba era pasear por el bulevar con esos trajes negros suyos, y perseguir a los hombres! ¡Destrozó mi bañera por teñirse la ropa de negro en ella y luego se escapó antes de que yo pudiera deducirle los daños de su salario! ¡Vagaba por las calles igual que si fuera una araña viuda negra, y no me extraña que acabaran haciéndole daño! ¡Es culpa de su madre, no mía, culpa de esa puta irlandesa que apenas si tenía coño! ¡No es culpa mía!

Lee se pasó un rígido dedo a través de la garganta. Salimos a la calle, dejando a Cleo Short gritándole a sus cuatro paredes.

—Mierda santa —murmuró Lee.

—Sí-suspiré, mientras pensaba en que nos acababa de señalar a todas las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos como sospechosos. —Hurgué en mis bolsillos buscando una moneda—. ¿Echamos a suertes quién escribe el informe?

—Hazlo tú, ¿quieres? —pidió Lee—. Yo he de mantenerme pegado al picadero de Junior Nash y conseguir algunos números de matrícula.

—Intenta conseguir también un poco de sueño.

—Lo haré.

—No, no lo harás.

—Me es imposible dejar este asunto. Oye, ¿irás a casa y le harás compañía a Kay? Ha estado preocupada por mí y no quiero dejarla sola tanto tiempo.

Pensé en lo que yo había dicho en la Treinta y Nueve y Norton la noche anterior, aquello que los tres sabíamos pero de lo cual no hablábamos nunca, ese paso hacia delante que sólo Kay tenía el suficiente valor para dar.

—Claro, Lee.

Encontré a Kay en su postura habitual durante las noches de los días laborables: leyendo en el diván de la sala. Cuando entré, no levantó la mirada; se limitó a lanzar un perezoso anillo de humo.

—Hola, Dwight —me saludó.

Cogí una de las sillas que había al lado de la mesita del café y la llevé junto a ella.

—¿Cómo sabías que era yo?

Kay marcó un pasaje del libro con un círculo.

—Lee pisa fuerte, tú andas con más cautela.

Me eché a reír.

—Eso es algo simbólico, pero no se lo cuentes a nadie. —Kay apagó su cigarrillo y dejó el libro.

—Pareces preocupado.

—Lee ha perdido la cabeza con eso de la chica muerta —dije—. Ha hecho que nos retiren del caso que investigábamos, buscar a un fugitivo prioridad uno, y ha estado tomando benzedrina y portándose casi como una ardilla histérica. ¿Te ha hablado de ella?

Kay asintió.

—Un poco.

—¿Has leído los periódicos?

—He procurado evitarlo.

—Bueno, se dedican a presentar a la chica.como la atracción más sonada desde la bomba atómica. Hay cien hombres trabajando en un solo homicidio, Ellis Loew sacará una buena tajada del asunto, Lee no piensa más que en ello...

Kay logró desarmarme y cortar mi discurso con una sonrisa.

—Y tú estuviste en los titulares del lunes pero hoy eres un trozo de pan rancio. Y deseas perseguir a ese ladrón tuyo, que es muy grande y muy malo, para conseguir otro titular para ti.


Touché
! Pero eso es sólo parte del asunto.

—Lo sé. En cuanto consigues los titulares, te escondes y no lees los periódicos.

Suspiré.

—Cristo, desearía que no me superaras tanto en inteligencia.

—Y yo desearía que no fueras tan cauteloso y complicado. Dwight, ¿qué va a pasarnos?

—¿A los tres?

—No, a nosotros.

Mis ojos deambularon por la sala, toda madera, cuero y cromo. Había en ella un armarito de caoba con la parte frontal de vidrio; estaba lleno con los suéteres de cachemira de Kay, en todos los matices del arco iris, a cuarenta dólares cada uno. Y esa misma mujer, una basura blanca de Dakota del Sur moldeada por el amor de un policía, se hallaba frente a mí. Por una vez, dije exactamente lo que pensaba.

—Nunca lo dejarías. Nunca abandonarías todo esto. Quizá si lo hicieras, quizá si Lee y yo estuviéramos a la par..., quizá entonces pudiéramos tener una oportunidad juntos. Pero nunca podrías abandonarlo todo.

Kay se tomó su tiempo para encender otro cigarrillo.

—¿Sabes lo que ha hecho por mí? —preguntó entre el humo exhalado.

—Y por mí —dije yo.

Kay echó la cabeza hacia atrás y clavó los ojos en el techo, estuco con paneles y molduras de caoba. Siguió lanzando anillos de humo.

—Estaba enamorada de ti como una colegiala —comentó—. Bobby de Witt y Lee solían llevarme a los combates. Yo cogía mi cuaderno de dibujo para no sentirme como una de esas horribles mujeres que le seguían la corriente a sus hombres fingiendo que les gustaba el boxeo. Lo que a mí me gustaba eras tú. El modo en que te reías de ti mismo por tus dientes, cómo te cubrías para que no te dieran. Después entraste en la policía y Lee me contó que se había enterado de cómo denunciaste a esos amigos japoneses tuyos. No te odié por eso, lo único que ocurrió fue que me pareciste más real. También pasó lo mismo con el asunto de las cazadoras de cuero. Eras mi héroe de cuento, sólo que mi cuento era real, había pedacitos y fragmentos de él por aquí y por allí... Entonces, llegó el combate y aunque odiaba esa idea, le dije a Lee que siguiera adelante con ella, porque parecía prometerme que los tres íbamos a ser algo, lo que debíamos ser.

Pensé en una docena de cosas que decir, todas ellas ciertas, y referentes tan sólo a nosotros dos. Pero no pude y busqué la imagen de Lee para refugiarme en ella.

—No quiero que te preocupes por Bobby de Witt. Cuando salga, yo me encargaré de él, haré todo lo que sea preciso. Nunca se acercará ni a ti ni a Lee.

Kay apartó sus ojos del techo y me clavó una mirada extraña, dura pero triste por debajo de esa dureza.

—He dejado de preocuparme acerca de Bobby. Lee puede manejarle.

—Creo que Lee le tiene miedo.

—Por supuesto que sí. Aunque pienso que eso se debe a lo mucho que Bobby sabe de mí y Lee tiene miedo de que se lo cuente a todo el mundo. No es que a nadie le importe, claro.

—A mí sí me importa. Y como agarre a Bobby de Witt, tendrá suerte si luego puede pronunciar cualquier clase de palabra.

Kay se puso en pie.

—Para ser un hombre cuyo corazón desea coger lo que le gusta, resulta difícil hacerte entender las cosas. Me voy a la cama. Buenas noches, Dwight.

Cuando oí un cuarteto de Schubert saliendo del dormitorio de Kay cogí pluma y papel del armarito donde se guardaban las cosas de escribir y redacté mi informe sobre el interrogatorio del padre de Elizabeth Short. Incluí una mención de su «muy sólida» coartada, su relato sobre la conducta de la chica cuando vivió con él en el año 43, la paliza que recibió a manos de un soldado del Campamento Cooke y su desfile de novios anónimos. Rellenar el informe con detalles innecesarios hizo que mi mente se apartara casi por completo de Kay. Cuando terminé, me hice dos bocadillos de jamón, los engullí con un vaso de leche y me quedé dormido en el sofá.

Mis sueños consistieron en fugaces visiones de criminales recientes, con un Ellis Loew que representaba al lado bueno de la ley y llevaba los números de un detenido escritos sobre su pecho. Betty Short se unió a él en blanco y negro, primero de frente y luego del perfil izquierdo. Después, todos los rostros se disolvieron para convertirse en formularios de policía que pasaban ante mí sin acabar nunca mientras que yo intentaba anotar información sobre el paradero de Junior Nash en los espacios que estaban en blanco. Me desperté con dolor de cabeza, y con la certeza de que tenía un día muy largo ante mí.

El sol estaba apareciendo. Salí al porche y recogí el
Herald
de la mañana. El titular era: «Búsqueda de los novios en el asesinato con torturas», con un retrato de Elizabeth Short centrado bajo el titular. Llevaba el pie de «La
Dalia Negra
», seguido por: «Las autoridades investigaban hoy la vida amorosa de la joven Elizabeth Short, de 22 años, víctima del Licántropo Asesino, cuyos romances la habían convertido, según sus amistades, de una chica inocente a una delincuente loca por los hombres y siempre vestida de negro conocida como la
Dalia Negra
». Noté la presencia de Kay a mi lado. Cogió el periódico y examinó rápidamente la primera página con un leve estremecimiento. Cuando me lo devolvió, dijo:

—¿Acabará pronto todo esto?

Pasé toda la primera parte del periódico casi sin leerla. Elizabeth Short ocupaba seis páginas enteras, con la mayor parte de la tinta gastada retratándola como una escurridiza mujer fatal de ajustado traje negro.

—No —respondí.

9

Los periodistas rodeaban la comisaría de Universidad. El estacionamiento se hallaba repleto y la acera cubierta por una hilera de furgonetas de la radio, así que dejé el coche en doble fila, puse el letrero de «Vehículo oficial de la policía» bajo mi limpiaparabrisas y me abrí paso a través del cordón de sabuesos de la prensa con la cabeza gacha para evitar que me reconocieran. No funcionó; oí gritar: «Buck-kee» y «Bleichert», luego, varias manos se agarraron a mí, me arrancaron un bolsillo de la chaqueta y tuve que entrar casi a puñetazos.

El vestíbulo se encontraba lleno de policías que salían a empezar el turno de día; una puerta daba a una sala común atestada. A lo largo de las paredes había catres; vi a Lee dormido en uno de ellos, con las piernas tapadas con hojas de periódico. Los teléfonos sonaban al unísono en todas las mesas que me rodeaban, y mi dolor de cabeza volvió de inmediato, con el latido en las sienes dos veces peor que antes. Ellis Loew estaba pegando tiras de papel en un tablón de anuncios; le di una palmada en el hombro, con bastante fuerza.

Giró en redondo.

—No quiero formar parte de este circo —dije—. Soy un agente de la Criminal, no un tipo de Homicidios, y tengo fugitivos con prioridad. Quiero ser asignado de nuevo a mi puesto. Ahora.

—No —siseó Loew—. Trabajas para mí y quiero tenerte en el caso Short. Ésa es mi decisión, absoluta e irrevocable. Y no pienso aguantarte exigencias de
prima donna
, agente. ¿Entiendes?

—¡Ellis, maldita sea!

—Necesitarás tener galones en la manga antes de poder llamarme así, Bleichert. Hasta entonces soy el señor Loew para ti. Ahora, ve a leer el informe de Millard.

Hecho una furia me dirigí hacia la parte trasera de la sala. Russ Millard estaba dormido en una silla con los pies apoyados en el escritorio que tenía delante. Cuatro hojas de papel escritas a máquina se hallaban clavadas con chinchetas al tablero de corcho que había a unos metros de él. Las leí:

Primer informe

187 P. C., Víct: Short, Elizabeth Ann, B. H.

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