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Authors: James Ellroy

La dalia negra (20 page)

BOOK: La dalia negra
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La lesbiana de la barra me sirvió un vaso lleno de whisky y lo colocó ante mí.

—¿Eres del Control de Bebidas? —preguntó.

Tenía los ojos claros y penetrantes; los reflejos del neón los volvían casi traslúcidos. Tuve la extraña sensación de que sabía lo que yo había estado pensando durante el trayecto.

—Homicidios de Los Ángeles —dije, y me tragué la bebida.

—No estás en tu zona. ¿A quién se han cargado? —preguntó ella.

Busqué mi instantánea de Betty Short y la tarjeta de Lorna/Linda y las puse encima de la barra. El whisky había logrado lubricar un poco la ronquera de mi voz.

—¿Has visto a cualquiera de ellas?

La mujer le echó un buen vistazo a los dos fragmentos de papel y luego me los devolvió.

—¿Me estás diciendo que la
Dalia
es una hermana?

—Cuéntamelo tú.

—Te diré que nunca la he visto salvo en los papeles y que a la colegiala no la he visto nunca, porque yo y mis chicas no tratamos con material que no tenga la edad. ¿Captas?

Señalé el vaso; la lesbiana volvió a llenarlo. Bebí; mi sudor se volvió caliente y luego se enfrió.

—Lo captaré cuando tus chicas me lo digan y yo las crea.

La mujer lanzó un silbido y la zona de la barra se llenó. Cogí las fotos y se las pasé a una mujer pegada a una dama que parecía un leñador. Miraron las fotos y menearon las cabezas, luego se las pasaron a una mujer que vestía un mono de vuelo de la Hughes Aircraft.

—No —dijo esta última—, pero son de primera calidad —y se las dio a una pareja que tenía al lado.

Ellas murmuraron «
Dalia Negra
», con auténtica sorpresa en sus voces. Ambas dijeron: «No»; la otra lesbiana exclamó: «Nyet, nein, no, además no es mi tipo». Me devolvió las fotos con un gesto brusco y luego escupió en el suelo.

—Buenas noches, señoras —dije y me dirigí hacia la puerta, con la palabra «
Dalia
» murmurada una y otra vez a mi espalda.

En la Holandesa hubo otras dos copas gratis, una docena más de miradas hostiles y contestaciones de «No», todo ello envuelto en viejos motivos decorativos ingleses. Cuando entré en el Escondite de La Verne me encontraba medio borracho y muy nervioso por algo que no era capaz de localizar con precisión.

La Verne estaba oscuro por dentro, con pequeños focos circulares unidos al techo que arrojaban una luz sombría sobre paredes tapizadas con papel barato que tenía palmeras dibujadas. Parejas de lesbianas se arrullaban en los reservados; la visión de dos mujeres besándose me obligó a mirarlas. Después desvié la vista y busqué el bar.

Estaba en la pared izquierda, un mostrador bastante largo con luces de colores que se reflejaban en un paisaje de la playa de Waikiki. No había nadie atendiéndolo ni clientes sentadas en ninguno de los taburetes. Fui hasta la parte trasera de la habitación, entre carraspeos para que las tortolitas de los reservados pudieran bajar de sus nubes y volver a la tierra. La estrategia funcionó; abrazos y besos terminaron y ojos sobresaltados y llenos de enfado se alzaron para ver llegar las malas noticias.

—Homicidios de Los Ángeles —dije y le entregué las fotos a la lesbiana más próxima—. La del pelo negro es Elizabeth Short. La
Dalia Negra
, si habéis leído los periódicos. La otra es amiga suya. Quiero saber si alguna de vosotras las ha visto y, si es así, con quién.

Las fotos hicieron la ronda de los reservados; fui estudiando las reacciones cuando me di cuenta de que debería ponerme duro para obtener las más sencillas respuestas de sí o no. Nadie dijo ni palabra; todo lo que saqué en limpio de leer rostros fue curiosidad mezclada con un par de casos de lujuria. Las fotos volvieron a mí, entregadas por una mujer corpulenta vestida como un conductor de diésel. Las cogí y me dirigí hacia la calle y el aire fresco. Antes de salir, me detuve al ver a una mujer que secaba vasos detrás del mostrador.

Fui hacia el bar y coloqué mis fotos sobre la barra y le hice una seña con el dedo. Cogió la instantánea policial.

—La he visto en el periódico y eso es todo —dijo.

—¿Qué hay de esta chica? Se hace llamar Linda Martin.

La mujer alzó la tarjeta de Lorna/Linda entre sus dedos y la miró con los ojos entrecerrados; por su rostro vi pasar un fugaz destello de reconocimiento.

—No, lo siento.

Me incliné sobre el mostrador.

—Nada de mentiras, mierda. Tiene quince jodidos años y ahora suéltalo todo o te meteré tal paquete que pasarás tus próximos cinco años lamiendo coños en Tehachapi.

La lesbiana retrocedió; por un momento, yo había estado medio esperando que cogiera una botella y me sacara los sesos con ella.

—La chica solía venir —dijo con los ojos clavados en la barra—. Puede que haga dos o tres meses. Pero nunca he visto a la
Dalia
y creo que a la niña le gustaban los chicos. Quiero decir que se limitaba a sacarles copas a las hermanas y eso era todo.

Cuando miré por él rabillo del ojo vi que una mujer a punto de sentarse ante el mostrador cambiaba de opinión, cogía su bolso y se dirigía hacia la puerta, como asustada por mi conversación con la lesbiana de la barra.

Uno de los reflectores iluminó su rostro; percibí un fugaz parecido con Elizabeth Short.

Recogí mis fotos, conté hasta diez y salí en persecución de la mujer. Llegué a mi coche cuando ella abría la portezuela de un cupé Packard blanco como la nieve estacionado un par de sitios delante del mío. Cuando arrancó, conté hasta cinco y luego la seguí.

Mi vigilancia sobre ruedas me llevó por el bulevar Ventura al paso Cahuenga y luego a Hollywood. El tráfico era escaso a esas horas de la noche, así que dejé al Packard varios largos delante de mí mientras se dirigía hacia el sur por Highland, salía de Hollywood y entraba en el distrito de Hancock Park. La mujer torció en la calle Cuatro. Pasados unos segundos nos encontrábamos en el corazón de Hancock Park, una zona que los policías de Wilshire llamaban «Pavos Reales en Exhibición».

El Packard torció por la esquina de Muirfield Road y se detuvo ante una enorme mansión estilo Tudor delante de la cual había un césped del tamaño de un campo de fútbol. Seguí adelante, mis faros iluminaban la matrícula trasera del coche: CAL RQ 765. Miré por el retrovisor y distinguí a la mujer que cerraba la portezuela; incluso desde esa distancia resultaba fácil fijarse en su esbelta silueta.

Cogí por la Tercera para salir de Hancock Park. En Western vi un teléfono público y llamé a la línea nocturna de tráfico, para pedir una comprobación sobre un Packard cupé blanco matrícula CAL RQ 765. La telefonista me hizo esperar durante casi cinco minutos y luego me contestó con su informe:

—Madeleine Cathcart Sprague, blanca, hembra, nacida 14/11/25, Los Ángeles, South Muirfield Road, 482; no buscada, nada de infracciones, sin antecedentes.

Mientras volvía a casa se me fueron pasando los efectos de la bebida. Empecé a preguntarme si Madeleine Cathcart Sprague tenía algo que ver con Betty/Beth y Lorna/Linda o si sólo era una lesbiana rica a la que le gustaba la vida de los bajos fondos. Mientras sujetaba el volante con una mano, saqué las fotos de Betty Short, puse el rostro de la Sprague encima de ellas y acabé obteniendo un parecido común, nada del otro mundo. Después me imaginé arrancándole el traje y supe que me daba igual.

10

A la mañana siguiente, conecté la radio durante el trayecto a Universidad. El cuarteto de Dexter Gordon me puso de buen humor con su bebop hasta que, de repente, «Billie el saltarín» dejó de saltar y fue sustituido por una voz febril: «Interrumpimos nuestra emisión habitual para darles un boletín de noticias. ¡Ha sido detenido un importante sospechoso en la investigación sobre el asesinato de Elizabeth Short, la muchacha de vida fácil y cabello ala de cuervo conocida como la
Dalia Negra
! Previamente conocido por las autoridades tan solo como "Red", el hombre ha sido identificado ahora como Robert "Red" Manley, de veinticinco años de edad, un viajante de comercio de Huntingdon Park. Manley ha sido capturado esta mañana en South Gate, en la casa de un amigo, y ahora se le retiene en la comisaría de Hollenbeck, Los Ángeles Este, donde está siendo interrogado. En una conversación exclusiva con la KGFJ, el ayudante del fiscal del distrito, Ellis Loew, el águila de las leyes que trabaja en el caso como enlace policía-civiles, dijo: "Red Manley es un sospechoso muy importante. Lo hemos identificado como el hombre que trajo a Betty Short de San Diego el nueve de enero, seis días antes de que su cuerpo destrozado por las torturas fuera encontrado en un solar vacío de Leimert Park. Esto parece el gran avance que hemos estado esperando y por el cual rezábamos. ¡Dios ha respondido a nuestras oraciones!"».

Los sentimientos de Ellis Loew fueron sustituidos por un anuncio del Preparado H, con garantía de que calmaba la dolorosa hinchazón de las hemorroides o devolvían el doble del dinero. Desconecté la radio y cambié de dirección, para dirigirme hacia la comisaría de Hollenbeck.

Delante de ésta, la calle se encontraba bloqueada con signos que indicaban desvío obligatorio; los patrulleros se encargaban de contener a la gente de la prensa. Estacioné en el callejón que había detrás de la comisaría y entré por la puerta trasera en la sala de espera. En las celdas reservadas a los delitos leves, los borrachos parloteaban sin cesar; tipos de aspecto duro me miraron con expresión feroz desde la hilera de celdas reservadas a los criminales. La cárcel estaba llena pero en ningún sitio había carceleros. Abrí una puerta que daba a la comisaría propiamente dicha, y vi la causa de ello.

Lo que parecía todo el contingente policial de la comisaría se amontonaba en un breve pasillo que daba a los cubículos de interrogatorios; todos los hombres se esforzaban por ver algo a través del espejo de un solo sentido que dominaba el cuarto central de la izquierda. La voz de Russ Millard brotaba de un altavoz montado en la pared: suave, incansable, queriendo lograr una confesión como fuera.

Toqué con el codo al agente que tenía más cerca.

—¿Ha confesado?

Él sacudió la cabeza.

—No. Millard y su compañero le están dando el tratamiento del bueno y el malo.

—¿Ha admitido conocer a la chica?

—Sí. Lo pillamos gracias a las comprobaciones hechas con los registros de tráfico y vino pacíficamente. ¿Quieres hacer una pequeña apuesta? Inocente o culpable, escoge. Hoy tengo la sensación de que es mi día de suerte.

Ignoré su oferta y me abrí paso merced a suaves codazos hasta llegar ante el espejo. Millard estaba sentado sobre una maltrecha mesa de madera. Ante ésta había un tipo joven y apuesto, con el pelo color zanahoria repleto de brillantina, que manoseaba un paquete de cigarrillos. Parecía cagado de miedo. Millard tenía el mismo aspecto que el sacerdote simpático de las películas, el que lo ha visto todo y da la absolución por todas las guarradas cometidas.

La voz de cabeza-de-zanahoria brotó del altavoz.

—Por favor, ya lo he contado tres veces.

—Robert —dijo Millard—, nos vemos obligados a esto porque no viniste voluntariamente a vernos. Betty Short lleva ya tres días en la primera página de cada periódico de Los Ángeles y tú sabías que deseábamos hablar contigo. Pero te escondiste. ¿Qué aspecto te parece que tiene eso?

Robert «Red» Manley encendió un cigarrillo, inhaló el humo y tosió.

—No quería que mi esposa se enterara de que había estado andando con ella.

—Pero si no llegasteis a nada. Betty no quiso. Te lo prometió todo y luego no te dio nada. Esa no es una razón para que te escondieras de la policía.

—Salí con ella en Dago. Bailé unos cuantos lentos con ella. Es lo mismo.

Millard puso la mano sobre el brazo de Manley.

—Volvamos al principio. Cuéntame cómo encontraste a Betty, lo que hicisteis y de qué hablasteis. Tómate tu tiempo, nadie quiere meterte prisa.

Manley apagó su cigarrillo en un cenicero lleno a rebosar, encendió otro y se enjugó el sudor de la frente. Me volví hacia el otro lado del pasillo y vi a Ellis Loew apoyado en la pared, con Vogel y Koenig flanqueándole igual que dos perros gemelos que esperan la orden de atacar.

Un suspiro filtrado a través de la estática se oyó por el altavoz; me di la vuelta y vi al sospechoso retorciéndose en su silla.

—¿Y ésta será la última vez que deba contarlo?

Millard sonrió.

—Eso es. Adelante, hijo.

Manley se puso en pie, se estiró y empezó a caminar de un lado a otro mientras hablaba.

—Conocí a Betty la semana antes de Navidad, en un bar en la parte baja de Dago. Empezamos a conversar y a Betty se le escapó que su situación no era demasiado buena, que vivía con esa tal señora French y su hija, que se trataba de algo temporal. La invité a cenar en un sitio italiano cerca de Old Town, más tarde fuimos a bailar a la Sala del Cielo, en el hotel Cortez. Estuvimos... —Millard le interrumpió.

—¿Siempre buscas ligues cuando estás fuera de la ciudad por negocios?

—¡No buscaba ligue! —gritó Manley.

—Entonces, ¿qué hacías?

—Un capricho, eso fue todo. No lograba decidir si Betty andaba buscando mi dinero o si era una buena chica y quería averiguarlo. Quería poner a prueba mi lealtad hacia mi esposa y sólo...

La voz de Manley acabó extinguiéndose.

—Hijo, di la verdad, por Dios —pidió Millard—. Andabas buscando un coñito, ¿no?

Manley se derrumbó en su silla.

—Sí.

—Tal y como haces siempre en los viajes de negocios, ¿verdad?

—¡No! ¡Betty era diferente!

—¿En qué era diferente? Los líos que se buscan fuera de la ciudad son siempre iguales, ¿no?

—¡No! ¡No me dedico a engañar a mi mujer cuando ando de viaje! Betty era tan sólo...

La voz de Millard sonó tan baja que el altavoz apenas si pudo recogerla.

—Betty jugó contigo, ¿verdad?

—Sí.

—Te hizo desear cosas que nunca habías hecho antes, te hizo volver loco, hizo que...

—¡No! ¡No! ¡Yo quería tirármela, no quería hacerle daño!

—Chiist. Chiist. Volvamos a la Navidad. Tuviste esa primera cita con Betty. ¿Le diste un beso de buenas noches?

Manley cogió el cenicero con las dos manos; le temblaban y las colillas se desparramaron sobre la mesa.

—En la mejilla.

—Vamos Red... ¿No hubo nada más fuerte?

—No.

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