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Authors: James Ellroy

La dalia negra (23 page)

BOOK: La dalia negra
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—El combate se llamó Blanchard-Bleichert y volverías a perder. Voy a buscar café. ¿Quieres un poco?

—Solo, sin azúcar.

—Marchando.

Obtuve un total de cuarenta y seis llamadas, la mitad de las cuales eran más o menos coherentes. Lee se fue a primera hora de la tarde y Ellis Loew me largó el trabajo de escribir a máquina el nuevo informe de Russ Millard. Decía que Red Manley había sido devuelto a su esposa tras haber pasado sin problemas las pruebas del Pentotal y el detector de mentiras y que las cartas amorosas de Betty Short habían sido examinadas a conciencia. Se había conseguido la identificación de algunos de sus pretendientes, los cuales estaban libres de sospecha, al igual que la mayor parte de los tipos con los que aparecía en las fotos. Seguían los esfuerzos para identificar al resto de los hombres y la policía militar del campamento Cooke había llamado para decir que el soldado que le dio una paliza a Betty había muerto en el desembarco de Normandía el año 43. En cuanto a los muchos matrimonios y compromisos formales de Betty, una investigación en los registros de cuarenta y ocho capitales de tantos estados reveló que nunca había sido expedida licencia matrimonial alguna a su nombre.

A partir de ahí, el informe iba cuesta abajo. Los números de matrícula que Lee había visto desde la ventana del picadero de Junior Nash no habían dado resultado alguno; unas trescientas llamadas diarias de gente que afirmaba haber visto a la
Dalia
inundaban las centralitas de la policía de Los Ángeles y el departamento del
sheriff
. De momento se habían recibido noventa y tres confesiones de chalados y cuatro de los peores que no tenían coartada estaban retenidos en la prisión, a la espera de exámenes médicos y un probable envío a Camarillo. Los interrogatorios seguían desarrollándose a toda velocidad: 190 hombres trabajaban toda su jornada en el caso. El único rayo de esperanza lo constituía el resultado de mis interrogatorios del día 17: Linda Martin/Lorna Martilkova fue vista en un par de bares de Encino y se estaba haciendo un gran esfuerzo para localizarla con esa área como centro. Acabé el trabajo mecanográfico con la seguridad de que el asesino de Elizabeth Short jamás sería encontrado y aposté dinero por ello: dos billetes a «Sin resolver —se paga 2 a 1» en el tablero de la sala común.

Hice sonar el timbre de la mansión Sprague a las 8 en punto. Iba con mi mejor atuendo: chaqueta azul, camisa blanca y pantalones de franela gris. Me sentía como un idiota por prestarle tanta atención a mi apariencia... Tan pronto como Madeleine y yo llegáramos a mi casa me quitaría la ropa. Las diez horas de trabajo al teléfono seguían pegadas a mí pese a la ducha que había tomado en la comisaría. Tenía la sensación de hallarme fuera de lugar, y ese sentimiento era mucho más agudo de lo que hubiera debido ser. Además, todavía me dolía la oreja izquierda después de tanto oír hablar sobre la Dalia.

Madeleine me abrió la puerta, todo un espectáculo con falda y un apretado suéter de cachemira. Me echó un rápido vistazo y me cogió de la mano.

—Mira —dijo—, odio esto pero papá se ha enterado de que existes. Insistió para que te quedaras a cenar. Le dije que nos habíamos encontrado en esa exposición de arte, en la librería de Stanley Rose, por lo que si debes hacerle preguntas a los demás para confirmar mi coartada intenta comportarte con sutileza, ¿de acuerdo?

—Por supuesto —respondí, y le permití que enlazara su brazo con el mío y me guiara hacia el interior de la casa.

El vestíbulo de entrada era tan de estilo español como Tudor la fachada: tapices y espadas suspendidas de los muros encalados, gruesas alfombras persas sobre un suelo de madera pulida. El vestíbulo daba a una sala gigantesca con la atmósfera de un club masculino: sillones de cuero verde colocados alrededor de mesitas y divanes; una enorme chimenea de piedra; pequeñas alfombras orientales de todos los colores aparecían colocadas en ángulos distintos, de tal forma que se hallaban delimitadas por la cantidad justa de suelo de roble. Las paredes eran de madera de cerezo y en ellas se veía enmarcada a la familia y sus antepasados.

Me fijé en un spaniel disecado que había junto a la chimenea con un periódico amarillento enrollado en su boca.

—Ése es
Balto
—me explicó Madeleine—. El periódico es un ejemplar de
Los Ángeles Times
, del 1 de agosto de 1926. Fue el día que papá se enteró de que había ganado su primer millón.
Balto
era nuestro perro. El contable de papá llamó y le dijo: «¡Emmett, eres millonario!». Papá estaba limpiando sus pistolas y entonces entró
Balto
con el periódico. Papá quería consagrar ese momento, así que le disparó. Si lo miras de cerca puedes ver el agujero de la bala en su pecho. Contén el aliento, cariño. Aquí está la familia.

Un tanto boquiabierto, dejé que Madeleine me condujera hasta una salita. Las paredes estaban cubiertas con fotografías enmarcadas; el lugar se hallaba ocupado por tres Spragues sentados en sillones que hacían juego. Alzaron la vista al unísono; ninguno se puso en pie.

—Hola —dije sin descubrir mis dientes.

Madeleine hizo las presentaciones mientras yo, desde lo alto, contemplaba lo que parecía ser un conjunto de figuras de cera.

—Bucky Bleichert, permite que te presente a mi familia. Mi madre, Ramona Cathcart Sprague. Mi padre, Emmett Sprague. Mi hermana, Martha McConville Sprague.

Las figuras de cera cobraron vida con sonrisas y pequeños gestos de la cabeza. Entonces Emmett Sprague se puso en pie con una sonrisa deslumbrante y alargó la mano hacia mí.

—Es un placer, señor Sprague —dije, y se la estreché, mientras le observaba al tiempo que él me observaba a mí.

El patriarca era bajito y tenía el pecho como un barril, con el rostro agrietado y curtido por el sol y una abundante cabellera blanca que en tiempos debió ser color arena. Situé su edad un poco más allá de la cincuentena y su apretón fue el de alguien que había hecho un buen montón de trabajo físico. Su acento era escocés, sí, pero tenía la precisión de un cristal tallado y no se parecía en nada al zumbido de la imitación hecha por Madeleine.

—Le vi pelear con Mondo Sánchez. Casi logra dejarle sin pantalones. Era usted otro Billy Conn.

Yo pensé en Sánchez, un peso medio rígido y quizá demasiado gordo con el cual había peleado porque mi representante quería labrarme una reputación a base de que me cargara mexicanos.

—Gracias, señor Sprague.

—Gracias a usted por habernos dado tan buen espectáculo. Mondo también era un buen chico. ¿Qué le ocurrió?

—Murió por una sobredosis de heroína.

—Que Dios lo bendiga. Es una pena que no muriera en el ring, le habría ahorrado un montón de pena a su familia. Y, hablando de familias, por favor, déle la mano al resto de la mía.

Martha Sprague se puso en pie ante la orden. También era baja, regordeta y rubia, con un tenaz parecido a su padre. Sus ojos tenían un azul tan claro que era como si los hubiese mandado a lavar, y un cuello, cubierto de acné, aparecía enrojecido de tanto rascarse. Parecía una adolescente que nunca lograría dejar atrás su gordura de niña y madurar hasta la belleza. Estreché su firme mano sintiendo compasión por ella. Martha se dio inmediata cuenta de lo que yo pensaba en ese momento. Sus pálidos ojos se incendiaron y retiró su mano de la mía con cierta brusquedad.

Ramona Sprague era la única de los tres que tenía cierto parecido con Madeleine; de no haber sido por ella, yo hubiera pensado que la chica de la coraza era adoptada. Poseía una versión de la lustrosa cabellera negra y la piel clara de Madeleine acercándose a los cincuenta, pero no había ningún otro atractivo en ella. Estaba gorda, tenía el rostro fláccido y tanto el colorete como el lápiz de labios habían sido aplicados de forma algo errática, con lo que todo su rostro se hallaba extrañamente torcido. Me cogió la mano y dijo:

—Madeleine nos ha contado muchas cosas excelentes de usted.

Tenía la voz un tanto pastosa. En su aliento no había licor; me pregunté si preferiría lo que puede encontrarse en las farmacias.

—Papá, ¿podemos cenar? —preguntó Madeleine con un suspiro—. Bucky y yo queremos ver un espectáculo a las nueve y media.

Emmett Sprague me dio una palmada en la espalda.

—Siempre obedezco a mi primogénita. Bucky, ¿nos distraerá con anécdotas del boxeo y la policía?

—Entre bocado y bocado —prometí.

Sprague me dio otra palmada en la espalda, ésta más fuerte.

—Ya me doy cuenta de que no ha recibido demasiados golpes en la cabeza. Es usted igual que Fred Allen. Vamos, familia. La cena está servida.

Nos dirigimos en fila india hasta un gran comedor con paneles de madera en las paredes. La mesa que había en el centro era pequeña y ya estaban colocados cinco cubiertos.

Junto a la puerta había un carrito para servir las comidas del que salía el inconfundible aroma del buey con repollo.

—La comida sana cría gente sana —dijo el viejo Sprague—, la
haute cuisine
cría degenerados. Sírvete, chico. Las noches del domingo la criada va a sus sesiones de vudú, así que aquí sólo estamos nosotros, los blancos.

Cogí un plato y lo llené de comida. Martha Sprague sirvió el vino. Madeleine se sirvió unas pequeñas porciones en su plato y tomó asiento a la mesa, con una indicación de que me sentara junto a ella. Lo hice, y Martha le anunció a la habitación:

—Quiero sentarme delante del señor Bleichert para poder dibujarle.

Emmett me miró y me guiñó el ojo.

—Bucky, te van a hacer una caricatura cruel. El lápiz de Martha jamás vacila. Tiene diecinueve años y ya es una artista muy cotizada. Mi chica guapa es Maddy pero en Martha tengo a mi genio con certificado.

Ésta torció el gesto. Colocó su plato justo delante de mí y tomó asiento, dejando un lápiz y un cuadernillo de dibujo al lado de su servilleta. Ramona Sprague ocupó el asiento contiguo y le dio una palmadita en el brazo; Emmett, que estaba de pie junto a su silla, en la cabecera de la mesa, propuso un brindis:

—Por las nuevas amistades, la prosperidad y el gran deporte del boxeo.

—Amén —dije yo, y me metí un trozo de carne en la boca. Tenía demasiada grasa y estaba seca pero compuse la expresión de «qué bueno», y exclamé—: Esto es delicioso.

Ramona Sprague me dirigió una mirada más bien vacua.

—Lacey, nuestra criada —dijo Emmett—, cree en el vudú. Es una especie de variación del cristianismo. Probablemente, le echó un maleficio a la vaca e hizo un pacto con su Jesús negrito para que el animal saliera bueno y jugoso. Y respecto de nuestros hermanos de color, ¿qué sentiste cuando les disparaste a esos dos desgraciados, Bucky?

—Síguele la corriente —murmuró Madeleine.

Emmett la oyó y lanzó una risita.

—Sí, muchacho, sígueme la corriente. De hecho, deberías seguirle la corriente a todos los hombres ricos que se van acercando a los sesenta. Puede que acaben en la senilidad y te confundan con sus herederos.

Me reí, y, al hacerlo, dejé mis dientes al descubierto; Martha alargó la mano hacia su lápiz para capturarlos.

—No sentí gran cosa. Se trataba de ellos o nosotros.

—¿Y tu compañero? ¿Ese rubio con el que peleaste el año pasado?

—Lee se lo tomó un poco peor que yo.

—Los rubios son demasiado sentimentales —aseguró Emmett—. Lo sé, pues yo lo soy. Gracias a Dios, hay dos morenas en la familia para que nos hagan conservar el pragmatismo. Maddy y Ramona tienen esa tenacidad de bulldogs que a Martha y a mí nos falta.

Sólo la comida que masticaba me impidió relinchar de risa. Pensé en la niña mimada, que gustaba de visitar las cloacas, y a quien iba a tirarme más avanzada la noche, y en su madre, sentada al otro lado de la mesa y sonriendo con expresión atontada. El impulso de reír se hizo más y más fuerte; finalmente, logré tragar mi bocado, eructé en vez de aullar y alcé mi copa.

—Por usted, señor Sprague. Por haberme hecho reír la primera vez en una semana entera.

Ramona me lanzó una mirada de disgusto; Martha se concentró en su obra de arte. Madeleine intentó pisarme por debajo de la mesa y Emmett me devolvió el brindis.

—¿Has pasado una mala semana, chico?

Me reí.

—Desde luego. Me, han asignado a Homicidios para trabajar en ese asunto de la
Dalia Negra
. Me han dejado sin días libres, mi compañero está obsesionado con ello y aparecen lunáticos hasta en la sopa. Hay doscientos policías trabajando en un solo caso. Resulta absurdo.

—Trágico, eso es lo que resulta —dijo Emmett—. ¿Cuál es tu teoría, chico? ¿Quién, en toda esta bendita tierra de Dios, podría haberle hecho algo así a otro ser humano?

Entonces supe que la familia no estaba enterada de la tenue conexión entre Madeleine y Betty Short y decidí que lo mejor sería no intentar que confirmaran su coartada.

—Creo que fue una casualidad. La chica Short era lo que podría llamarse una chica fácil; una mentirosa compulsiva con un centenar de amiguitos. Si agarramos a su asesino, será por casualidad.

—Que Dios la bendiga —dijo Emmett—. Espero que le pilléis y que acabe teniendo una cita muy cálida en esa habitacioncita verde que hay en San Quintín.

Madeleine pasó los dedos de su pie por encima de mi pierna.

—Papá —dijo con un mohín—, estás monopolizando la conversación. Da la sensación de que has invitado a Bucky para que se gane la cena con sus respuestas.

—¿Tengo que ser yo quien se la gane, muchacha? ¿Aunque sea quien trae el pan?

El viejo Sprague estaba enfadado: me di cuenta de ello por el color que comenzaba a teñir su rostro y por el modo en que cortaba la carne. Sentí curiosidad acerca de su persona.

—¿Cuándo llegó a Estados Unidos? —pregunté.

Emmett me miró con expresión radiante.

—Actuaré para cualquiera que quiera oír la historia de mi éxito como inmigrante. ¿Qué clase de nombre es Bleichert? ¿Holandés?

—Alemán —dije.

Emmett alzó su copa.

—Un gran pueblo el alemán. Hitler era algo exagerado pero acuérdate bien de mis palabras: algún día lamentaremos no haber unido nuestras fuerzas a las de él para luchar contra los rojos. ¿De qué parte de Alemania es tu gente, chico?

—De Munich.

—¡Ah, München! Me sorprende que se fueran. Si yo hubiera crecido en Edimburgo o en algún otro lugar civilizado, todavía llevaría la faldita a cuadros. Pero vine de la espantosa Aberdeen, así que me fui para Norteamérica justo después de la primera guerra. Maté a un montón de tus excelentes paisanos alemanes durante esa guerra, chico. Pero ellos intentaban matarme a mí, así que tenía la sensación de estar justificado. ¿Has visto a
Balto
en la sala?

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