La dalia negra (26 page)

Read La dalia negra Online

Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
13.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ajá.

—¿Y entablasteis amistad?

—Ajá.

—Por favor, Lorna, di sí o no.

—Sí, entablamos amistad.

—¿Qué hacíais cuando estabais juntas?

Lorna se mordió las cutículas.

—Hablábamos de lo que hablan todas las chicas, nos dedicábamos a buscar papeles en el cine, gorreábamos copas y comida en los bares...

—¿Qué clase de bares? —la interrumpí.

—¿A qué se refiere?

—Quiero decir si eran sitios de clase o no. ¿Tugurios? ¿Los bares de los camioneros?

—Oh. Sitios de Hollywood, nada más. Sitios donde pensábamos que no nos pedirían la documentación.

Mi presión sanguínea se frenó un poco.

—Tú le hablaste a Betty de la pensión de Orange Drive, el sitio donde te hospedabas, ¿no? —siguió Millard.

—Ajá. Quiero decir sí.

—¿Por qué se fue Betty de ese sitio en Cherokee?

—Estaba demasiado lleno y ya le había pedido dinero a todas las chicas, un dólar aquí, otro allí, y estaban enfadadas con ella.

—¿Había alguna que estuviera más enfadada que las demás con ella?

—No lo sé.

—¿Estás segura de que Betty no se mudó debido a problemas con algún novio suyo?

—Estoy segura.

—¿Recuerdas el nombre de algunos de los hombres con quienes salió Betty el último otoño... cualquiera de ellos?

Lorna se encogió de hombros.

—Eran tipos que había encontrado por casualidad, nada más.

—¿Qué hay de sus nombres, Lorna?

La chica empezó a contar con los dedos, y se detuvo cuando hubo llegado al tres.

—Bueno, estaban esos dos tipos de Orange Drive, Don Leyes y Hal Costa, y también un marinero llamado Chuck.

—¿Ningún apellido para ese Chuck?

—No, pero sé que era artillero de segunda.

Millard abrió la boca para hacerle otra pregunta pero yo alcé mi mano, interrumpiéndole.

—Lorna, el otro día hablé con Marjorie Graham y ella dijo haberte comentado que la policía iría a Orange Drive para hablar con los inquilinos sobre Betty. Después de eso, huiste. ¿Por qué?

Lorna se arrancó un trozo de uña de un mordisco y se chupó el dedo herido.

—Porque sabía que si mi foto salía en los periódicos como una amiga de Betty mis padres la verían y harían que la policía me mandara a casa.

—¿Adónde fuiste después de huir?

—Encontré a un hombre en un bar y conseguí que me alquilara una habitación en un motel del Valle.

—¿Hiciste...?

Millard me mandó callar con un gesto de su mano, como si cortara algo.

—Dijiste que tú y Betty buscabais interpretar algún papel juntas. ¿Conseguiste trabajo en el cine?

Lorna puso las manos sobre el regazo y empezó a retorcer los dedos.

—No.

—Entonces, ¿podrías decirme qué hay en la película de tu bolso?

Lorna Martilkova mantuvo los ojos clavados en el suelo mientras soltaba unos lagrimones.

—Es sólo una película —murmuró.

—¿Una película pornográfica?

Lorna asintió con la boca cerrada. Las lágrimas de la chica se habían convertido en ríos de maquillaje; Millard le alargó un pañuelo.

—Cariño, tienes que contárnoslo todo, desde el principio, así que piensa bien en ello y tómate tu tiempo. Bucky, tráele un poco de agua.

Salí de la habitación, encontré una fuente de agua potable y un aparato que daba vasos de cartón en el vestíbulo, llené uno de ellos con agua y volví a la habitación. Cuando dejé el vaso encima de la mesa, delante de ella, Lorna hablaba en voz muy baja.

—... y yo buscaba que me invitaran a tomar algo en ese bar de Gardena. El mexicano Raúl, Jorge o lo que fuera, empezó a hablar conmigo. Yo creía estar embarazada y necesitaba dinero con verdadera desesperación. Dijo que me daría doscientos dólares por actuar desnuda en una película.

Lorna se calló, bebió agua, inhaló una honda bocanada de aire y siguió su relato.

—Ese hombre dijo que necesitaba otra chica, así que llamé a Betty a ese sitio de Cherokee. Dijo que sí y el mexicano y yo la recogimos. Nos drogó con cigarrillos de marihuana, creo que por miedo de que nos asustáramos y nos echáramos atrás. Fuimos hasta Tijuana e hicimos la película en una casa muy grande, en las afueras. El mexicano se encargaba de los focos y de la cámara y nos decía lo que debíamos hacer. Después nos llevó de regreso a Los Ángeles, y eso fue todo, desde el principio, así que ahora, ¿quiere llamar a mi casa o no?

Miré a Russ y luego a Harry; los dos estaban contemplando a la chica, el rostro impasible. Yo deseaba llenar los espacios en blanco de mi pista particular.

—¿Cuándo hiciste la película, Lorna? —pregunté.

—Alrededor del Día de Acción de Gracias.

—¿Puedes darnos una descripción del mexicano?

Lorna miró al suelo.

—No era más que un mexicano grasiento. Puede que tuviera treinta años, tal vez cuarenta, no lo sé. Estaba drogada y no lo recuerdo demasiado bien.

—¿Parecía interesado por Betty en especial?

—No.

—¿Os tocó a ti o a ella? ¿Se puso duro con vosotras? ¿Os hizo insinuaciones?

—No. Lo único que hacía era ponernos en posturas distintas.

—¿Juntas?

—Sí —gimoteó Lorna.

La sangre me zumbaba. Mi voz resultaba rara incluso a mis propios oídos, como si fuera la de un muñeco de ventrílocuo.

—Entonces, no sólo era estar desnudas, ¿verdad? ¿Betty y tú hacíais cosas de lesbianas?

Lorna emitió un leve y seco sollozo y asintió; pensé en Madeleine y decidí seguir adelante, sin pensar qué podía revelar la chica.

—¿Eres lesbiana? ¿Lo era Betty? ¿Fuisteis a bares de lesbianas?

—¡Basta, Bleichert! —ladró Millard.

Lorna se echó hacia adelante, rodeó con sus brazos a su buen papaíto policía y lo abrazó con fuerza. Russ me miró y luego bajó lentamente la mano, plana, igual que un director de orquesta pidiéndoles una pausa a sus músicos. Acarició la cabeza de la chica con su mano libre y luego le hizo una seña con el dedo a Sears.

—No soy lesbiana, no soy lesbiana-gimió la chica—, sólo fue esa vez.

Millard la acunaba igual que a una criatura.

—Lorna, ¿era lesbiana Betty? —le preguntó Sears.

Contuve el aliento. Lorna se limpió los ojos en la chaqueta de Millard y me miró.

—No soy lesbiana y Betty tampoco lo era —dijo—. Sólo íbamos a los bares de gente normal y ocurrió nada más esa vez de la película porque no teníamos ni un centavo y estábamos drogadas. Si esto sale en los periódicos mi padre me matará.

Miré a Millard, y pude darme cuenta de que él creía aquella historia. Mi instinto me dijo con mucha fuerza que todo el aspecto lésbico descubierto por la investigación hasta ahora no nos llevaría a nada.

—¿El mexicano le dio un fotómetro a Betty? —preguntó Harry.

—Sí —murmuró Lorna, su cabeza sobre el hombro de Millard.

—¿Te acuerdas de su coche? ¿La marca, el color?

—Yo... creo que era negro y viejo.

—¿Recuerdas el bar donde le conocisteis?

Lorna alzó la cabeza; vi que sus lágrimas se habían secado.

—Creo que era en el bulevar Aviación, cerca de todas esas fábricas de aeroplanos.

Lancé un gemido; esa parte de Gardena, casi un kilómetro y medio de lado, estaba repleta de tugurios, salas de apuestas y burdeles permitidos por la policía.

—¿Cuándo viste a Betty por última vez? —preguntó Harry.

Lorna volvió a su silla, con el cuerpo tenso para así contener más muestras de emoción...; una reacción que demostraba dureza, pues provenía de una chica de quince años.

—La última vez que vi a Betty fue un par de semanas después, justo antes de que se largara de Orange Drive.

—¿Sabes si Betty vio alguna otra vez al mexicano?

Lorna contempló el agrietado barniz de sus uñas.

—El mexicano era un ave de paso. Nos pagó, nos devolvió a Los Ángeles y desapareció.

Decidí meter baza de nuevo en la conversación.

—Pero tú volviste a verle, ¿verdad?-No pudo hacer una copia de la película antes de que los tres volvierais de Tijuana, es imposible.

Lorna estudió sus uñas.

—Cuando leí lo que los periódicos ponían sobre Betty lo busqué en Gardena. Estaba a punto de regresar a México y logré sacarle una copia de la película. Bueno... él no leía los periódicos y por eso ignoraba que, de repente, Betty se había hecho famosa. Bueno... pensé que una película de la
Dalia Negra
desnuda era una pieza de colección y si la policía intentaba mandarme de nuevo con los míos podría venderla y contratar a un abogado para que lo impidiera. Me la devolverán, ¿verdad? No dejarán que nadie la vea, ¿verdad que no?

Es sorprendente lo que puede llegar a salir de los labios de una criatura.

—¿Volviste a Gardena y encontraste de nuevo a ese hombre? —preguntó Millard.

—Ajá. Quiero decir sí.

—¿Dónde?

—En uno de esos bares que hay en Aviación.

—¿Puedes describir el sitio?

—Estaba oscuro y en la fachada había luces que se encendían y se apagaban.

—¿Y él estuvo de acuerdo en darte una copia de la película? ¿Gratis?

Lorna clavó la mirada en el suelo.

—Tuve que atenderle a él y a sus amigos.

—Entonces puedes mejorar tu descripción de él, ¿no?

—¡Era gordo y la tenía muy pequeña! ¡Era horrible, y sus amigos también!

Millard le indicó la puerta a Sears; Harry salió de puntillas, sin hacer ningún ruido.

—Intentaremos mantener todo esto fuera de los periódicos y destruiremos la película —dijo Russ—. Una pregunta antes de que la matrona te lleve a tu habitación. Si te trasladáramos a Tijuana, ¿crees que podrías encontrar la casa donde se rodó la película?

—No —respondió Lorna, al tiempo que meneaba la cabeza—. No deseo volver a ese sitio horrible. Quiero irme a casa.

—¿Para que tu padre pueda pegarte?

—No. Para que yo pueda escaparme otra vez.

Sears entró de nuevo en la habitación con una matrona; la mujer se llevó a Linda/Lorna, la chica dura/blanda/patética/fantasiosa. Harry, Russ y yo nos miramos durante unos segundos; sentí toda la tristeza de la chica, asfixiándome. Finalmente nuestro superior habló.

—¿Algún comentario?

Harry fue el primero en hablar.

—Se nota que intenta proteger al mexicano y a su picadero de Tijuana. Tal vez él le dio una paliza y se la tiró, y la chica teme las represalias. Aparte de eso, creo en su historia.

Russ sonrió.

—¿Y tú, chico listo?

—Está usando todo lo de México como tapadera. Pienso que ese tipo se la tiraba con regularidad y que ahora ella lo protege de una acusación por violación de una menor. También apostaría a que el tipo es blanco, que todo ese cuento del mexicano es falso para no desentonar con lo de Tijuana, cosa que sí me creo, porque ese sitio es un auténtico pozo de mierda y la mayor parte de los cerdos que pillé cuando patrullaba conseguían allí su material.

Millard guiñó el ojo al estilo Lee Blanchard.

—Bucky, hoy estás siendo un chico realmente muy listo. Harry, quiero' que hables con el teniente Walters. Dile que mantenga incomunicada a la chica durante setenta y dos horas. Quiero una celda privada para ella y que Meg Caulfield sea liberada de su puesto en Wilshire para que juegue a ser su compañera de celda. Dile a Meg que le saque cuanto pueda y que informe cada veinticuatro horas.

»Cuando termines con eso, llama a los de Antivicio y a los de Investigación y registros para que busquen los informes sobre todos los varones blancos y los mexicanos que tengan condenas por traficar con pornografía; después avisa a Vogel y Koenig y envíales a Gardena para que registren los bares en busca de ese hombre de las películas de Lorna. Llama a la Central y dile al capitán Jack que tenemos por ver una peliculita sobre la
Dalia
. Luego telefonea al
Times
y cuéntales todo esto antes de que Ellis Loew lo tape con su trasero. Ocúltales la identidad de Lorna, diles que lo escriban para animar cualquier tipo de llamada o pista sobre traficantes de pornografía y luego haz el equipaje, porque después nos iremos a Dago y a Tijuana.

—Russ, ya sabes que esto es un tiro a ciegas —dije.

—El mayor desde que tú y Blanchard os molisteis a golpes y os hicisteis compañeros. Vamos, chico listo. Esta noche dan películas guarras en el ayuntamiento.

Habían instalado un proyector y una pantalla en la sala de informes; un reparto de estrellas esperaba ver la estrella de las películas pomo. Lee, Ellis Loew, Jack Tierney, Thad Green y el jefe de policía C. B. Horrall en persona estaban sentados ante la pantalla; Millard le entregó el recipiente de la película al chupatintas encargado de manejar el proyector.

—¿Dónde están las palomitas de maíz? —murmuró.

El gran jefe vino hacia mí y me obsequió con uno de los apretones de manos de cuando estaba de buen humor.

—Es un placer, señor —dije.

—El placer es mutuo, señor Hielo, y mi esposa le manda sus saludos, aunque sea algo tarde, por el aumento de sueldo que nos consiguieron usted y el señor Fuego. —Señaló el asiento contiguo al de Lee—. ¡Luces! ¡Cámara! ¡Acción!

Tomé asiento junto a mi compañero. Lee parecía algo cansado, pero no drogado. Sobre su regazo yacía un
Daily News
desdoblado y leí su titular: cerebro del Boulevard-Citizens es liberado mañana —Vuelve a Los Ángeles tras 8 años de prisión». Lee me echó un vistazo y se fijó en mi mal aspecto.

—¿Algo que contar? —dijo.

Iba a responderle cuando las luces se apagaron. En la pantalla apareció uña imagen borrosa; el humo de los cigarrillos ondulaba ante ella. Hubo el breve destello de un título —
Esclavas del infierno
—, y luego apareció una gran habitación de techo muy alto con jeroglíficos egipcios en las paredes, todo en un granuloso blanco y negro. Por la habitación se hallaban repartidas columnas en forma de serpientes enroscadas; la cámara se acercó a una de ellas para ofrecer un primer plano de dos serpientes de escayola engulléndose mutuamente la cola. Después hubo un fundido y se convirtieron en Betty Short, que sólo llevaba medias y ejecutaba un bailecito de aficionada.

Sentí como se me tensaba la ingle; oí el seco siseo de Lee al tragar aire. En la pantalla apareció un brazo que entregó un objeto cilíndrico a Betty. Ella lo cogió y la cámara se le aproximó. Era un consolador, con el mango cubierto de escamas y unos colmillos brotando de la gruesa punta circuncidada. Betty se lo metió en la boca y lo chupó, los ojos muy abiertos y vidriosos.

Other books

Points of Departure by Pat Murphy
Sammy Keyes and the Sisters of Mercy by Wendelin Van Draanen
Vicious Circle by Robert Littell
The Land by Mildred D. Taylor
Inbetween Days by Vikki Wakefield
The Audubon Reader by John James Audubon