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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (31 page)

BOOK: La dama del castillo
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El rostro fofo del dependiente se desfiguró de furia, y cuando ella volvió a oponerle reparos, el hombre terminó gruñéndole.

—¿Pero quién te crees que eres? Si vuelves a protestar, no te daré nada y te pudrirás aquí en Wimpfen.

Marie se tocó la bolsa que llevaba en el cinturón.

—Eso sería una pena,pues tu señor dejaría de ganar unos buenos florines.

—El señor Schäfflein es suficientemente rico, no necesita dos o tres monedas tuyas.

Juan el Largo amagó con empezar a guardar todo antes de rebajarle a Marie siquiera un penique, pero su mirada se posó sobre su portamonedas, que tintineaba seductoramente. Si llegaba a perderse el negocio, Schäfflein pondría el grito en el cielo y le reduciría su participación en el resto de las ventas. Por eso, terminó por ceder con un suspiro.

—Está bien, de acuerdo, pero por este barril de vino me pagarás dos táleros de los buenos.

—¡De acuerdo! Pero sólo si el vino que contiene es bueno, no como ese agrio que hacen en Colonia.

Marie se acercó al barril, lo abrió y olfateó el interior. Cuando uno de los siervos llenó un vasito y se lo dio a beber, asintió con la cabeza. El vino parecía provenir de la tierra natal de Schäfflein, famosa por sus cepas.

—Está bien, entonces dos táleros por tu vino, pero a cambio aceptarás mi precio por el fardo de tela que tienes ahí —le declaró al dependiente.

El hombre meneó la cabeza, desesperado.

—Dame un penique por vara o no podré entregártelo. Mi señor me dará una tunda si llega a ver cómo me has engatusado.

Marie asintió, riendo. Ahora que ambos sabían qué esperar el uno del otro, se pusieron de acuerdo enseguida en lo referente al resto de las mercancías, tales como tiras de cuero, botones, agujas y cuchillos. Por último, Marie adquirió también algo de queso duro, salchichas y cecina de tocino, que se mantendrían durante mucho tiempo, además de dos barrilitos de arenques salados, ya que muy pronto los soldados se alegrarían de poder variar un poco la rutina uniforme de las raciones del ejército. Cuando apiló sus compras y volvió a mirar su bolsa de monedas, comprobó que había tenido que gastar menos dinero de lo que había calculado, y entonces encaró el futuro con un poco más de optimismo.

Capítulo VII

Dos días después, el caballero Heinrich hizo sonar los cuernos para dar la señal de partida. No disponía de muchos más hombres de los que había tenido Michel. Más de cincuenta eran caballeros que a su vez no tenían un gran séquito. El propio caballero Heinrich tampoco contaba más que con Anselm, su escudero, además de cuatro soldados a caballo que le había confiado su abad. Sin embargo, a diferencia del resto, él y sus caballeros estaban muy bien equipados. Los caballeros que se habían puesto a sus órdenes eran en su mayoría hijos menores que no poseían más que su espada y su armadura y cuyos caballos no guardaban similitud alguna con los caballos de batalla de los caballeros adinerados, sino que a menudo tenían aspecto de haber sido salvados en el último momento del matadero.

El caballero Heinrich examinó a su grupo y meneó la cabeza.

—Otra vez son los pobres perros que apenas tienen dónde hincar el diente los que tienen que sacarle las castañas del fuego al emperador —le dijo a Eva la Negra—. Los nobles señores se quedan cómodos en sus castillos y dejan que el emperador se las arregle como pueda. ¿O acaso ves aquí los colores de Leiningen o los de Hohenlohe? A ellos no les interesa que arda toda Bohemia mientras que sus tierras queden a salvo de la guerra. A todo esto, hombres como Ludwig von der Pfalz, o como Ludwig y Ulrich von Württemberg, los hijos de Eberhard el Suave, como lo llaman ahora, aunque yo lo llamaría Eberhard el Bruto, bastarían para reunir soldados suficientes como para hacerles perder el coraje a esos bohemios de una vez y para siempre y volver a empujarlos a sus madrigueras.

Marie recordó a su antiguo protector, el conde Eberhard von Württemberg, que yacía bajo tierra desde hacía varios años. ¿Habría participado de esa guerra el conde? Probablemente no, al igual que todos los demás príncipes territoriales. Las palabras del caballero Heinrich habían sonado amargas y acusadoras, como si él culpara a los grandes señores territoriales del imperio de no servir a la causa del emperador, como era su deber. Como muchos otros, él también parecía opinar que un imperio tan poderoso como lo era el Imperio Romano Germánico debería haber sido capaz de reprimir una revuelta local como la de Bohemia hacía tiempo. Pero parecía que el emperador Segismundo sólo podía contar con los hijos menores de los caballeros imperiales y la ayuda de las abadías más cercanas al imperio, lo cual no era una buena señal para Marie.

Sus dudas se debieron de reflejar en el rostro, ya que Eva la Negra le tocó el hombro con el mango del látigo.

—Es demasiado tarde para tener miedo, Marie. ¿O acaso darás media vuelta con tu carro y te irás a vender tus mercancías a las ferias? Permíteme decirte que allí son mejores y más baratas.

Marie se volvió hacia ella y sacudió enérgicamente la cabeza.

—No tengo miedo, ni tampoco voy a abandonar la tropa.

—Me alegro. Además, Hettenheim es un buen líder, y sobre todo es muy prudente. No caerá en una trampa tan torpemente como le ocurrió a Heribald von Seibelstorff hace dos otoños.

La respuesta de Eva afectó a Marie por partida doble. Por un lado, había mencionado la campaña fallida de Seibelstorff en la que supuestamente había caído Michel, y por el otro había llamado al caballero Heinrich con un nombre que le puso los pelos de punta.

—¿Cómo llamaste a nuestro líder? ¿Hettenheim?

—Sí. Es Heinrich von Hettenheim, de la rama franca de ese linaje. Tal vez hayas oído nombrar a su primo Falko, que se ha hecho un nombre en el Palatinado. Pero, por favor, no nombres a ese hombre en presencia del caballero Heinrich, ya que no se pueden ni ver.

Eva la Negra movió la cabeza en forma afirmativa para reforzar sus palabras. Acto seguido, azuzó a sus caballos para unirse a la caravana que avanzaba lentamente hacia una balsa que ya estaba cruzando al otro lado del Neckar a los primeros caballeros y soldados a caballo.

Marie tenía la sensación de que la vieja vivandera podía contarle mucho más de lo que ella había oído hasta ahora, pero no había tiempo para seguir preguntándole, de modo que tuvo que dominar momentáneamente su curiosidad, encaramarse ella también sobre su pescante, acomodarse en el regazo a Trudi de tal manera que no pudiese resbalar y hacer que sus bueyes siguieran al carro de Eva la Negra. Como tenían que esperar a cada rato hasta que la balsa hubiese transportado a la otra orilla al siguiente grupo de jinetes e infantes, halló tiempo para pensar. El caballero Heinrich estaba enemistado con su primo Falko. No debía olvidar esa circunstancia, aunque no sabía si alguna vez llegaría a servirle de ayuda.

Cuando les tocó el turno a los tres carros de bagaje que había podido reunir el caballero Heinrich, el sol ya había ascendido por encima de los árboles, y lentamente comenzaba a hacer calor. A los primeros carros habían podido cruzarlos sin inconvenientes, pero los bueyes rebeldes de Marie se asustaron con la lancha, que bailaba inquieta hacia arriba y hacia abajo ante el menor movimiento. En cuanto Michi descendió y condujo a los animales llevándolos de una cuerda atada al anillo de sus hocicos, lograron atravesar los tablones tambaleantes con el carro repleto de las compras que Marie había efectuado y pudieron por fin embarcarse. Cuando los animales quedaron ubicados con la cabeza apuntando hacia la proa, le llegó el turno al carro de Eva. La anciana le había cedido prudentemente el paso a Marie para no tener que estar con su carro liviano sobre el lanchón tambaleante hasta que aquellos bueyes inquietos se hubiesen apaciguado. Una vez que alcanzaron la otra orilla del Neckar, el barquero desalojó a Marie con impaciencia de su lanchón, aunque luego atrapó ágilmente la moneda que ella le arrojara y le hizo una reverencia.

—¡Os deseo un buen viaje y un gran botín de guerra! —le gritó mientras Marie se alejaba, al tiempo que volvía a apartar el lanchón de la orilla para ir en busca de los próximos carros. Mientras el carro de Marie seguía rodando por el sendero que bordeaba el agua, que poco después doblaba bruscamente y ascendía por la pendiente, Michi volvió a trepar al pescante, ágil como un mono.

—No debiste hacerlo, es muy peligroso —lo reprendió Marie—. ¿Qué pasaría si te resbalas y te caes bajo las ruedas?

Michi hizo una mueca traviesa, como queriéndole decir que eso jamás podría sucederle. Durante los primeros días había estado triste por haber tenido que dejar a sus padres y a sus hermanos para partir con ella rumbo a lo desconocido. Pero ahora sus ojos brillaban cada vez que veía a un caballero, y se iba con los hombres cuantas veces podía para escuchar sus relatos. Como de todos modos no descuidaba sus obligaciones, Marie aceptaba sus asiduas ausencias con una sonrisa indulgente.

Mientras los carros seguían cruzando el río, la cabeza de la caravana ya había reanudado la marcha, y Marie ya temía que Heinrich von Hettenheim hubiese perdido el cuadro de conjunto de su ejército, pero con el correr de las horas comprobó que se había equivocado. El líder volvió a ordenar a las tropas poco después de que los carros de bagaje terminaran de cruzar el río, formando una retaguardia con soldados de infantería, no porque allí en medio del imperio les amenazara algún peligro, sino para tener hombres a mano que pudieran intervenir rápidamente en caso de que algún carro se atascara. A la tarde mandó adelantarse a unos jinetes para que preparasen víveres, heno y agua en el lugar donde pensaba acampar. Como lugar de campamento había escogido la villa dominica de un caballero vasallo del emperador que alimentaría bien a los nobles que lo acompañaban junto con sus séquitos, incluyendo a los siervos y los animales de tiro, de manera que evitaría derrochar las provisiones que había traído. El ejército también pasó las noches siguientes a la sombra de monasterios o de castillos cuyos dueños los atendieron de forma más o menos generosa.

La expedición militar se desplazó como un gusano cuesta arriba hasta llegar a Jagstal, luego cambió hacia Taubergrund, pasando por Dörrbach y Mergentheim, para finalmente dirigirse a través de Steinsfeld y Oberdachstetten hacia Ansbach. Marie aprovechó las largas horas de marcha para mejorar sus cualidades como conductora, y por las noches se quedaba escuchando a las otras vivanderas, que intercambiaban sus experiencias con gran vivacidad, relatando lo que habían vivido en otras campañas militares. De ese modo fue aprendiendo mucho más de lo que hubiese imaginado acerca de su nuevo oficio. En realidad, ser vivandera entre una población de soldados no era tan similar a viajar de feria en feria como prostituta errante. Hasta ahora no había vendido prácticamente nada porque los caballeros y los soldados se habían abastecido en Wimpfen, antes de partir, y aún no se quejaban de la comida. Las prostitutas de campaña tampoco habían hecho más que unas pocas monedas, ya que después de las largas jornadas de marcha, los hombres solían estar demasiado cansados como para poder pensar en una mujer. La velocidad a la que el caballero Heinrich llevaba a la tropa llenaba a Marie de asombro, pero cuando se lo mencionó a Eva, la vieja vivandera no pudo más que reír.

—¡Alégrate! Si los muchachos se acostumbran a este ritmo, no sólo resistirán los avances, sino también las retiradas rápidas, lo cual está muy bien, ya que dicen que los husitas son muy veloces como perseguidores.

Hasta el momento, Marie siempre había ocupado sus pensamientos imaginando qué podría averiguar una vez que llegase a Núremberg, pero no había desperdiciado un solo instante en pensar en la posibilidad de tener que marchar a la guerra ella también. Se había imaginado que en el campamento del emperador ya encontraría a alguien que pudiera explicarle qué había sido de Michel. Pero ahora caía en la cuenta de que el camino que había emprendido podría llevarla directamente hacia la revuelta bohemia, hacia una emboscada o incluso hacia grandes batallas, y entonces comenzó a inquietarse. Debía preocuparse por cuidar a los vivos, no a los muertos, al menos ésa era la idea que la había mantenido entera los primeros tiempos tras la noticia de la muerte de Michel, y básicamente seguía manteniendo la misma idea. Era responsable de Trudi, que constituía el legado que Michel le había dejado, y de Michi, el hijo de su mejor amiga. Si algo llegaba a sucederle al muchacho, jamás podría volver a mirar a Hiltrud a los ojos, y sin Trudi su vida ya no tendría sentido.

Las mismas dudas seguían acosándola cuando llegó la noche y el caballero Heinrich dio la orden de detenerse. Marie paró su carro, fue a buscar agua fresca mientras Michi se encargaba de los bueyes y luego se sentó con Trudi junto al resto de las vivanderas alrededor del fuego para preparar la cena con ellas. Otra vez había panecillos, y muy pronto comenzaron a acercarse algunos soldados olfateando con curiosidad, entre los cuales se contaba también Anselm, el escudero del caballero Heinrich. Eva reconoció a un par de hombres que la habían ayudado a sacar su carro del barro en Wimpfen y les hizo señas para que se acercaran.

—¡Eh, muchachos! Si queréis panecillos, venid y servios. Hoy son gratis.

No hubo que repetírselo dos veces, y antes de que el sol se hubiese desplazado siquiera un dedo, los soldados ya estaban limpiandose la grasa, relamiéndose los dedos y haciéndoles ojitos a Oda, a Theres y, sobre todo, a Marie. Eva la Negra se quedó un instante observándolos y luego apoyó la mano, torcida como una garra, sobre el hombro de Anselm.

—No irás a serme infiel, ¿verdad, querido?

Con esas palabras desencadenó una tormenta de risas que atrajo incluso al caballero Heinrich. El caballero vio los panecillos y se relamió los labios con deleite.

—¡Qué bien huelen! Ni siquiera mi madre los prepara mejor.

—Creo que aún queda uno, parece que os hubiese estado esperando.

Eva la Negra, alegre, le entregó al caballero el último panecillo.

Marie aguardó a que terminará de masticar su último bocado y luego se inclinó hacia él, curiosa.

—¿Cuánto tiempo nos llevará llegar a Núremberg?

—Si no ocurre ningún imprevisto y podemos seguir avanzando al ritmo que venimos llevando hasta ahora, llegaremos en cinco días.

Capítulo VIII

Marie ardía en deseos de llegar a la ciudad en la que se habían reunido el emperador y muchos de sus acólitos, y se alegró de que el caballero Heinrich pareciera estar tan impaciente como ella.

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