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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (29 page)

BOOK: La dama del castillo
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—Debemos llegar a St. Marien am Stein como muy tarde mañana temprano, porque ahí comenzarán los festejos principales para los peregrinos, en los que deberíamos participar. Luego volverá a cerrarse la iglesia.

Marie frunció el ceño. Ese centro de peregrinación no le traía muy buenos recuerdos, ya que sabía por experiencia propia que los monjes de los conventos vecinos, que supuestamente debían asistir a los peregrinos, no estaban tan interesados en las almas de las personas que rezaban como en las prostitutas, que aparecían en todas las peregrinaciones y por lo general solían hacer muy buenos negocios allí. Esta vez no entraría a ese lugar, y Hiltrud estaba a salvo de esos encapuchados libidinosos gracias a que Thomas la acompañaba.

Una franja luminosa detrás de un claro en el bosque volvió a desviar la atención de Marie.

—Mira, Thomas, allí, delante del pueblo, hay una bifurcación del camino que podría conducir hacia la dirección que nosotros buscamos.

—En ese caso, ¡síguela!

Thomas asintió satisfecho al ver que ella había tomado la decisión correcta. Antes de alcanzar la ruta de peregrinaje propiamente dicha, vieron pasar a un grupo bastante numeroso por un camino que se abría delante de ellos. Los hombres que lo encabezaban llevaban unas cruces grandes y unas banderas bordadas con imágenes de los santos. Avanzaban a paso rápido, como si toda su santidad dependiera de llegar a tiempo a St. Marien am Stein.

Cuando a menos de mil pasos de allí volvieron a llegar a un cruce de caminos, Marie sostuvo las riendas y miró a sus amigos.

—Lo mejor sería que vosotros os unierais ahora a los peregrinos y que yo tomara la ruta hacia Wimpfen.

Thomas aprobó la idea, vacilante. En cambio Hiltrud se veía tan desesperada de repente como si hubiese estado esperando durante todo el camino a que se produjese un milagro que hiciese innecesario el viaje de Marie. Se quedó sentada en el carro, petrificada, hasta tal punto que Thomas tuvo que pedirle dos veces que cogiera sus efectos personales y descendiera. A sus dos hijos también parecía resultarles difícil separarse de su madrina. Cuando su madre le ordenó a Mariele dejar a Trudi en su cuna y bajarse de una vez, la muchacha abrazó a la niña y comenzó a llorar desconsoladamente.

Marie acarició a Mariele, la bajó y miró a Hiltrud y a Thomas con gesto interrogante.

—¿Sabéis lo que tenéis que hacer?

Hiltrud asintió, suspirando.

—Iremos a St. Marien am Stein y compraremos y haremos bendecir tantos rosarios y tantas velas que los hermanos piadosos nos recordarán muy bien.

—¿Y qué diréis cuando os pregunten por mí?

—Diremos que te has encontrado con unos conocidos y ellos te han invitado a su castillo, pero no sabemos ni el nombre del caballero ni de qué castillo se trata —respondió Thomas con tal vehemencia como si quisiera convencer a alguien.

Marie asintió, satisfecha, pero Hiltrud aún seguía encontrando peros.

—¿Y si nos acusan de haberte asesinado para quedarnos con tu oro?

—Menos mal que has pensado en eso. Escribiré una carta que podríais haber recibido de un mensajero y que confirme vuestras palabras.

Marie extrajo del armario los utensilios de escritura, se sentó sobre un cofre y comenzó a redactar. No era sencillo escribir con buena letra sobre la superficie rugosa del cofre, pero cuando puso su sello y su firma debajo la carta, ésta tenía un aspecto tan natural que ni siquiera el conde palatino habría hallado algo que objetarle.

Cuando le alcanzó la hoja a su amiga, ella también tuvo que luchar para contener las lágrimas, ya que había llegado el momento de la despedida.

—¡Deseadme suerte! —pidió.

—¡Más que ninguna otra cosa en el mundo!

Hiltrud intentó en vano secarse el rostro con la manga. Allá arriba, sentada sobre el pescante, Marie, que se había puesto a Trudi sobre el regazo, parecía extrañamente pequeña y desamparada. Hiltrud alzó las manos y miró a su esposo.

—Esto no está bien, Thomas. Marie no puede hacerlo sola.

Thomas se quedó unos instantes mordiéndose los labios, cogió a su hijo por debajo de las axilas y lo sentó en el pescante al lado de Marie.

—¡Quédate tú con la tía, hijo, y ayúdala! Ocúpate de los bueyes y obedece a Marie en todo.

—¿Qué haces? —preguntó Hiltrud, asustada.

—Le entrego a nuestro hijo mayor como siervo. Es lo único que podemos hacer por Marie en este momento. Todo lo que somos y lo que tenemos se lo debemos a ella, y sí no hacemos todo lo que esté a nuestro alcance para ayudarla, no somos dignos de haber nacido.

Thomas se dio la vuelta con un movimiento enérgico, rodeó con sus brazos el hombro de su mujer, cogió a Mariele de la mano y se dirigió con ellas hacia donde estaban los demás peregrinos.

—¡Os quiero! —les gritó Marie mientras se alejaban, pero ellos ya no volvieron a darse la vuelta. Michi se quedó mirando fijamente a sus padres, como si estuviese deliberando si debía resignarse a aceptar ese giro inesperado de su destino o salir corriendo detrás de ellos. Pero después le sonrió a Marie, alegrándose por la aventura que le esperaba. Marie se propuso ser doblemente cautelosa y devolver al muchacho a su casa sano y salvo. Como no quería dificultar el comienzo de su búsqueda con ideas que la acobardaran, le guiñó el ojo a Michi y dejó escapar de su garganta una risa liberadora.

—Entonces, ¡en marcha!

Capítulo VI

De camino hacia Wimpfen, Marie tuvo ocasión de valorar cuánto valía el regalo que Thomas y Marie le habían hecho al entregarle a Michi. Ciertamente echarían de menos al niño en la granja. Marie esperaba poder devolverles algún día aquel gesto de generosidad. Michi estaba acostumbrado a manejar bueyes y la descargó del cuidado de los animales con total naturalidad, de modo que ella pudo ocuparse de Trudi. Además, aunque era muy joven, su sola presencia disuadía a la mayoría de los hombres de ignorar el «no» de Marie y, gracias a él, los posaderos no la trataban como a una prostituta indeseable, sino que le permitían pernoctar como los cocheros en el patio, en donde los siervos del posadero montaban guardia por las noches. El chico también había demostrado estar a la altura de la situación en los momentos difíciles; por ejemplo, cuando el carro amenazó con hundirse en un charco de barro en el camino, convocó a los campesinos de los alrededores y entre todos levantaron el carro haciendo palanca con palos hasta ponerlo otra vez en tierra firme. Michi también era el que se bajaba del carro a preguntar por el camino correcto cada vez que ella se extraviaba. A los pocos días, Marie ya tenía plena conciencia de que sin él ni siquiera habría llegado al punto de encuentro del ejército franco del Neckar.

Marzo había cedido paso a un abril lluvioso y tormentoso cuando en el gris del cielo se recortó una colina con laderas escarpadas sobre cuyo espolón se alzaba un castillo de torres macizas que dominaba el valle. Bajo la fortaleza se extendía, rodeada por el muro de la ciudad, casi igualmente macizo, la ciudad imperial libre de Wimpfen. Al llegar a una encrucijada, Marie intentó dirigir a sus bueyes por el camino que conducía hacia la ciudad, pero en ese momento un hombre se atravesó en su camino.

—¡El camino que lleva a la expedición militar está por allá!

El hombre señaló hacia el este, donde había un bosque, y Marie miró hacia allí no sin cierto espanto. Tal vez en ese lugar hubiese habido un camino alguna vez, pero ahora había algo que parecía una escabrosa ciénaga de diez pasos de ancho que iba de lado a lado del bosque. Un poco más adelante, las lonas de las carpas despedían un resplandor claro a través de los árboles, que aún estaban prácticamente pelados, y Marie creyó oír el relincho de unos caballos. Al parecer, los respetables habitantes de Wimpfen no estaban muy interesados en mantener un contacto estrecho con los soldados. Esbozó una sonrisa de agradecimiento al hombre, que seguía mirándola enojado, como si ella hubiese intentado traer la peste a la ciudad, tiró de las riendas hasta que los rebeldes animales de tiro sintieron la presión en los anillos de sus hocicos y los encaminó lentamente en dirección al campamento. Michi se bajó y fue caminando delante de ella para ayudar a los animales a esquivar con ayuda de su bastón los sectores más pantanosos.

Por el camino vio a un par de muchachos con los pantalones y las botas completamente embarrados que, evidentemente, estaban aguardando a que la carreta se les quedara atrancada para poder ganarse una propina. Sin embargo, sus bueyes eran lo suficientemente fuertes como para tirar el carro medio vacío hasta el campamento de guerra. La mayoría de los ayudantes que los acechaban suspiraron desilusionados al ver que lograba alcanzar el lugar del campamento, pero uno de ellos se rio, divertido, mientras palmeaba al resto sobre los hombros.

—¿Habéis visto de cerca a esa mujer? ¡Que el diablo me lleve si me he encontrado con un bocadillo más delicioso alguna vez! Con sólo verla, el garrote se le endurecería y se le pararía hasta a mi abuelo, que es más viejo que Matusalén.

Uno de sus camaradas rio secamente.

—El mío ya lo está, pero tendrá que aguardar a que nos paguen nuestra soldada, a no ser que alguna de las prostitutas me deje entrar en su carpa si prometo pagarle más tarde.

—Con las deudas que ya tienes con ellas, me temo que tendrás que hacer trabajar a tu muñeca —se burló un tercero, al tiempo que señalaba hacia un tercer carro vivandero que avanzaba hacia ellos y se quedaba atascado en el barro a los pocos pasos.

Mientras los hombres avanzaban hacia él para poder ganarse ahora sí un par de monedas, Marie echó un vistazo a su alrededor. A su izquierda estaban las carpas de los soldados, sencillas y en parte muy desgastadas, y a la derecha, los alojamientos de los caballeros, adornados con banderas y blasones a los que también se les notaban mucho los años de uso. Para los caballos habían armado un redil con unas toscas barras de madera, mientras que los bueyes habían sido atados a los árboles, al final del campamento, y molían con sus dientes el heno que les habían arrojado. No lejos de los bueyes había tres carros similares al suyo, cubiertos con toldos, y delante de ellos había un grupo de mujeres con ropas de colores sentadas alrededor de un fogón, cocinando. Cuando Marie dirigió la yunta en esa dirección, una de ellas se puso de pie, puso los brazos en jarras y la miró con gesto de rechazo. Se. trataba de una mujer rolliza, muy bonita, que tendría unos veinticinco años y vestía una falda marrón oscura y una descolorida pañoleta de lana tejida.

—¿Y a ti quién te ha llamado? —le espetó a Marie en tono mandón.

—¿Por qué tendría que haberme llamado alguien? Simplemente oí que el contingente franco del Neckar iba a reunirse aquí y vine a ofrecer mis servicios.

Marie reprimió su enojo por el mal recibimiento del que había sido objeto y sonrió, aparentemente impasible.

—Ofrecer, puedes ofrecer mucho, pero dudo de que te acepten. El honorable comerciante Fulbert Schäfflein es quien envía el equipamiento para este ejército, y sólo él decide qué vivanderas tienen permiso para acompañarlo.

Una de las mujeres soltó una carcajada.

—¡No te dejes amedrentar por Oda! Sólo está celosa porque eres mucho más bonita que ella.

Oda reaccionó ladrándole a la que había hablado.

—¿Qué le ves hermoso a esta cabra huesuda?

Iba a agregar algo más, pero en ese momento Marie hizo girar a sus bueyes chasqueando la lengua, haciéndolos pasar tan cerca de ella que los animales estuvieron a punto de derribarla. Oda saltó a un lado, rezongando, y le mostró el puño a Marie, aunque no se atrevió a insultarla al ver que ésta agitaba juguetonamente el látigo, haciéndolo moverse muy cerca de su cabeza.

Mientras Marie detenía su carro junto a los otros, saltaba del pescante y ponía cuñas detrás de las ruedas, las demás vivanderas se levantaron y se acercaron, curiosas. Michi saludó brevemente a las mujeres, luego les quitó el aparejo a los bueyes y los condujo hacia dos árboles que quedaban libres para atarlos allí. Después miró hacia una parva de heno que estaba cerca, indeciso, y se dio la vuelta con gesto vacilante.

Una de las mujeres asintió con la cabeza.

—Nos lo dio el alcaide de aquí, así que no tengas vergüenza, coge tranquilamente lo que necesites.

Mientras Michi alimentaba a los animales, las mujeres rodearon a Marie.

—¿Son tus hijos? —preguntó una vivandera que tenía más o menos su edad y llevaba un vestido de colores hecho de distintos retazos de tela cosidos. La mujer tenía una figura muy linda, pero su rostro tenía un aire amargo y sañudo. Sin embargo, Marie tuvo la sensación de que podía confiar en ella, y depositó a Trudi en sus brazos al ver que ella los extendía.

—Es mi hija Trudi. El varón se llama Michi y es el hijo de mi mejor amiga. Vino conmigo para ayudarme y para atender a los bueyes.

La mujer que parecía amargada se rio.

—A mí me vendría muy bien un muchachito así. Es muy duro tener que hacerlo todo sola. A propósito, me llamo Theres, y la belleza de aquí es Donata.

Al decir eso, señaló hacia una escultural mujer de mediana edad y cabellos muy rubios que le dirigió una sonrisa amistosa.

—Yo soy Marie.

Marie les dio la mano a las dos. Antes de que pudiese decir algo más, el carro que antes se había quedado atascado en el barro se acercó. Era más pequeño que los otros y avanzaba tirado por dos rocines viejos y flacos. La mujer que iba en el pescante tampoco era de las más jóvenes. Marie Calculó que debía rondar los cincuenta años. Era más alta de lo usual, pero tan enjuta que parecía no tener un solo pedazo de carne sobre las costillas. Su rostro estaba compuesto únicamente de arrugas, pero sus ojos azules, que asomaban por debajo de un sombrero de hombre bien calado en la frente, eran claros y vivaces. Llevaba una falda larga, una blusa con forma de delantal, una pañoleta de lana gruesa en los hombros y unas botas de soldado, todo de un negro tan profundo que parecía que la mujelr teñía su ropa a menudo para remarcar su semejanza con un cuervo, que se consideraba el pájaro de los muertos.

Oda, que se había quedado a un lado, ofendida, ahora se plantó frente al carro recién llegado con los brazos en jarras.

—¡Pero mirad quién está aquí! ¡Eva la Negra! Seguramente intentarás probar tu suerte en todas partes. Pero aquí no hace falta que te quedes, porque esta vez el honorable señor Fulbert Schäfflein escogerá personalmente a las vivanderas que venderán sus mercancías.

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