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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (32 page)

BOOK: La dama del castillo
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Dos días más tarde llegó un caballero acompañado únicamente de su escudero cabalgando a toda prisa al encuentro de la tropa. El caballero Heinrich le ordenó a su gente que continuara su marcha y le hizo señas al recién llegado para que se acercase. El joven, que a juzgar por su rostro semioculto tras la visera no tendría más de dieciocho años, detuvo su caballo frente a él y lo saludó con cortesía.

—Dios sea con vos, noble señor. ¿Podríais permitirnos a mí y a mi escudero unirnos a vosotros?

—¿Queréis acompañarnos solamente hasta Núremberg o uniros a mi ejército?

El joven caballero pareció ponerse irascible de repente. —En principio, sólo hasta Núremberg. Aún no puedo decidir hacia dónde me dirigiré después.

El caballero Heinrich movió la cabeza en forma asertiva. —Faltan apenas dos o tres días para que alcancemos nuestro objetivo, y durante ese lapso sois bienvenido como compañero de viaje.

—Os doy las gracias. Mi nombre es Heribert von Seibelstorff. Soy el hijo de Heribald y he partido para recuperar la reputación perdida de mi familia.

Sus palabras sonaban un tanto exaltadas, pero parecían apropiadas para un muchacho joven de dieciocho años. El caballero Heinrich se llevó la mano derecha al pecho.

—Os doy la bienvenida, hidalgo Heribert. Mi nombre es Heinrich von Hettenheim.

Al oír aquel nombre, el caballero Heribert tiró con tanta fuerza de las riendas que su caballo alazán comenzó a revolverse, nervioso.

—No puedo afirmar que el nombre de Hettenheim sea de mi agrado, ya que fue un hombre de ese linaje quien arrojó a mi estirpe al deshonor —declaró, con una sinceridad implacable, mientras parecía estar a punto de desafiar a su interlocutor a luchar allí mismo.

El caballero Heinrich hizo un gesto de desdén, al tiempo que lanzaba una carcajada rabiosa.

—Hasta ahora, nunca he tenido nada que ver con vuestra familia. Seguramente os referís a mi primo Falko von Hettenheim, a quien es completamente atribuible un hecho de esas características. Dejadme deciros que él y yo estamos muy lejos de ser amigos.

—Entonces vos debéis de ser el hombre que heredará las posesiones de Falko von Hettenheim si el destino le niega hijos varones legítimos. Ya he oído hablar de vos.

Heinrich von Hettenheim apretó los labios, buscando una respuesta apropiada. Entretanto, los carros de bagaje que iban detrás de ellos se habían detenido. Eva la Negra descendió de su carro, le arrojó las riendas a uno de los soldados a caballo al que antes había mimado con sus panecillos y se acercó, curiosa. El joven Heribert retrocedió de manera involuntaria al ver a aquella anciana fea y se quedó mirándola con repugnancia. Eva no prestó atención a su actitud de rechazo, sino que lo siguió y tironeó de uno de sus estribos.

—¿Habéis dicho que sois el hijo del caballero Heribald? Yo he viajado con vuestro padre en reiteradas ocasiones, y me asombra que no tome personalmente venganza ante una injuria o una ofensa.

—Ciertamente lo habría hecho si aún estuviese con vida. Pero mientras lo traían malherido de regreso a nuestro castillo, donde falleció a causa de sus heridas después de pasar meses agonizando, otros en la corte del emperador enterraron su gloria para ensalzarse a sí mismos.

El hidalgo Heribert había vomitado esas palabras apasionadamente, pero entonces se percató de que le había dado abundante información a una simple vivandera. Resopló, irritado, y pasó junto a Eva con su caballo alazán sin volver a dignarse a mirarla. La vivandera se quedó observándolo con una sonrisa casi compasiva, luego alzó la cabeza como si tuviese que sacudir sus pensamientos y regresó con sus camaradas, que ahora también habían bajado porque la caravana se había atascado un poco más adelante.

—Hemos recibido refuerzos —les explicó con una sonrisa irónica—, si es que se puede llamar refuerzo a un chiquillo como este Heribert von Seibelstorff. Imaginaos, el hidalgo quería atacar a nuestro buen Heinrich sólo porque es un Hettenheim.

El resto de las vivanderas se echó a reír, mientras que Marie se incorporaba, patitiesa.

—¿Quién es el que vino? ¿Un caballero Seibelstorff?

—Sí, el hijo del viejo Heribald. Os digo que ése sí que era un combatiente experimentado, aunque no muy lúcido. Pero por su gente hubiese sido capaz de hacerse cortar en pedacitos. —Eva se mordió los labios y luego se encogió de hombros—. A juzgar por las palabras de su hijo, eso es exactamente lo que sucedió.

Como la caravana volvió a ponerse en movimiento, las mujeres se apuraron a regresar a sus carros y a tomar las riendas. Marie azuzó a sus animales, aunque su mirada iba más allá de sus cabezas y sus pensamientos giraban en el aire como hojas secas en el viento. El nombre de Heribald von Seibelstorff le resultaba más que familiar: supuestamente, su esposo había caído estando bajo sus órdenes. Más adelante, el joven Heribert ya se alineaba con su escudero en la caravana. ¿Acaso él podría proporcionarle la información que tanto buscaba? También se moría por saber por qué odiaba el nombre de Hettenheim hasta tal punto que había estado cerca de atacar al caballero Heinrich. Su comportamiento parecía confirmar la versión del caballero franco que había pasado algunos días como huésped en la corte del conde palatino y que con su versión de las batallas en el territorio de Bohemia se había ganado el enfado de éste. Sus palabras habían alimentado en Marie la sospecha de que Falko von Hettenheim podía llegar a estar involucrado en la desaparición de Michel. Resolvió interrogar al caballero Heribert esa misma noche.

Ese día, las horas parecieron transcurrir más lentamente que de costumbre. Reaccionaba con irritación ante cada mosca que revoloteaba a su alrededor, y por primera vez la alteró incluso el parloteo animado de Trudi. Al final, puso a la pequeña en brazos de Michi y le ordenó alimentarla con puré en vez de dejarle las riendas a él y atender ella misma a su hija, como de costumbre. Por la noche, una vez en el campamento, iba a pedirle que cuidara de Trudi, pero para entonces él ya se había escabullido para pedirle a Anselm que le mostrara cómo empuñar una lanza.

Marie consideró un momento la posibilidad de dejar a su hija al cuidado de alguna de las otras vivanderas, pero ellas seguían yendo y viniendo apresuradas entre sus carros y el fuego, efectuando los preparativos necesarios para la cena, y no tenían tiempo de cuidar a una criatura pequeña. Marie estaba demasiado nerviosa como para pensar en comer, de modo que alzó a Trudi en sus brazos y se dirigió hacia el lugar en el que se había establecido Heribert von Seibelstorff. Se había acostumbrado tanto a las miradas que la seguían cada vez que atravesaba el campamento que ya casi ni reparaba en ellas. La mayoría de los hombres la respetaban, y algunos incluso le salían al encuentro con cierta timidez, ya que ella era la mujer más bella de la expedición, y cuando llevaba a su hija en brazos parecía, tal y como cuchicheaban ellos entre sí, una de esas estatuas de la Virgen y el Niño que había en las grandes catedrales. Lo único que le faltaba para completar esa imagen a la perfección era el manto azul cielo. Cuando Marie se acercó a Heribert von Seibelstorff, el joven caballero estaba sentado delante de una carpa sencilla, malhumorado, y sólo reaccionó a la tercera vez que su escudero lo llamara para tenderle un plato de madera con unas salchichas asadas. El aroma que desprendían activó el hambre de Marie y al mismo tiempo le dio pie para iniciar una conversación con el hidalgo.

Marie se acercó a él sonriendo.

—Dios sea con vos, noble señor. Veo que habéis traído salchichas asadas como provisión. Como no suelen conservarse mucho tiempo, quisiera compraros algunas. Puedo daros a cambio plata, o también un par de vasos de vino.

Heribert von Seibelstorff reaccionó con disgusto, y estuvo a punto de rechazar a Marie con frases ásperas, pero todas sus palabras se le murieron en la lengua al mirarla. Jamás en su vida había visto una imagen más dulce que la de esa mujer con la niña. Se puso de pie sin darse cuenta de que su plato se resbalaba al suelo y la salchicha que aún no había comido rodaba por el pasto.

—¿Quién sois, hermosa mujer?

Sorprendido por su efusiva reacción, Marie retrocedió un paso. —Me llamo Marie y soy vivandera. —¿Marie? ¡Igual que la Santa Virgen, la madre de Dios! —Sólo me falta la «a» al final del nombre para ser una verdadera María.

Marie estaba acostumbrada a tratar con acólitos de Michel más bien jóvenes, y sabía que una palabra alegre o una broma a tiempo podían quitarles su inseguridad. En los labios de Heribert se dibujó enseguida una sonrisa jovial, y entonces el hidalgo recordó la pregunta de ella.

—¡Görch, trae cuatro salchichas asadas, pero que sean las mejores que tengas! —le gritó a su siervo. Éste arrojó una mirada triste a las salchichas que tenía delante sobre una parrillita y que en realidad estaban destinadas a él. Suspirando, puso las salchichas sobre una tabla y se las llevó a Heribert, quien a su vez se las cedió a Marie.

—Os lo agradezco, señor. Estas salchichas huelen realmente bien. Si saben igual, jamás habré comido unas mejores.

Sus alabanzas halagaron a Görch, que le sonrió con cierto orgullo.

—En ningún lugar hay salchichas tan deliciosas como las nuestras.

Entretanto, Marie había depositado a Trudi en el suelo y había empezado a degustar la salchicha con deleite. El siervo no había hecho promesas vanas. Ni siquiera Hiltrud, que se había convertido en una experta en el tema, hacía unas salchichas tan deliciosas como aquéllas.

—Gracias —le dijo Marie al hidalgo cuando terminó de comer la primera salchicha. Después le sonrió al escudero, que miraba con tristeza las tres restantes, que todavía estaban sobre la parrilla—. Una buena acción merece su recompensa. Tú y tu señor podéis tomar todo el vino que deseéis, yo os invito.

Heribert levantó sus manos en un gesto de moderación.

—Bastará con un vaso para mi escudero y otro para mí; si no, Görch se emborrachará como una cuba y mañana no servirá para nada.

—Pero señor, ¿cuándo...? —protestó el escudero, pero el hidalgo lo interrumpió de lleno.

—Hace apenas tres días, cuando te dije que partiríamos a la mañana siguiente para unirnos al ejército del emperador. Tuve que acostarte sobre la montura porque estabas demasiado ebrio como para montar sentado. —La voz de Heribert sonaba mansa, pero al mismo tiempo flotaba en ella la advertencia de que no volviera a llegar tan lejos. Luego se volvió hacia Marie—. Por favor, decidle al resto de las vivanderas que no le den a Görch más vino del que tolera.

Marie se percató de que él se dirigía a ella como a una dama de la nobleza, y se preguntó si se habría delatado de algún modo. Como no podía preguntarle por qué le otorgaba ese tratamiento tan respetuoso, esperó que nadie más lo notara o, en todo caso, que lo consideraran la exageración propia de un joven que se exaltaba con facilidad... lo cual seguramente era cierto.

Görch se sacudió como un perro mojado, atrayendo la atención hacia sí.

—Las vivanderas igual no me dan nada, señor, pues yo no tengo dinero.

—Mejor así —respondió el hidalgo Heribert con una sonrisa satisfecha, mientras invitaba a Marie con un gesto amable a sentarse junto a él sobre el tronco de un árbol.

Marie se alegró de no necesitar más excusas para entablar una conversación con él. Se sentó guardando una cierta distancia entre él y el joven y lo miró ladeando la cabeza. Él pareció volver a sentirse inseguro, ya que cuando quiso empezar a hablar, tragó saliva varias veces y extendió las manos hacia Trudi, quien caminaba con una agilidad asombrosa para su edad. Para asombro de Marie, su hija corrió al encuentro del hidalgo y dejó que éste la alzara en el aire.

—Me recuerda a mi hermanita —dijo Heribert, sonriendo. Su siervo abrió los ojos de par en par y lo miró, confundido.

—Pero señor, la señorita Helia ya tiene doce años.

—Pero hasta hace no mucho se parecía a esta pequeña. ¿Cómo te llamas? —Heribert sostuvo a la niña a la altura de su rostro y le sonrió.

—¡... udi! —le respondió sin ninguna timidez.

—Trudi. En realidad, Hiltrud —completó Marie.

—Un bello nombre para una bella niña —opinó el joven, al tiempo que miraba a Marie de una manera que dejaba muy claro a quién consideraba la más bella.

—Tiene diecisiete meses, pero es bastante alta y grande para su edad —le informó Marie, orgullosa.

—Pero seguramente vuestro padre habrá tenido otros caballeros bajo su mando además del tal Falko von Hettenheim... ¿Habéis oído hablar de Michel Adler alguna vez?

Heribald asintió, ensimismado.

—Oh, sí. Recuerdo muy bien ese nombre. Era un palatino como Hettenheim, pero a diferencia de él, se trataba de un hombre valeroso. Poco antes de morir, mi padre lamentó haberse dejado llevar por Falko y haber hecho oídos sordos a los sensatos consejos de Adler.

—El señor Heribald ha dicho que con Adler a su lado no se habría llegado a semejante catástrofe —intervino Görch.

—Quisiera saber qué ha sido del tal Michel Adler —indagó Marie.

—Dicen que cayó en una emboscada husita. Al menos eso es lo que afirmó Falko von Hettenheim. Él era el líder de la tropa a la cual Adler también pertenecía, y cayó con su gente en una trampa de los bohemios. Más tarde, durante aquella retirada funesta, uno de los sobrevivientes de aquel episodio recibió un hachazo y le confesó a mi padre poco antes de morir que Hettenheim había abandonado a Michel gravemente herido.

Marie se mordió la mano izquierda. Eso era lo que intuía desde hacía tiempo. Falko von Hettenheim había traicionado a su esposo, por lo tanto Michel pesaba tanto sobre su conciencia como si lo hubiese matado con sus propias manos. Pero aún se resistía a perder las esperanzas.

—¿Podría ser posible que Michel Adler aún estuviese con vida, ya sea como prisionero de los husitas o como fugitivo en los bosques bohemios?

Heribert sacudió la cabeza.

—Los husitas no dejan prisioneros con vida. Lo que mi padre contó acerca de sus crueldades le congelaría la sangre en las venas al más fuerte. Y aun si Adler hubiese logrado escapar de los rebeldes a pesar de sus heridas y hubiese sobrevivido en el bosque, a más tardar al llegar el invierno, cuando arrecia el viento del este, atravesando las montañas y enterrando todo bajo un manto de hielo y nieve, habría quedado a merced de la muerte.

El hidalgo arqueó las cejas, dirigiéndole a Marie una mirada penetrante.

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