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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (62 page)

BOOK: La dama del castillo
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—Después del toque de retreta está terminantemente prohibido abrir el grifo de los barriles —dijo uno de ellos.

—A menos que estéis dispuestas a pagar para que nosotros pasemos por alto esa prohibición —agregó Hasek, meciendo la pelvis provocativamente hacia delante y hacia atrás.

—¡Ah, os referís a eso! Bueno, podríamos discutirlo.

Helene se levantó la falda y giró de manera que el resplandor del fogón la iluminara justo en el triángulo cubierto de vello ensortijado entre sus muslos.

Hasek gimió de placer, echó mano de su bragueta, que comenzaba a hincharse, y extrajo su miembro. Pero cuando empezó a avanzar hacia Helene, ésta señaló hacia el barril.

—¡Primero la cerveza!

El otro guerrero sacó cuatro vasos de una bolsa y los llenó hasta el borde con la cerveza del último barril que habían abierto la noche anterior.

—Si lográis satisfacernos, tal vez os sirvamos un poco más.

—Estaréis más que satisfechos con nosotras —prometió Helene, al tiempo que recibía su vaso.

Mientras tanto, Marie se escondió detrás de los barriles apilados y constató con gran susto que había pasado por alto un dato fundamental. Cada uno de los barriles estaba firmemente tapado, y no podría abrirlos sólo con las manos. Al principio, su decepción fue tal que estuvo a punto de postrarla. Había fracasado ignominiosamente, y ahora sus compañeras se degradarían en vano. Pero entonces recordó la tosca pinza de hierro que se utilizaba para abrir las piqueras y miró a su alrededor, buscándola con la vista.

Cuando la vio tirada junto al barril abierto, Helene y Anni ya estaban siendo montadas intensamente por los guerreros, que gemían de placer. Marie se arrastró a cuatro patas alrededor de la pila, levantó la pinza y trepó sobre los barriles apilados. Al quitar la primera botana se produjo un ruido como un silbido. Ella se había arrimado bien a los barriles para que no la vieran, y contuvo el aliento, asustada. Pero los ruidos procedentes de más abajo le revelaron que los guardias seguían muy ocupados con sus amigas. Sólo pudo llegar hasta los barriles superiores, pero sabía perfectamente en qué orden se abrirían. De modo que calculó cuánto líquido debía verter en cada uno, y después de meditarlo un instante, echó en la piquera un cuarto del contenido de la primera vejiga. Al hacerlo, tuvo que contenerse para no estornudar con fuerza, tan fuerte era el olor del brebaje que le penetraba por la nariz. Sólo le cabía esperar que esa cosa no arruinara tanto el sabor de la cerveza que acabaran por tirarla. Cuando quiso volver a cerrar el barril, se topó con la siguiente dificultad: si le pegaba a la botana con la pinza, alertaría a todos los guardias del campamento. No le quedó más remedio que asegurar el tarugo de madera con las manos y esperar que los taboritas no notaran que algunos de los barriles se abrían con más facilidad que otros.

Cuando terminó de vaciar la segunda vejiga, tuvo que luchar contra una debilidad surgida del alivio que le impedía volver a descender de la pila de barriles. Respiró profundamente, oyó el arrullo con el que Anni y Helene engatusaban a los hombres y volvió a descender por el lado más oscuro. Después de haber dado algunos pasos más se dio cuenta de que se había quedado con la pinza. Regresó a toda prisa, vio a Helene y a Anni de pie junto a los hombres con unos jarros de cerveza de los cuales aún goteaba la espuma, riendo con ellos. Volvió a dejar la pinza donde la había encontrado, atravesó con cuidado el campamento, que le parecía extrañamente tranquilo, y se acurrucó en su lecho. Poco después regresaron Helene y Anni. Mientras se envolvían en sus mantas, intercambiaron en voz baja sus experiencias. Marie les contó que había tenido éxito, mientras Helene se repantingaba con deleite.

—Dime, Marie: ¿es pecado que a una le agrade yacer debajo de un hombre? Hoy me invadió una sensación que nunca antes había sentido.

Marie sacudió la cabeza hasta que se dio cuenta de que su amiga no podía verla en la oscuridad.

—No, no lo es. En realidad, cualquier mujer que se entrega a un hombre por propia voluntad debería experimentar esa sensación. Cuando estés casada con un hombre bueno, incluso lo disfrutarás.

—Creo que eso me gustaría —murmuró Helene, ya medio dormida—. Pero antes tengo que hallar un buen hombre.

Marie sonrió y se volvió hacia Anni.

—¿Fue muy horrible?

La muchacha se acurrucó más cerca de Marie.

—No me dolió. No fue como con el malvado caballero Gunter, que me provocó unos dolores fortísimos.

—Trata de no pensar más en ello, ya que cuando seas mayor y un hombre tierno te haga conocer el amor, a ti también te gustará.

Capítulo IV

Michi sintió un alivio casi infinito cuando por fin dejó atrás el cerco de los sitiadores y se hubo adentrado un trecho en el bosque sin ser descubierto. Ahora seguía el sendero por el que había venido con Marek, y cuando dejó de temer que alguien pudiese descubrirlo, echó a correr. Se moría por sorprender a sus amigos con todas las novedades de las que se había enterado. Pero muy pronto sintió que una fría desesperación crecía en su interior. Tenía la sensación de haber estado corriendo durante horas sin descubrir un solo rastro de la tropa del caballero Heinrich, y durante unos instantes se imaginó que la tropa se había retirado sin esperarlo. Luego se le ocurrió que tal vez había salido corriendo en la dirección equivocada y quiso dar la vuelta. Justo cuando se detuvo, vacilante, Marek emergió de la semioscuridad del bosque.

—¡Gracias al cielo que has regresado! Ya estábamos muy preocupados por ti. ¿Cómo están las cosas en el castillo?

—Tu señor y el caballero Michel me pidieron que te enviara saludos —respondió Michi, sonriendo.

Marek sacudió la cabeza, perplejo.

—¿El caballero Michel? ¿Y ése quién es?

—El hombre a quien vosotros llamabais «el alemán».

—¿El alemán es un caballero? ¡Quién lo hubiese dicho! Yo pensaba que era el comandante de alguna tropa de infantería.

Michi sonrió, loco de alegría.

—¡Incluso es un verdadero caballero imperial, y además es mi padrino!

Marek aspiró varias veces con fuerza y luego señaló hacia atrás.

—Acompáñame. El caballero Heinrich está esperando ansioso tu informe. —Y agregó, meneando la cabeza, como para sus adentros—: ¡El alemán, un caballero! Uno nunca deja de asombrarse.

El caballero Heinrich había hecho acampar a su tropa en un claro rodeado por bosques espesos. Había costado mucho trabajo llevar las carretas hasta allí, pero ahora estaban tan bien escondidos que los taboritas tendrían que haberse chocado directamente con ellos para descubrir el campamento. Cuando aparecieron Michi y Marek, los líderes estaban celebrando un consejo de guerra. El caballero Heinrich se interrumpió en mitad de la frase, se puso de pie de un salto y se dirigió hacia ellos, visiblemente aliviado.

—¡Michi! ¡Por fin! Ya todos estábamos preguntándonos si los husitas no te habrían atrapado y asado. Ven, siéntate. ¡Debes de estar muerto de hambre! Le diré a Eva que te traiga enseguida algo para comer.

Michi lo rechazó, visiblemente excitado.

—Me comí un cuenco grande de sopa esta mañana y una porción de tocino antes de partir. Prefiero empezar a contaros todo.

—¡Entonces siéntate!

El caballero Heinrich empujó al muchacho para que se sentara en el primitivo banco en el que estaban sentados Sprüngli y el hidalgo Heribert, mientras que él se quedó de pie, detrás de su silla de campamento, apoyándose sobre el respaldo y mirando a Michi con gesto invitador. Al mismo tiempo se preguntaba qué estaría sucediéndole a ese muchacho, ya que su cara daba una impresión demasiado alegre y picara para la gravedad de la situación que estaban atravesando.

El relato de Michi comenzó con la manera en la que había penetrado en el castillo y se había encontrado con la cocinera. Alabó su arte culinario, al igual que su carácter amable, y luego se puso a hablar de Sokolny y de aquello que más les interesaba a los hombres que lo rodeaban. El caballero Heinrich resopló cuando Michi relató sin más que el señor del castillo quería que traspasaran el cerco de los sitiadores y penetraran en el castillo al amanecer del tercer día.

—Será una lucha sangrienta, aun cuando pudiésemos sorprender a los tíos durmiendo.

Urs Sprüngli descargó un puñetazo sobre la tabla que hacía las veces de mesa.

—Será mejor que actuemos nosotros antes de que los husitas comiencen a perseguirnos por todo el bosque como a liebres.

Marek lanzó una sonora carcajada.

—Esos tíos andan revoloteando como las moscas alrededor de la bosta de vaca, y se nos están acercando cada vez más. No tardarán en encontrarnos y, cuando lo hagan, lo único que podría llegar a salvarnos sería tener alas para volar. ¡Pero yo no las tengo!

Mientras decía esas palabras, extendía los brazos como para demostrar su ausencia de plumas. Michi se reía a carcajadas, como un mocoso al que le acaba de salir bien una travesura.

—El caballero Michel lo planeó todo muy bien. Cuando nosotros entremos, la gente en el castillo atacará. Pero él duda de que haya demasiados husitas en condiciones de luchar, ya que la señora Marie les mezclará un líquido en el estofado que hará que la comida les caiga mal.

—¿Marie? ¿Qué Marie? —El hidalgo Heribert saltó como si lo hubiese picado un insecto venenoso—. No estarás refiriéndote a nuestra Marie, ¿no?

Satisfecho con el golpe de efecto causado, Michi asintió con la cabeza.

—Sí, exactamente, nuestra Marie. Ella y Anni son prisioneras de los husitas, y cuando vayamos, huirán con nosotros al castillo.

—¡Marie está viva! ¡Gracias al cielo y a todos los santos!

El hidalgo se hincó y unió sus manos para rezar.

Urs Sprüngli lo vio y torció el gesto en una mueca de reflexiva ironía.

—Te oí decir algo de un tal caballero Michel. Yo conocí a un hombre que se llamaba Michel Adler. Pero según se dijo, cayó muerto hace un par de años, víctima de una banda husita.

Michi sonrió con orgullo.

—¡No, no cayó! Estaba herido y Falko von Hettenheim lo abandonó, dejándolo desamparado. Pero gracias a Dios logró escapar de los husitas y huir a Falkenhain.

Urs Sprüngli dejó escapar el aire de los pulmones con un silbido.

—Si eso es verdad, entonces ya no tengo por qué preocuparme. Admiro mucho a Michel Adler. Lo que toma en sus manos, sale bien.

—Esperemos que así sea —intervino el caballero Heinrich, malhumorado.

De allí en adelante, entre los hombres se desató una conversación muy animada durante la cual siguieron bombardeando a Michi con toda clase de preguntas. Cuando por fin dejaron de prestarle atención, el muchacho se paró y fue hasta la carreta de Eva, junto a la cual había una marmita que pendía sobre un fuego casi imperceptible. La anciana vivandera lo vio venir y le alcanzó un cuenco bien lleno.

—Aquí tienes, Michi, debes de estar muerto de hambre.

Michi no lo estaba, pero de todos modos el puré encontró lugar de sobra en su estómago. Mientras comía, le sonrió a Trudi, que estaba parada cerca de allí, observándolo con la cabeza ladeada.

—¡Ven, preciosa! ¡Tengo unas maravillosas novedades! Encontré a tu mamá, y ella estará muy pronto con nosotros.

—¡Con eso no se bromea! Lo haces más difícil de lo que ya de por sí es para nuestra pequeña —lo amonestó Eva, aunque como respuesta sólo cosechó una sonrisa triunfante.

—Es la verdad. ¡Marie vive! Los husitas la tomaron prisionera y tiene que servirles como esclava. Pero en cuanto nos abramos paso hacia el castillo, ella se nos unirá.

—Claro, si las cosas resultan tan sencillas como vosotros os imagináis —respondió Eva en tono gruñón, al tiempo que le alcanzaba a Trudi una ciruela pasa.

Capítulo V

En la noche que siguió al regreso de Michi, prácticamente ninguno de los hombres en el campamento del caballero Heinrich pudo dormir, y el día siguiente transcurrió tan rápidamente que sólo terminaron con sus preparativos poco antes de que oscureciera. Heinrich von Hettenheim volvió a controlar una vez más cada detalle para asegurarse de que no hubiese por su culpa ningún incidente que les causara algún impedimento en el camino. Había meditado sobre si sería mejor dejar las carretas allí, pero finalmente había decidido que no. Por un lado, a Trudi y a las mujeres les resultaría casi imposible mantenerse al paso de los hombres en medio del tumulto de la batalla, y las carretas al menos les proporcionaban cierta protección. Y por el otro, no quería que todo el armamento que había traído cayera en manos del enemigo. Para no alertar a los husitas con el ruido de las ruedas reforzadas con hierro de las carretas, habían envuelto las ruedas con pasto, mantas y tela de carpa, y habían acolchado y asegurado todo lo que pudiera llegar a chocar entre sí y hacer ruido.

Bajo el último resplandor de la luz del día, el caballero reunió a sus hombres y señaló hacia el este, donde la cumbre del Lom se recortaba nítidamente en el cielo cada vez más oscuro.

—Sabéis lo que nos espera esta noche. Estamos frente a un enemigo muy superior y sólo tendremos posibilidades de entrar en el castillo si conseguimos sorprenderlos. Así que, por favor, aseguraos de que vuestras armas no chirríen por el camino y no emitáis sonido alguno. Liquidaré con mis propias manos a todo el que olvide estas premisas. Esto también vale para ti, Eva, y para el resto de las mujeres. No quiero oír ni maldiciones ni latigazos.

—Seremos tan sigilosas como las comadrejas cuando se acercan al gallinero —prometió Eva.

Labunik soltó una risita y le guiñó el ojo a Marek.

—¡No sabía que te interesaran tanto los gallineros! —Como el hidalgo Heribert se quedó mirándolo, perplejo, Labunik le explicó que Lasicek, el nombre de la estirpe de Marek, derivaba de la palabra checa para «comadreja». Entonces el resto de los presentes se echó a reír también, ganándose la cólera del caballero Heinrich.

—Me alegro de que estéis de tan buen humor, pero deberíais' demostrarlo en voz más baja. ¡Cualquier husita puede oíros a millas de distancia!

—¡Pero señor caballero, si los taboritas realmente estuvieran cerca, también os oirían a vos ahora! —respondió Marek con candidez, haciendo estallar a todos nuevamente en carcajadas.

Heinrich von Hettenheim reprimió una maldición que habría sobrepasado en mucho las voces de sus soldados y esbozó una sonrisa forzada. En cierto modo se sentía aliviado de que sus hombres marchasen a la batalla alegres y con el corazón bien resuelto en vez de andar arrodillados por el suelo, implorando a todos los santos habidos y por haber por la salvación de sus almas.

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