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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (69 page)

BOOK: La dama del castillo
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Falko von Hettenheim se estremeció como si lo hubiese atravesado un rayo, pero luego se abrió paso entre los nobles que lo rodeaban con el rostro desfigurado por la furia.

—¡Me pagarás esa ofensa con tu vida, tabernero bastardo!

—Dado que el emperador me halló digno de nombrarme caballero imperial del Sacro Imperio Romano Germánico, con vuestras palabras estáis ofendiéndolo a él también —respondió Michel con soltura.

El caballero Falko echaba espuma por la boca y rodeó con la mano la empuñadura de su espada mientras Michel seguía allí parado sin inmutarse, examinándolo como si se tratara de un extraño insecto. La mirada de Segismundo iba y venía de Falko a Michel, y las arrugas en su frente se profundizaron. Como creía en los milagros, tomó el regreso de Michel como una señal de que el cielo estaba dispuesto a volver a colocarle sobre la testa la corona de Bohemia. Volvió a recordar entonces los rumores que afirmaban que el caballero Falko había matado a campesinos bohemios indefensos en lugar de combatir con decisión al enemigo husita siendo un adalid del poder imperial. El mensaje que había traído Václav Sokolny desde Bohemia le abría el camino para volver a poner de su lado a los nobles de esa región, y no permitiría que nadie le obstruyera esa posibilidad. El emperador suponía que esa gente odiaba con toda su alma a Falko von Hettenheim, y comprendió que debería sacrificar a ese hombre si quería asegurarse la gratitud y la lealtad de la nobleza bohemia. Se trataba de un sacrificio que podía hacer sin que le pesara demasiado, ya que el mayor de los de Hettenheim le había hecho muchas promesas, pero no le había sido de mucha utilidad, mientras que Michel Adler le había prestado buenos servicios, e incluso era probable que fuese él el impulsor de aquel ofrecimiento de paz por parte de los calixtinos. Al menos había defendido de los rebeldes al hombre que le había transmitido el mensaje y lo había conducido hasta él.

El emperador levantó la mano para hacer callar a los presentes, que conversaban excitados sobre el episodio.

—Ha sido atacado el honor de un caballero —comenzó, mordiéndose los labios al oír que los amigos del caballero Falko aplaudían con entusiasmo. Pero ese entusiasmo se extinguió muy pronto, cuando Segismundo prosiguió con voz severa—: Si la acusación que Michel Adler acaba de manifestar se corresponde con la verdad, entonces se ha cometido con él un crimen digno de condena, una ofensa que solamente la muerte puede expiar.

Falko von Hettenheim aulló de furia.

—¡Mentiras, no son más que infames mentiras!

Marie se abrió paso hacia delante para mirar al hombre a los ojos.

—¡Parece que no lo son tanto, señor caballero! Mientras buscaba a mi esposo, pude oír muchas voces que os negaron el honor y el valor y os acusaron de ser culpable de la desaparición de mi esposo.

—¡Bah! ¿Qué estáis diciendo? ¿Quién puede dar crédito a las palabras de una ramera?

Falko von Hettenheim intentó defenderse apelando a la arrogancia, pero le temblaba la voz, y sus palabras descargaron sobre él toda la ira del emperador.

—¡La señora Marie es por mi voluntad una dama de la nobleza del Sacro Imperio Romano Germánico, y quien la desprecia está ofendiendo a una persona ungida por Dios! Deberéis responder por ello con vuestra lanza, señor Falko.

El caballero Falko comprendió que había perdido el favor imperial y que ahora su palabra en la corte valía menos que la de un bagajero.

—¡Enviaré al infierno a todo aquel caballero que se atreva a retarme a duelo!

—¡Yo me atrevo! —exclamó Heribert von Seibelstorff con voz cortante.

Michel apoyó la mano sobre el hombro del hidalgo y sacudió la cabeza.

—Vuestras intenciones merecen mi más profundo respeto, pero esta lucha me pertenece. Debo hacer ahora lo que por no haber hecho hace tres años provocó el sufrimiento y la miseria de tanta gente. Juro que mataré a este traidor y calumniador y que después haré una peregrinación a los catorce santos auxiliadores cerca de Bad Staffelstein para expiar mi parte de culpa en la muerte de tantos inocentes.

—¡A lo sumo serás enterrado allí, tabernero bastardo! —se burló Falko von Hettenheim, mirando a su alrededor en busca de aplausos. Pero el resto de los nobles se apartaron de él sin dignarse a mirarlo.

Michel examinó a su enemigo con agudeza y constató satisfecho que éste se había vuelto gordo y lento, y que sus movimientos revelaban una pereza que indicaba su falta de entrenamiento. Falko ostentaba una vestimenta mucho más suntuosa de lo que correspondía a un simple caballero, y llevaba en sus anillos unas piedras preciosas que no tenían nada que envidiarle a las que llevaría en sus manos un príncipe. Michel se preguntó a cuántas personas habría asesinado y saqueado para obtener semejante riqueza, y sintió que el odio que sentía hacia ese hombre amenazaba con asfixiarlo. Se dirigió hacia Falko, se quitó el guante de la mano derecha y se lo arrojó a su enemigo en la cara.

—Os reto a matar o morir, Falko von Hettenheim, ya que me urge librar al mundo de vos.

El caballero Falko se quedó inmóvil con el rostro lívido. Pero cuando Michel le volvió la espalda para ver la reacción de Segismundo a su reto, sacó su espada. Sin embargo, antes de que pudiera terminar de desenvainarla, János, el guardaespaldas del emperador, le puso el filo de su puñal en el cuello. Falko von Hettenheim volvió a guardar su espada resoplando de furia y se vio rodeado por varios caballeros que lo examinaron con desprecio.

El caballero Dietmar von Arnsberg se plantó delante de él.

—¡Eso sí que ha sido de lo más indigno!

El emperador le pidió a su confesor que rezara una oración y unió sus manos. Después del amén levantó la vista y se quedó mirando a Falko von Hettenheim como a un asqueroso gusano.

—El caballero Michel y vos os enfrentaréis mañana en el palenque para que Dios recompense al justo y castigue al injusto.

—Estoy dispuesto —declaró Michel con sencillez.

—¡Mañana morirás como un perro! —El caballero Falko escupió en el suelo delante de él para luego apartarse abruptamente.

Marie cogió a Michel del brazo y se quedó mirándolo con los ojos encendidos.

—¡Lo vencerás! Ahora sí que estoy bien segura de ello.

Capítulo XII

Marie no estaba tan tranquila como se había mostrado ante Michel, sino que se mantuvo en vela toda la noche, atormentándose con pensamientos tortuosos. Mientras que a los campesinos y a los burgueses acusados de algún crimen se les sometía de inmediato a torturas para obligarlos a confesar, a un asesino y calumniador como Falko von Hettenheim se le permitía demostrar su inocencia en un duelo. Aunque todos decían que Dios le otorgaría la victoria al hombre correcto, Marie había visto y vivido demasiadas cosas como para dudar de la justicia divina. No quería volver a perder a Michel. Si hubiese tenido la posibilidad de hacerlo, se habría acercado sigilosamente a Falko von Hettenheim para envenenarlo. Pero le faltaban los medios para hacerlo. De modo que no le quedaba más remedio que rezar en silencio y rogarle a la Virgen María que esta vez también ayudara a su esposo. Al fin y al cabo, los poderes celestiales lo habían salvado, y habían conducido a su mujer e hija hasta él para volver a reunir felizmente a los tres. Al pensar en Trudi, las arrugas en su frente se alisaron un poco. El solo hecho de pensar en ella haría que Michel no cometiese la imprudencia de subestimar a Hettenheim.

Marie recordó otra noche que, al igual que ahora, había pasado insomne junto a su esposo sin saber lo que le depararía el futuro. Ahora volvía a suceder. Como se le estaba durmiendo el brazo, giró hacia un lado asegurándose de no molestar a Michel, que esa noche necesitaba más que nunca descansar bien. Ella misma continuó entregada a sus pensamientos tortuosos, que regresaban una y otra vez como una rueda, y finalmente se alegró al advertir los primeros indicios de la mañana asomando por la ventana abierta. En ese momento debió de hacer algún movimiento, ya que Michel se dio la vuelta murmurando en sueños palabras en checo y en alemán.

Poco después golpearon a la puerta pidiendo permiso para entrar. Fuera había una criada trayendo agua para lavarse. Como hacía por lo menos tres años, Marie despertó a su esposo cuidadosamente y lo ayudó a prepararse. El emperador le había enviado a Michel ropa nueva, una camisa blanca del más fino lino, un sayo de lana y una guerrera blanca con una cruz paté negra para demostrar que Michel había participado en una cruzada convocada por el Papa contra los husitas. Así vestido, descendió por las escaleras de la mano de Marie y entró en la habitación en la que la esposa del posadero le había preparado un nutritivo desayuno. Allí lo estaban esperando también tres escuderos del séquito de Segismundo con una armadura y armas provenientes de la casa de armas personal del emperador. Con ellos había aparecido el capellán de Segismundo para leerle la misa a Michel y confesarlo. Marie se arrodilló también y comenzó a rezar. La ayuda que le hacía llegar el emperador a su esposo le demostraba a las claras a quién prefería como vencedor. Como ella no quería dejar librada la victoria de Michel únicamente a los poderes celestiales, se encargó de que después de la misa su esposo tomara un desayuno frugal pero suficiente, y luego controló a Anselm y a Górch mientras le ponían la armadura. Marie dio tres vueltas más alrededor de él, ya que no se cansaba de admirar lo bien que le sentaba a su esposo el obsequio del emperador. Cuando hizo su entrada en el patio, el hierro pulido brillaba como si fuese plata, y la luz de la clara mañana se reflejaba en él.

El emperador no sólo había puesto a disposición de Michel la armadura, sino también un majestuoso caballo negro de Brabante que, a pesar de su tamaño y de su evidente fuerza, tenía un aspecto muy elegante. Michel permitió que los escuderos lo ayudaran a montarlo y lo condujeran hasta atravesar las puertas que daban a la calle. Marie quiso salir corriendo detrás de él, pero Górch la detuvo, señalándole una delicada yegua gris que acababa de traer.

—Un regalo del emperador para vos, señora Marie.

Marie asintió contenta y luego se miró la ropa. En ese momento no disponía de ningún traje de montar, y la falda que tenía puesta más bien constituía un estorbo para andar a caballo. Sin embargo, logró trepar a la montura sin ayuda y salió con trote rápido detrás de Michel. Los cascos de la yegua repiqueteaban en el empedrado de forma irregular, y no sólo ello le hizo ver a Marie su falta de práctica. Su nuevo corcel disponía de un temperamento mucho más fuerte que su vieja Liebrecilla, de modo que tuvo que concentrar toda su atención para esquivar los cantos de las casas que sobresalían y fijarse para no atrepellar a los transeúntes que no saltaban a un lado con suficiente presteza. Tomó plena conciencia de que sobre la montura no tenía ni por asomo el garbo de Janka Sokolna, que en ese momento se le unió.

—¡No os preocupéis, señora Marie! ¡Pán Michel vencerá a ese traidor, sin duda!

—Claro que lo hará —respondió Marie.

La voz le sonaba firme, y de sus labios incluso brotó una leve sonrisa. Con todo, Marie sintió un profundo alivio cuando alcanzaron las puertas y pudieron dejar atrás la estrechez de la ciudad. El palenque en el que había hallado a Timo cojo se había conservado como campo de práctica para los caballeros, y allí era donde tendría lugar ahora el duelo proclamado juicio de Dios. El emperador ya había tomado su lugar en la tribuna, ornamentada y techada con finas telas. Cuando Marie hizo su aparición, se puso de pie, salió a su encuentro y le ofreció su mano. Marie se apeó de la yegua, se inclinó delante del emperador haciendo una ceremoniosa reverencia y dejó que él la condujera hasta el banco acolchado junto a la silla imperial, lugar reservado a los más prominentes del imperio. Segismundo la hizo tomar asiento a su derecha, dejando bien claro de qué lado estaba. Al conde Sokolny, a Heinrich von Hettenheim y al hidalgo Heribert también se les permitió sentarse cerca del emperador, mezclados entre los príncipes imperiales.

Marie no miró ni a los amigos ni a los príncipes, que la observaban con miradas curiosas mientras cuchicheaban entre sí, sino que se quedó con la vista clavada en el campo demarcado en el que Michel y su contrincante ya estaban ultimando los preparativos. Un sacerdote se paró entre ambos, los invitó a que hiciesen las paces con Dios y les impartió su bendición. Antes de bajarse la visera, los jinetes guiaron sus corceles hasta el palco del emperador, de manera que todos tuvieron oportunidad de advertir claramente tanto la expresión seria y la apariencia absolutamente controlada en el rostro de Michel como el semblante desencajado de Falko von Hettenheim.

—Pelead con Dios. Él dará la victoria a quien sea digno de ella.

Mientras pronunciaba esas palabras, el emperador contempló a Michel, y luego saludó elevando la mano. Ambos caballeros inclinaron la cabeza todo lo que la armadura les permitía para luego conducir a sus corceles hacia los dos extremos opuestos de la liza. Los escuderos les alcanzaron unas lanzas largas adornadas con cintas que para esta ocasión estaban provistas de afiladas puntas. El heraldo volvió a explicar las reglas y dio un paso a un lado. Ante una señal del emperador, levantó la varilla. Un golpe de trompetas resonó, y cuando el heraldo bajó la varilla, ambos caballeros espolearon a sus caballos.

Durante unos instantes que se le antojaron interminables, Marie sólo escuchó el ruido de los cascos de los caballos chocando contra el suelo duro de la pista, cada vez más veloces, y luego los contrincantes chocaron entre sí con un estruendo sordo. Marie vio que Michel se tambaleaba y reprimió un grito. Sin embargo, él se mantuvo sobre el caballo y levantó la lanza hecha añicos para indicar que se encontraba en perfecto estado. La lanza del caballero Falko también se había partido, y él parecía estar más furioso por no haber logrado derribar del caballo a su contrincante con la superioridad que le daba su peso. Ambos pidieron lanzas nuevas y volvieron a sus puestos al trote.

Marie sintió que su miedo se evaporaba, dando lugar a una creciente confianza. Si bien Michel no poseía tantas habilidades para el combate con lanza como el caballero Falko, éste estaba tan evidentemente sin forma que Marie supuso que hasta el hidalgo Heribert habría sido capaz de resistir su embestida.

Nuevamente las lanzas de ambos luchadores quedaron destrozadas. Esta vez fue Falko von Hettenheim quien se tambaleó, y la única razón por la cual no se cayó de la montura fue que su escudero llegó a tiempo para sostenerlo.

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