La dama del lago (12 page)

Read La dama del lago Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La dama del lago
13.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

Deteniéndose a la distancia prescrita de dos pasos, los caballeros hicieron una reverencia. Geralt y Regis les correspondieron, los cuatro mantuvieron el silencio ordenado por la tradición caballeresca, que debía durar diez latidos de corazón.

—Si los señores permiten —presentó Cabeza de Toro—, el barón Palmerín de Launfal. Yo, puede que los señores recuerden, me llamo...

—Barón de Peyrac-Peyran. Como si fuera posible olvidarlo.

—Tenemos algo para el señor brujo —fue al grano Peyrac-Peyran—. Relacionado con, por así decirlo, su profesión.

—Hablad.

—En privado.

—No tengo secretos para el señor Regis.

—Pero los nobles señores los tienen, con toda seguridad. —El vampiro sonrió—. Por eso, si me lo permitís, iré a echar un vistazo a aquel hermoso pabelloncito, que probablemente sea un recoleto excusado. Señor de Peyrac-Peyran... Señor de Launfal...

Se intercambiaron reverencias.

—Soy todo oídos. —Geralt quebró el silencio sin pensar ni por un instante que iba a esperar a que el corazón latiera diez veces.

—Se trata —Peyrac-Peyran bajó la voz y miró a su alrededor medrosamente— del súcubo... Va, de ese espíritu nocturno que embriaga. El que la condesa y las damas os pidieron destruir. ¿Os han prometido mucho dinero por matar al monstruo?

—Disculpad, pero esto es un secreto profesional.

—Por supuesto —habló Palmerín de Launfal, el caballero de la cruz de flores de lis—. En verdad es honorable vuestra actitud. Ciertamente, mucho temo injuriaros con nuestra propuesta, mas pese a ello la relataré. Romped ese contrato, señor brujo. No persigáis al súcubo, dejadlo en paz. No diciendo nada ni a la condesa ni a las damas. Y por mi honor, nosotros, hombres de Toussaint, superaremos la oferta de las damas. Os asombrará nuestra generosidad.

—La propuesta —dijo el brujo con voz fría— ciertamente no está muy lejos de la injuria.

—Don Geralt. —Palmerín de Launfal tenía una expresión dura y seria—. Os diré lo que nos ha impulsado a realizaros nuestra propuesta. Se trata de la fama que os rodea de que matáis tan sólo a aquéllas fieras que constituyen amenaza. Una amenaza real. No imaginada, surgida a partir de la ignorancia o los prejuicios. Permitid entonces que os diga que el súcubo no amenaza ni perjudica a nadie. Oh, embriaga en sueños... De vez en cuando... Y mortifica un poco...

—Pero sólo a los mayores de edad —añadió rápido Peyrac-Peyran.

—Las damas de Toussaint —dijo Geralt, mirando a su alrededor— no estarían demasiado contentas si se enteraran de esta conversación. Al igual que la condesa.

—Estamos completamente de acuerdo con vos —murmuró Palmerín de Launfal—. Es recomendable la más absoluta discreción. No conviene despertar mojigataterías dormidas.

—Abridme una cuenta en alguno de los bancos de enanos locales —dijo Geralt despacio y bajito—. Y asombradme con vuestra generosidad. Os advierto que no es fácil asombrarme.

—De todas formas, lo intentaremos —prometió Peyrac-Peyran con orgullo. Se intercambiaron reverencias de despedida.

Volvió Regis, quien, por supuesto, lo había escuchado todo con su oído vampírico.

—Ahora —dijo sin sonreír— también puedes decir por supuesto que ha sido un instinto involuntario y un impulso inexplicable. Pero te va a ser más bien difícil salirte de una cuenta abierta en un banco de enanos.

Geralt miró hacia lo alto, allá, por encima de las copas de los cipreses.

—Quién sabe —dijo—. Puede que pasemos aquí algunos días. Teniendo en cuenta las costillas de Milva puede que incluso más que algunos días. ¿Algunas semanas? Así que no hace ningún mal el que consigamos independencia financiera por este tiempo.

*****

—Así que de ahí salió la cuenta en el banco de los Gianfanelli. —Reynart de Bois-Fresnes meneó la cabeza—. Vaya, vaya. Si la condesa se enterara de ello habría de seguro cambios en los rangos, habría una nueva distribución de patentes. Ja, ¿y no puede ser que yo ascendiera? Doy mi palabra de que es una pena que no tenga cualidades de soplón. Cuéntame ahora algo del famoso banquete que me causaba tanta alegría. ¡Tanto anhelaba tomar parte en él, comer y beber! Y me mandaron a la frontera, a hacer guardia, con un frío y un tiempo de perros. ¡Qué desespero, la suerte del caballero...!

—Al gran banquete tan ruidosamente anunciado —comenzó Geralt— le precedieron preparativos importantes. Hubo que encontrar a Milva, que se había escondido en los establos, hubo que convencerla de que de su participación en el banquete dependía el destino de Ciri y casi del resto del mundo. Hubo que ponerle un vestido casi por la fuerza. Luego hubo que obligar a Angouléme a jurar que se comportaría como una dama, en especial que evitaría decir «puta» y «culo». Cuando por fin conseguimos todo esto y teníamos intenciones de descansar tomando vino, apareció el chambelán Le Goff, hinchado como vejiga de cerdo y oliendo a azúcar garrapiñado.

*****

—En tales circunstancias tengo que señalar —comenzó con voz nasal el chambelán Le Goff— que en la mesa de su señoría no hay lugares de segunda categoría, nadie tiene derecho a sentirse agraviado por el lugar que le sea asignado a la mesa. Sin embargo, aquí, en Toussaint, guardamos férrea observancia de las antiguas tradiciones y costumbres, y según estas costumbres...

—Id, señor, al grano.

—El banquete de mañana. Me es preciso disponer la mesa según los honores y los rangos.

—Claro —dijo serio el brujo—. Os diré qué y cómo. El más digno entre todos nosotros es Jaskier.

—El señor vizconde Julián —dijo el chambelán, frunciendo la nariz— es huésped extraordinariamente honorable. Como tal se sentará a la derecha de su señoría.

—Claro —repitió el brujo, serio como la misma muerte—. ¿Y en lo que a nosotros respecta no aclaró cuáles son nuestros rangos, títulos y honores?

—Aclaró —el chambelán carraspeó— sólo que vuesas mercedes se hallan de incógnito en trabajos caballerescos, y ciertos pormenores tales como vuestros verdaderos nombres, pabellones y títulos no os es dado revelar a causa de un juramento de armas.

—Ciertamente así es. ¿Entonces cuál es el problema?

—¡Pues que yo tengo que disponer la mesa! Huéspedes sois, amén de conmilitones del señor vizconde, así que de todos modos habré de sentaros cerca de la cabeza de la mesa... Entre los barones. Mas no puede ser que todos seáis iguales, dignos señores y dignas señoras, puesto que nunca es así que todos sean iguales. Si alguno de vosotros por rango o nacimiento fuera más alto, debiera sentarse a la mesa principal, junto a la condesa...

—Él —el brujo señaló sin vacilación al vampiro, el cual no lejos de allí admiraba con profunda concentración un gobelino que ocupaba casi toda la pared— es conde. Pero chitón. Es un secreto.

—Comprendo. —El chambelán por poco no se atragantó de la impresión—. Siendo así... Lo colocaré a la derecha de la condesa Notturna, noble y agraciada tía de la señora condesa.

—No lo lamentaréis, ni vos, ni la tía. —Geralt tenía un rostro como de piedra—. No tiene él igual ni en maneras, ni en el arte de la conversación.

—Complacido estoy de oírlo. Vos por vuestra parte, señor de Rivia, os sentaréis junto a la venerable doña Fringilla. Así manda la tradición. La llevasteis a la Cuba, así que sois... hummm... su caballero, por así decirlo...

—Comprendido.

—Estupendo. Ah, señor conde...

—¿Cómo? —se asombró el vampiro, que acababa de alejarse del tapiz que mostraba una escena de lucha de gigantes con cíclopes.

—Nada, nada —sonrió Geralt—, sólo conversábamos.

—Ajá. —Regis afirmó con la cabeza—. No sé si lo habéis advertido... Pero aquel cíclope, en el gobelino, oh, ése, el de la porra... Mirad los dedos de su pie. Él, atrevámonos a decirlo, tiene dos pies izquierdos.

—Ciertamente —confirmó el chambelán Le Goff sin una pizca de asombro—. Hay más de los tales gobelinos en Beauclair. El maestro que lo tejió era un verdadero maestro. Pero bebía muchísimo. Como artista que era.

*****

—Ya es hora —dijo el brujo, evitando la mirada de las muchachas excitadas por el vino y que le atisbaban a hurtadillas desde la mesa donde se entretenían con las profecías—. Vayámonos, Reynart. Paguemos, subamos a los caballos y vayamos a Beauclair.

—Sé adonde te corre tanta prisa. —El caballero enseñó sus dientes—. No tengas miedo, la de los ojos verdes te está esperando. Apenas es medianoche. Cuéntame del banquete.

—Te lo cuento y nos vamos.

—Nos vamos.

*****

La vista de lo que estaba colocado en una gigantesca mesa en forma de herradura recordaba explícitamente que el otoño ya estaba pasando y que se iba hacia el invierno. Entre las viandas que se apilaban en fuentes y bandejas dominaba la caza en todas sus versiones y formas posibles. Había allí grandes cuartos de jabalí, muslos y solomillos de ciervo, diversos tipos de foie gras, gelatinas y rosadas lonjas de carne, todo con otoñal guarnición de setas, arándanos, mermelada de ciruelas y salsa de escaramujo. Había aves de otoño, ave lira, urogallo, pavo real, servidas con decoración de plumas y colas, había gallina pintada al horno, codornices y perdices, cercetas, chochas, gangas y tordos. Había allí también verdaderas delicatessen, como zorzales asados en una pieza, sin destriparlos, puesto que las bayas de enebro de las que están llenas las entrañas de estos pequeños pájaros obran de especia natural. Había allí también truchas asalmonadas de los lagos montaraces, había sandías, había hígados de Iotas y lucios. Un acento verde lo ponían las collejas, un tipo de lechuga del otoño tardío que, si surgía tal necesidad, era posible hasta rebuscar bajo la nieve.

El muérdago sustituía a las flores.

En mitad de la parte superior de la herradura de la mesa de honor a la que se sentaban la condesa Anarietta y los invitados más importantes, sobre una gran bandeja de plata colocaron la decoración de la velada. Entre trufas, flores hechas de zanahoria, limones partidos por la mitad y corazones de alcachofa descansaba un enorme esturión y sobre su lomo había una garza que se sostenía sobre un solo pie y asada de una pieza que sujetaba en su pico alzado un anillo de oro.

—Juro por esta garza —gritó, levantándose y alzando la copa, Peyrac-Peyran, el caballero de la cabeza de toro en el escudo, bien conocido del brujo—. ¡Por esta garza juro defender el honor y el orgullo caballerescos y doy mi palabra y prometo que nunca, pero nunca, le dejaré el campo a nadie!

El juramento fue gratificado con una ronca ovación. Y luego se liaron con la comida.

—¡Juro por esta garza! —gritó otro caballero con unos agresivos bigotes retorcidos hacia arriba como una escoba—. ¡Juro defender hasta la última gota de sangre en mis venas las fronteras de su señoría Anna Henrietta! ¡Y para demostrar mejor mi lealtad, juro mandar que pinten en mi escudo una garza y luchar de incógnito durante un año, escondiendo mi nombre y pabellón y haciéndome llamar el Caballero de la Garza Blanca! ¡Salud a nuestra señora la condesa!

—¡Salud! ¡Suerte! ¡Viva! ¡Viva nuestra señora!

Anarietta agradeció con un leve ademán de su cabeza decorada con una diadema de diamantes. Llevaba tantos diamantes con ella que sólo con pasar al lado ya hubiera arañado el cristal. Junto a ella estaba sentado Jaskier, riéndose como un tonto. Un poco más allá, entre dos matronas, estaba sentado Emiel Regis. Iba vestido con un caftán de terciopelo negro con el que tenía aspecto de vampiro. Servía a las matronas y las entretenía con su conversación, que ellas escuchaban fascinadas. Geralt cogió un cuenco con una perca cubierta de perejil, sirvo a Fringilla Vigo, que estaba sentada a su izquierda, vestida con un traje de atlas violeta y un hermosísimo collar de amatistas que se disponía graciosamente sobre su escote. Fringilla, observándolo por debajo de sus negras pestañas, alzó la copa y sonrió enigmáticamente.

—A tu salud, Geralt. Me alegro de que nos hayan sentado juntos.

—Antes que acabes, no te alabes. —Le devolvió la sonrisa; estaba, al fin y al cabo, de buen humor—. Apenas ha comenzado el banquete.

—Al contrario. Lleva ya lo suficiente como para que me lances un piropo. ¿Cuánto voy a tener que esperar todavía?

—Eres extraordinariamente hermosa.

—¡Tranquilo, tranquilo, con más moderación! —Sonrió, y él hubiera jurado que de todo corazón—. A esta velocidad da miedo pensar adonde podemos llegar antes de que termine el banquete. Comencemos por... Hum... Di que tengo un vestido muy bonito y que me sienta muy bien el violeta.

—Te sienta muy bien el violeta. Aunque a mí, lo reconozco, me gustabas más de blanco.

Geralt distinguió un desafío en sus ojos color esmeralda. Le dio miedo aceptarlo. Su buen humor no llegaba hasta ese punto.

Enfrente habían puesto a Cahir y Milva. Cahir estaba sentado entre dos nobles damiselas muy jóvenes, probablemente baronesas, que no paraban de gorgojear. Por su parte, la arquera hacía compañía a un caballero viejo, sombrío y taciturno como una piedra que tenía el rostro lleno de cicatrices de viruela. Algo más allá estaba sentada Angouléme, metiendo bureo entre los jóvenes caballeros andantes.

—¿Y esto qué es? —gritó levantando un cuchillo de plata con la mano.

—Tales cuchillos son de uso en Beauclair —aclaró Fringilla— desde los tiempos de la condesa Carolina Roberta, abuela de Ana Henrietta. A Caroberta la ponía negra que durante los banquetes los invitados anduvieran hurgándose en los dientes con los cuchillos. Y con un cuchillo con la punta redondeada no hay forma de hurgarse.

—No hay forma. —Angoúleme se mostró de acuerdo, al tiempo que hacía una mueca picara—. ¡Por suerte nos han dado también los tenedores!

Fingió que se llevaba el tenedor a los labios, ante la amenazadora mirada de Geralt lo dejó. El caballerete que se sentaba a su derecha se rió con un vibrante falsete. Geralt tomó una cazuela de pato en aspic, sirvió a Fringilla. Vio cómo Cahir se partía en dos y hasta en tres para satisfacer los deseos de las baronesas, las cuales, por su parte, le miraban como si fuera el arco iris. Vio cómo los caballeros jóvenes remolineaban en torno a Angouléme, compitiendo en servirle las viandas y estallando en risas con sus bromas tontas.

Vio cómo Milva deshacía un pedazo de pan, mirando al mantel. Fringilla parecía leer sus pensamientos.

—Mal ha caído —susurró, inclinándose hacia él— tu compañera la de pocas palabras. En fin, tales cosas pasan al poner la mesa. El barón de Trastámara no peca de cortesía. Ni de elocuencia.

Other books

Mr. J. G. Reeder Returns by Edgar Wallace
Miral by Rula Jebreal
The Christie Caper by Carolyn G. Hart
Pulse - Part Two by Deborah Bladon
Red Hook by Gabriel Cohen
Doruntine by Ismail Kadare
Ink by Amanda Anderson