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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (4 page)

BOOK: La dama del lago
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Se interrumpió, miró por la ventana, al lago, al oscuro trazo de la barca del Rey Pescador, claramente dibujado en el dorado de la difusa superficie de las aguas.

—De momento descansa. Contempla los cuadros. En los armarios y vitrinas encontrarás álbumes y cartones de grabados, todos los relacionados con el tema de la leyenda. En la biblioteca están todas las versiones y transformaciones de la leyenda, también la mayor parte de las obras científicas. Dedícales algo de tiempo. Mira, lee, concéntrate. Quiero que tengas material para soñar. Un ancla, como dijiste.

—Lo haré. ¿Doña Nimue?

—Dime.

—Estos dos retratos... los que cuelgan el uno junto al otro... ¿tampoco son de Ciri?

—No existe retrato alguno de Ciri —repitió Nimue con paciencia—. Los artistas posteriores la representaron exclusivamente en escenas concretas, cada uno según su fantasía. En lo que respecta a estos retratos, éste de la izquierda también es más bien una variación libre del tema, puesto que presenta a la elfa Lara Dorren aep Shiadhal, una persona a la que la pintora no podía conocer. La pintora era Lydia van Bredevoort, a quien seguro que conoces de la leyenda. Otros de sus óleos que han sobrevivido se encuentran en la academia.

—Lo sé. ¿Y el otro retrato?

Nimue miró durante largo rato el cuadro. La imagen de una delgada muchacha de cabellos claros y mirada triste. Vestida con un vestido blanco de mangas verdes.

—Lo pintó Robin Anderida —dijo, al tiempo que se daba la vuelta y miraba a los ojos a Condwiramurs—. Y a quién representa... Tú me lo dirás, soñadora y oniromántica. Sueña con él. Y cuéntame tu sueño.

*****

El maestro Robin Anderida distinguió el primero al emperador mientras éste se acercaba, hizo una reverencia. Stella Congreve, condesa de Liddertal, se levantó e hizo una genuflexión, ordenando con un rápido gesto a la muchacha que estaba sentada en un sillón labrado que hiciera lo mismo.

—Mis saludos, señoras. —Emhyr var Emreis saludó con la cabeza—. Y mis saludos a ti también, maestro Robin. ¿Cómo va el trabajo?

El maestro Robin carraspeó turbado y se inclinó otra vez, limpiándose los dedos nerviosamente en el mandil. Emhyr sabía que el artista padecía de una aguda agorafobia y era de una timidez enfermiza. Pero a quién le importaba aquello. Lo importante era cómo pintaba.

El emperador, como era su costumbre durante los viajes, llevaba un uniforme de oficial de la brigada de la guardia Impera, armadura negra y capa con una salamandra de plata bordada. Se acercó, miró el retrato. Primero el retrato, sólo después a la modelo. Una delgada muchacha de cabellos claros y mirada triste. Vestida con un vestido blanco de mangas verdes con un pequeño escote adornado con un collarcito de peridotos.

—Extraordinario —dijo mirando conscientemente al vacío, para que no se supiera lo que estaba alabando—. Extraordinario, maestro. Por favor, continuad, no prestéis atención a mi persona. Si me permitís un momento, condesa.

Se alejó hacia la ventana, obligándole a ella a seguirle.

—Me voy —dijo en voz baja—. Asuntos de estado. Gracias por la hospitalidad. Y por ella. Por la princesa. Un buen trabajo, de verdad, Stella. De verdad que hay mucho que alabar. Tanto a ti como a ella.

Stella Congreve hizo una reverencia profunda y con gracia.

—Su majestad imperial es demasiado bueno con nosotras.

—No alabes el día hasta que haya llegado la tarde.

—Ah... —Ella apretó ligeramente los labios—. ¿Ciertamente?

—Ciertamente.

—¿Qué será de ella, Emhyr?

—No lo sé —respondió—. Dentro de diez días recomenzamos la ofensiva hacia el norte. Y se anuncia una guerra difícil, muy difícil. Vattier de Rideaux persigue las conjuras y complots dirigidos contra mí. La razón de estado me puede obligar a muchas y muy diversas cosas.

—Esta niña no es culpable de nada.

—He dicho: la razón de estado. La razón de estado no tiene nada que ver con la justicia. Al fin y al cabo...

Agitó una mano.

—Quiero hablar con ella. A solas. Acércate, princesa. Más cerca, más cerca, aprisa. El emperador lo ordena.

La muchacha hizo una profunda reverencia. Emhyr la midió con la mirada, volviendo con la memoria a aquella audiencia en Loc Grim tan preñada de consecuencias. Estaba lleno de reconocimiento, incluso de admiración, hacia Stella Congreve, quien, durante los seis meses que habían pasado desde entonces, había conseguido hacer de un patito feo una pequeña aristócrata.

—Dejadnos —ordenó—. Haz una pausa, maestro Robin, para lavar los pinceles, digamos. Por tu parte, condesa, te pido que esperes en el recibidor. Y tú, princesa, sal conmigo a la terraza.

La húmeda nieve que había caído por la noche había desaparecido bajo los primeros rayos del sol de la mañana, pero los tejados de las torres y pináculos del castillo de Darn Rowan seguían húmedos y brillaban de tal forma que parecían estar ardiendo. Emhyr se acercó a la balaustrada de la terraza. La muchacha —siguiendo la etiqueta— se mantenía a un paso por detrás de él. Con un gesto impaciente, el emperador la apremió para que se acercara.

El emperador guardó silencio largo rato, con las dos manos apoyadas en la balaustrada, con la vista fija en la montaña y en el verde eterno de los tejos que la cubrían, que resaltaban con claridad contra el blanco calizo de las fallas rocosas. Relucía el río, cinta de plata líquida que se retorcía por el fondo del valle. Podía olerse la primavera en el aire.

—Paso demasiado poco tiempo aquí —dijo Emhyr. La muchacha se mantuvo callada—. Vengo demasiado poco por aquí —repitió, girándose—. Y éste es un lugar hermoso y lleno de tranquilidad. Un paisaje hermoso... ¿Estás de acuerdo conmigo?

—Sí, majestad imperial.

—Se puede oler la primavera en el aire. ¿Tengo razón?

—Sí, majestad imperial.

Desde abajo, desde el patio, se escuchaba un cántico estorbado por el tintineo, el chirrido y el golpeteo de las herraduras. La escolta, informada de que el emperador había ordenado el viaje, se preparaba a toda prisa para el camino. Emhyr recordó que entre los guardias había uno que cantaba. A menudo. Y con independencia de las circunstancias.

Vuelve a mí compasiva los garzos ojos,

regálame enternecida donaires tuyos.

Recuérdame compasiva y no rechaces

sonora, la de Amor canción dolida en las

nocturnas horas.

—Bonita balada —dijo pensativo, tocando con los dedos su toisón de emperador.

—Bonita, majestad imperial.

—Vattier me asegura que ya está tras las huellas de Vilgefortz. Que encontrarlo no es más que una cuestión de días, como mucho de semanas. Caerán las cabezas de los traidores y se traerá a Nilfgaard a la verdadera Cirilla, reina de Cintra. Y antes de que llegue a Nilfgaard la auténtica Ciri, habrá que hacer algo con su doble. Alza la cabeza.

Ella obedeció.

—¿Deseas algo? —preguntó de pronto alzando la voz—. ¿Quejas? ¿Ruegos?

—No, majestad imperial. No tengo.

—¿De verdad? Curioso. En fin, no puedo ordenarte que los tengas. Alza la cabeza, como le corresponde a una princesa. ¿Stella te ha enseñado modales?

—Sí, majestad imperial.

Ciertamente. Bien le han enseñado, pensó. Primero Rience, luego Stella. Le enseñaron bien su papel y su rol, amenazándole seguro con que por una equivocación o un error pagaría con la tortura y la muerte. Le advirtieron que tendría que actuar ante un auditorio severo que no le perdonaría los errores. Ante el terrible Emhyr var Emreis, emperador de Nilfgaard.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con voz agria.

—Cirilla Fiona Elen Riannon.

—Tu verdadero nombre.

—Cirilla Fiona...

—No abuses de mi paciencia. ¡El nombre!

—Cirilla... —la voz de la muchacha se quebró como un palillo—... Fiona...

—Basta, por el Gran Sol —dijo él con los dientes apretados—. ¡Basta!

Ella sorbió con fuerza por la nariz. En contra de la etiqueta. Los labios le temblaban, pero eso la etiqueta no lo prohibía.

—Tranquilízate —le ordenó, aunque con una voz baja y casi suave—. ¿De qué tienes miedo? ¿Te avergüenzas de tu propio nombre? ¿Tienes miedo de reconocerlo? ¿Está ligado a algo que sea desagradable? Si te pregunto es sólo porque me gustaría dirigirme a ti por tu verdadero nombre. Pero he de saber cuál es.

—Cualquiera —respondió, y sus grandes ojos brillaron de pronto como esmeraldas de llamas brillantes—. Porque es un nombre cualquiera, majestad imperial. Un nombre justo para alguien que no es nadie. Mientras sea Cirilla Fiona, significo algo... Mientras...

La voz se le ahogó en la garganta de modo tan súbito que inconscientemente se echó mano al cuello, como si lo que tenía en él no fuera un collar, sino un asfixiante garrote vil. Emhyr la seguía midiendo con la vista, lleno de admiración hacia Stella Congreve. Al mismo tiempo sintió rabia. Una rabia sin motivo. Y por eso aún más terrible. Qué es lo que yo quiero de esta niña, pensó, sintiendo cómo la rabia se le acumulaba, cómo le ardía, cómo rompía a hervir como la sopa en el caldero. Qué es lo que yo quiero de esta niña que...

—Has de saber que yo no tuve nada que ver con tu rapto, muchacha —dijo, agrio—, no tuve nada que ver con que te trajeran aquí. No lo ordené. Me engañaron...

Estaba enfadado consigo mismo, consciente de que estaba cometiendo un error. Debiera haber concluido aquella conversación hacía ya mucho rato, terminarla con gracia, con poderío, amenazadoramente, como un emperador. Debía olvidarse de aquella muchacha y de sus ojos verdes. Aquella muchacha no existía. Era un doble. Una imitación. Ni siquiera tenía nombre. No era nada. Y un emperador no habla con alguien que no es nada. Un emperador no reconoce sus errores ante alguien que no es nada. Un emperador no pide perdón, no se humilla ante alguien que...

—Perdóname —dijo, y las palabras le eran ajenas, se le pegaban desagradablemente a los labios—. Cometí un error. Sí, cierto, soy culpable de lo que te ha pasado. Culpable. Pero te doy mi palabra de que no te amenaza nada. No te sucederá nada malo. Ningún daño, ningún menoscabo, ninguna pena. No tienes que tener miedo.

—No tengo miedo. —Alzó la cabeza y, en contra de la etiqueta, le miró directamente a los ojos.

Emhyr tembló, alcanzado por la honestidad y confianza de su mirada. Pero se recuperó al instante, imperial y digno hasta la náusea.

—Pídeme lo que quieras.

Ella le miró de nuevo, y él, contra su voluntad, recordó aquellas innumerables veces en las que de aquel mismo modo había comprado tranquilidad de conciencia por la ruindad cometida contra alguien. Y alegrándose, en lo profundo de su mente, de pagar tan poco por ello.

—Pídeme lo que quieras —repitió, y como estaba ya cansado, la voz se le hizo de pronto más humana—. Te otorgaré lo que desees.

Que no me mire, pensó. No aguanto su mirada.

Al parecer, la gente me tiene miedo. ¿Y a qué tengo yo miedo?

Que le den a Vattier de Rideaux y a su razón de estado. Si ella me lo pide, ordenaré que la devuelvan a su casa, a donde sea que la raptaran. Ordenaré que la lleven en una carroza de arreos de oro. Basta con que lo pida.

—Pídeme lo que quieras —repitió.

—Os lo agradezco, majestad imperial —dijo la muchacha, bajando los ojos—. Su majestad imperial es muy liberal y muy generosa. Si pudiera pedir algo...

—Habla.

—Quisiera quedarme aquí. Aquí, en Darn Rowan. En casa de doña Stella.

No le asombró. Se imaginaba algo así.

Su discreción le contuvo de hacer preguntas que podían haber sido humillantes para ambos.

—Te di mi palabra —dijo con voz fría—. Que se cumpla tu voluntad.

—Gracias, majestad imperial.

—Di mi palabra —repitió, intentando evitar su mirada— y la mantendré. Sin embargo, pienso que has elegido mal. No has escogido el deseo que debieras. Si cambiaras de opinión...

—No la cambiaré —dijo, cuando estuvo claro que el emperador no iba a terminar—. ¿Por qué la iba a cambiar? Elegí a doña Stella, elegí cosas de las que siempre tuve poco en mi vida... Un hogar, calor, bondad... Corazón. No se puede errar cuando se elige algo así.

Pobre, ingenua criatura, pensó el emperador Emhyr var Emreis, Deithwen Addan yn Carn aep Morvudd, el Fuego Blanco que Baila sobre las Tumbas de sus Enemigos. Precisamente al elegir tales cosas es cuando se comete el más terrible de los errores. Pero algo —quizá recuerdos largo tiempo olvidados— le impidió al emperador decirlo en voz alta.

*****

—Interesante —dijo Nimue, mientras escuchaba el relato—. Un sueño en verdad interesante. ¿Has soñado algo más?

—¡Buff! —Condwiramurs cortó la punta del huevo con un golpe rápido y seguro de un cuchillo—. ¡Todavía me da vueltas la cabeza después de ese desfile! Pero esto es normal. La primera noche en un lugar nuevo produce siempre sueños caóticos. Sabes, Nimue, dicen de nosotras, las soñadoras, que nuestro talento no radica en el hecho de que soñemos. Si descontamos las visiones en estado de trance o bajo hipnosis, nuestros sueños no se diferencian de los sueños de otras personas ni en intensidad, ni en abundancia, ni en carga precognitiva. Nos diferencia, y eso es lo que implica nuestro talento, algo completamente distinto. Nosotras recordamos los sueños. Pocas veces olvidamos lo que hemos soñado.

—Porque vuestras glándulas de secreción interna funcionan atípicamente y de una forma especial —la cortó la Dama del Lago—. Vuestros sueños, dicho de forma un tanto trivial, no son otra cosa que endorfinas inyectadas en el organismo. Como la mayoría de los talentos mágicos naturales, también el vuestro es prosaicamente orgánico. Pero por qué cuento algo que tú misma sabes de sobra. Dime, ¿qué más sueños recuerdas?

—Un muchacho joven —Condwiramurs frunció el ceño— que camina por campos desiertos con un hato al hombro. Los campos están vacíos, primaverales. Sauces... Junto a los caminos y en las lindes. Sauces torcidos, horadados, deformes... Desnudos, todavía sin hojas. El muchacho camina, mira a su alrededor. Cae la noche. En el cielo aparecen las estrellas. Una de ellas se mueve. Es un cometa. Una chispa rojiza y movediza, que corta el firmamento a saltitos...

—Bravo. —Nimue sonrió—. Aunque no tengo ni idea de quién es la persona con la que has soñado, por lo menos se puede datar con precisión el acontecimiento. El cometa rojo se vio durante seis días, la primavera de la firma de la paz de Cintra. Exactamente en los primeros días de marzo. ¿También en el resto de los sueños hay algo que permita datarlos?

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