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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (2 page)

BOOK: La dama del lago
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—No sabía que las hadas comieran.

—Las hadas, las hechiceras y las elfas. Todas comen. Beben. Y demás.

—¿Cómo?

—No importa.

Cuanto más la observaba, más iba perdiendo el aura mágica y se iba haciendo más humana y normal, vulgar incluso. Sin embargo, sabía que no era así, que no podía ser así. No se encuentra uno a muchachas vulgares en las faldas de Y Wyddfa, en las cercanías de Cwm Pwcca, bañándose desnudas en los lagos de montaña y lavándose camisas ensangrentadas. Daba igual el aspecto que tuviera aquella muchacha, en ningún caso podía ser una criatura terrenal. Pese a saber eso, Galahad podía ya mirar tranquilamente y sin temor supersticioso sus cabellos de ratón que, para su asombro, ahora que estaban secos, brillaban atravesados por vetas de un gris entre plateado y blanquecino. Podía ya mirar sus manos delgadas, su pequeña nariz y sus pálidos labios, su traje de hombre, de corte un tanto extraño, confeccionado de una tela delicada de nudo extraordinariamente denso. Y su espada, de extraña factura y ornamentación, pero que no parecía sólo un adorno para los desfiles. Y sus pies desnudos, cubiertos de arena seca de la playa.

—Para que quede claro —habló ella, limpiándose un pie con el otro—, yo no soy una elfa. Hechicera, es decir hada, sí que soy, aunque... más bien atípica. Eh, creo que no lo soy siquiera.

—Pues lo siento, de verdad.

—¿Qué es lo que sientes?

—Dicen... —Se ruborizó y tartamudeó—. Dicen que las hadas, cuando se encuentran por casualidad con los jóvenes, los llevan consigo a Elfland y allí... Bajo los arbustos del bosque, sobre un lecho de musgo, les muestran...

—Entiendo. —Ella le lanzó una corta mirada, tras la que dio un fuerte mordisco a su salchicha—. En lo que se refiere al País de los Elfos —dijo, tragando—, hace algún tiempo que salí huyendo de allí y no tengo prisa alguna en volver. En lo tocante al lecho de musgo... Cierto, Galahad, no has dado con la Dama que hacía falta. Pese a ello, agradezco los buenos deseos.

—¡Señora! No quería faltaros...

—No te excuses.

—Y todo porque —balbuceó— sois tan hermosa.

—Te doy las gracias de nuevo. Pero esto no cambia nada.

Guardaron silencio durante un rato. Hacía calor. El sol en su cénit calentaba las piedras agradablemente. Un leve golpe de viento, arrugó la superficie del lago.

—¿Qué significa...? —habló de pronto Galahad con voz exaltada—. ¿Qué significa un paje con una lanza de la que mana sangre? ¿Qué significa y por qué sufre el rey tullido? ¿Qué significa una dama de blanco que lleva el graal, una copa de plata?

—Y aparte de eso —le interrumpió ella—, ¿te va todo bien?

—No hago más que preguntar.

—Y yo no entiendo tus preguntas. ¿Es alguna contraseña? ¿Una señal por la que se reconocen los que están en el secreto? Ten la merced de explicarlo.

—No soy capaz de hacerlo mejor.

—Entonces, ¿por qué preguntas?

—Porque... —habló desconcertado—. Bueno, por decirlo en pocas palabras... Uno de los nuestros no preguntó cuando tuvo ocasión. Se le comió la lengua el gato, o le dio vergüenza... No preguntó y por esa razón sucedieron muchas desgracias. Así que ahora preguntamos siempre. Por si acaso.

—¿Hay hechiceros en este mundo? Sabes, de ésos que tratan en magias. Magos. Taumaturgos.

—Merlín. Y Morgana. Mas Morgana es mala.

—¿Y Merlín?

—A medias.

—¿Sabes dónde lo puedo encontrar?

—¡Por supuesto? En Camelot. En la corte del rey Arturo. Precisamente allí me dirijo.

—¿Lejos?

—De aquí a Powys, al río Hafren, luego siguiendo el Hafren hasta Glevum, junto al mar de Sabrina y desde allí ya está cerca el País del Verano. En total, como unos diez días de camino...

—Demasiado lejos.

—Se puede acortar un poco el camino —tartamudeó— yendo a través de Cwm Pwcca. Pero es un valle maldito. Es horrible. Allí viven los Y Dynan Bach Tég, unos enanos malvados...

—¿Y es que tú llevas la espada para los desfiles?

—¿Y qué puede hacer la espada contra la magia?

—Puede, puede, no tengas miedo. Yo soy una bruja. ¿Has oído hablar de ello alguna vez? Eh, por supuesto que no lo has oído. Y a mí no me amedrentan esos tus enanos. Tengo bastantes amigos entre los menudos.

Seguro, pensó.

—¿Dama del Lago?

—Me llamo Ciri. No me llames Dama del Lago. Me trae recuerdos desagradables, penosos, nefastos. Así me llamaban ellos, en el País... ¿Cómo has llamado a ese país?

—Faérie. O, como dicen los druidas: Annwn. Y los sajones lo llaman Elfland.

—Elfland... —Se cubrió los hombros con una manta picta a cuadros—. He estado allí, ¿sabes? Entré en la Torre de la Golondrina y cataplúm, ya estaba entre los elfos. Y ellos me llamaban precisamente así. Dama del Lago. Al principio hasta me gustaba. Me halagaba. Hasta el momento en que comprendí que en aquel país, en aquella torre y junto a aquel lago no era yo señora, sino cautiva.

—¿Fue allí —él no lo resistió— donde os manchasteis la camisa de sangre?

Calló durante largo rato.

—No —dijo por fin, y la voz, le dio la impresión, le temblaba ligeramente—. Allí no. Tienes ojos agudos. En fin, no se puede huir de la verdad, no hay por qué meter la cabeza en la arena... Sí, Galahad. Me he manchado a menudo en los últimos tiempos. Con la sangre de los enemigos a los que maté. Y con la sangre de los amigos a los que intentaba salvar... y que murieron en mis manos... ¿Por qué me miras así?

—No sé si seáis de origen etéreo o acaso la dama de la muerte... O una de las diosas... O acaso seáis habitante de los celestiales valles...

—Al grano, por merced.

—Me gustaría —los ojos de Galahad ardían— escuchar vuestra historia. ¿Querríais contarla, oh, señora?

—Es larga.

—Tenemos tiempo.

—Y no acaba demasiado bien.

—No lo creo.

—¿Por qué?

—Cantabais cuando os bañabais en el lago.

—Eres observador. —Volvió la cabeza, apretó los labios y su rostro se arrugó y afeó de pronto—. Sí, eres observador. Pero muy inocente.

—Contadme vuestra historia. Por favor.

—En fin —suspiró—. Bien, si quieres... Te la contaré.

Se sentó con mayor comodidad. Y él también se sentó con mayor comodidad. Los caballos se acercaron al borde del bosque, mordisqueando hierbas y helechos.

—Desde el principio —le pidió Galahad—. Desde el mismo principio...

—Esta historia —dijo ella al cabo, bien apretada en la manta picta— me parece a mí cada vez más una historia que no tiene principio. Tampoco tengo la seguridad de que se haya terminado. Has de saber que el pasado y el futuro se entremezclan terriblemente. Incluso hubo cierto elfo que me dijo que es como esa serpiente que clava los dientes en su propia cola. Esta serpiente, para que lo sepas, llámase Uroboros. Y el que muerda su propia cola significa que el círculo está cerrado. En cualquier instante se esconden a la vez el pasado, el presente y el futuro. En cualquier instante se encuentra la eternidad. ¿Entiendes?

—No.

—No importa.

Capítulo 2

Era En verdad os digo, quien cree en los sueños es como aquél que quiere atrapar los vientos o aferrar la sombra. Se engaña con imágenes de curvo y falaz espejo que miente o discurre despropósitos cual mujer de parió. De modo que necio es quien a las visiones de los sueños concede crédito y se adentra en el camino de las quimeras. Mas todo aquél que precie de menos los sueños y en nada los tenga, procede también con poco seso. ¿Pues acaso si los sueños no hubieran de tener sentido alguno, nos habrían dotado los dioses de la capacidad de soñar?

La sabiduría del profeta Lebioda, 34:1

*****

All we see or seem

Is but a dream within a dream

Edgar Allan Poe

*****

Un vientecillo arrugó la superficie del agua, que bullía como una cazuela, y desterró los dispersos retazos de niebla. Los escálamos chirriaban y golpeteaban rítmicamente, las palas de los remos sembraban una granizada de brillantes gotitas. Condwiramurs apoyó la mano en la borda. La barca navegaba a una velocidad tan lenta que el agua apenas se alzaba y caía sobre sus dedos.

—Ah, ah —dijo ella, confiriendo a la voz tanto sarcasmo como le fue posible—. ¡Pero qué deprisa! Si hasta parece que volamos sobre las olas. ¡La cabeza da vueltas!

El remero, un hombre bajo, torvo y compacto, gruñó algo ininteligible y rabioso, sin alzar siquiera la cabeza, cubierta de un cabello tan digno y crespo como el de una oveja caracul. La adepta estaba ya muy harta de los gruñidos, carraspeos y jadeos con los que aquel palurdo despachaba sus preguntas desde que ella había subido a la barca.

—Cuidado —dijo, marcando las palabras y manteniendo la calma con dificultad—. De remar con tanta fuerza le pueden dar a uno unas infosuras.

Esta vez el hombre alzó un rostro tostado, de piel tan oscura como si hubiera sido curtida. Murmuró, tosió, señaló con un movimiento de una barbilla cubierta de gris pelambre a una cabria de madera atada a la borda y una cuerda tensada por el movimiento de la barca que desaparecía en el agua. Convencido a todas luces de que la explicación había sido suficiente, continuó remando. Al mismo ritmo que antes. Remos arriba. Pausa. Remos hasta la mitad de las palas en el agua. Larga pausa. Remada. Una pausa todavía más larga.

—Ajá —dijo Condwiramurs con soltura mientras miraba al cielo—. Entiendo. Lo importante es el señuelo que va arrastrando detrás de la barca, que debe moverse a la correspondiente velocidad y a una profundidad apropiada. Lo importante es la pesca. El resto no importa.

Era algo tan evidente que el hombre ni siquiera se tomó la molestia de gruñir o carraspear.

—¿A quién le puede interesar —continuó Condwiramurs su monólogo— el que lleve viajando toda la noche? ¿Que esté hambrienta? ¿Que el trasero me pique y me duela por culpa de este banco duro y húmedo? ¿Que tenga ganas de mear? No importa, lo importante es la pesca de arrastre. Y al fin y al cabo para nada. El señuelo que llevamos arrastrando horizontalmente en medio de la corriente no va a capturar nada en una arcilla de veinte brazas de profundidad.

El hombre alzó la cabeza, la miró con una expresión amenazadora y refunfuñó en un tono muy, pero que muy hostil. Relucieron los dientes de Condwiramurs, contenta consigo misma. El palurdo seguía remando con lentitud. Estaba enfadado. Se dejó caer sobre el banco de popa y cruzó las piernas. De forma tal que en el doblez de la falda se viera mucho.

El hombre gruñó, apretó sobre los remos sus manos callosas, haciendo como que no miraba más que la cuerda de arrastre. Por supuesto, ni se le ocurrió apresurar la velocidad de su remado. La adepta suspiró resignada y se entretuvo en observar el cielo. Los escálamos chirriaban, brillantes gotitas salpicaban desde las palas de los remos. Entre la niebla que se iba alzando rápidamente fue surgiendo el borroso contorno de una isla. Y alzándose sobre ella el oscuro y abombado obelisco de una torre. El palurdo, aunque sentado de espaldas y sin poder verlo, reconoció de alguna forma que ya casi habían llegado. Sin apresurarse, colocó los remos en la borda, se levantó, comenzó a coger poco a poco la cuerda con la cabria. Condwiramurs, todavía con las piernas cruzadas, silboteó mientras miraba al cielo.

El hombre recogió del todo la cuerda, echó un vistazo al señuelo, un gran cucharón de hojalata con un gancho de tres puntas y una mosca de lana roja.

—Ay, ay —dijo Condwiramurs con voz dulce—. No hemos pillado nada, oh, qué pena. Qué raro, ¿por qué tenemos tan mala suerte? ¿No será que la barca iba demasiado deprisa?

El hombre le lanzó una mirada que decía cosas muy feas. Se sentó, carraspeó, escupió por la borda, agarró los remos con sus manos nudosas, estiró la espalda. Los remos chapotearon, se agitaron en los escálamos, la barca se lanzó por el lago como una flecha, el agua se «remolinaba con un rumor en la proa, giraba alejándose de la popa. Recorrieron la distancia de un cuarto de tiro de arco que les separaba de la isla en menos de dos gruñidos. La barca se empotró en la arena can tal ímpetu que Condwiramurs se cayó del banco. El hombre gruñó, carraspeó y escupió. La adepta sabía que traducido a la lengua de la gente civilizada significaba: lárgate de mi barca, arpía sabihonda. También sabía que no podía contar con que la llevara en brazos. Se quitó los zapatos, alzó la falda hasta una altura provocadora y bajó de la nave. Se tragó una maldición porque las conchas se le clavaban dolorosamente en los pies.

—Gracias por el viaje —dijo con los dientes apretados.

Sin esperar gruñido de respuesta y sin mirar a su alrededor, anduvo descalza en dirección a las escaleras de piedra. Todas las incomodidades y padecimientos desaparecieron sin dejar rastro, borrados por una excitación creciente. Se hallaba pues en la isla de Inis Vitre, en el lago de Loe Blest. Estaba en un lugar casi legendario, en el que solamente podían residir unos pocos elegidos.

La niebla de la mañana se había alzado casi del todo, la bola roja del sol comenzó a brillar con fuerza en el cielo mate. Alrededor de los matacanes de la torre planeaban las gaviotas, pasaban raudos los vencejos.

En la cúspide de las escaleras que conducían de la playa a la terraza, apoyada en la estatua de una quimera acuclillada y sonriente, estaba, de pie, Nimue. La Dama del Lago.

Era de complexión delicada y bajita, no medía más de cinco pies. Condwiramurs había oído hablar de que cuando era joven la habían llamado «Pulgarcita», ahora veía que el sobrenombre era acertado. Pero estaba segura de que al menos desde hacía medio siglo nadie se había atrevido a llamar así a la pequeña hechicera.

—Soy Condwiramurs Tilly —se presentó con una inclinación, un tanto turbada, aún con los zapatos en la mano—. Estoy contenta de poder estar en vuestra isla, Dama del Lago.

—Nimue —le corrigió despacio la pequeña maga—. Nimue y nada más. Podemos ahorrarnos los títulos y los epítetos, señora Tilly.

—En tal caso yo soy Condwiramurs. Condwiramurs y nada más.

—Entonces, con tu permiso, Condwiramurs. Hablaremos durante el desayuno. Adivino que tienes hambre.

—No lo niego.

Para el desayuno había requesón, cebolletas, huevos, leche y pan de centeno, que le sirvieron dos criadas jovencitas, silenciosas y que olían a almidón. Condwiramurs comía sintiendo sobre ella la mirada de la pequeña hechicera.

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