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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (6 page)

BOOK: La dama del lago
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Un sueño agradable y tierno.

Bueno, pensó Condwiramurs. Que así sea.

*****

—Resulta que sé lo que estuvo haciendo el brujo durante el invierno en Toussaint.

—Vaya, vaya. —Nimue apartó la vista por encima de los oculares del grimorio encuadernado en piel que estaba valorando—. ¿Así que al final has soñado algo?

—¡Y cómo! —dijo emocionada Condwiramurs—. ¡Lo soñé! El brujo Geralt y una mujer de cabellos negros cortos y ojos verdes. No sé quién podía ser. ¿Quizá la condesa acerca de la que escribe Jaskier en sus memorias?

—No debes de haber leído con atención —la enfrió un tanto la hechicera—. Jaskier describe a la condesa Anarietta con todo detalle, y otras fuentes confirman que tenía los cabellos, cito, de color castaño, brillantes, una aureola parecida al oro.

—Así que no es ella —estuvo de acuerdo la adepta—. Mi mujer era morena. Como este carbón, de verdad. Y el sueño era... hummm... interesante.

—Te escucho con atención.

—Estaban hablando. Pero no se trataba de una conversación normal.

—¿Qué era lo extraordinario?

—La mayor parte del tiempo ella sujetaba sus piernas en los hombros de él.

*****

—Dime, Geralt, ¿crees en el amor a primera vista?

—¿Y tú crees?

—Creo.

—Ahora ya sabes lo que nos ha unido. Los opuestos que se atraen.

—No seas cínico.

—¿Por qué? Al parecer el cinismo es señal de inteligencia.

—No es cierto. El cinismo, pese a toda su aura de pseudointeligencia, es repulsivamente falso. Yo no soporto las falsedades. Hablando del diablo... Dime, brujo, ¿qué es lo que más te gusta de mí?

—Esto.

—Pasas del cinismo a la trivialidad y la banalidad. Intenta otra vez.

—Lo que más amo de ti es tu razón, tu inteligencia y tu profundidad interior. Tu independencia y libertad, tu...

—No entiendo de dónde sacas tanto sarcasmo.

—No era sarcasmo, era una broma.

—No aguanto tales bromas. Especialmente cuando no vienen a cuento. Todo, querido mío, tiene su tiempo, y bajo el cielo todo tiene asignada su hora. Hay tiempo para callar y tiempo para hablar, tiempo para llorar y tiempo para reír, tiempo para sembrar y tiempo para coger, perdón, recoger, tiempo para bromas y tiempo para la seriedad...

—¿Y tiempo para las caricias y tiempo para evitarlas?

—¡Bah, no te lo tomes tan a pecho! Tómalo más bien como que ahora es el tiempo para los cumplidos. Amarse sin cumplidos destroza mi fisiología, y la fisiología está hecha polvo. ¡Hazme cumplidos!

—Nadie, desde el Yaruga hasta el Buina, tiene un culo tan bonito como el tuyo.

—Y ahora vas y me comparas con no sé qué barbáricos ríos del norte. Dejando a un lado la calidad de la metáfora, ¿no podías haber dicho de Alba hasta Velda? ¿O bien de Alba hasta Sansretour?

—Nunca he estado en Alba. Intento evitar formas de flirteo que no se apoyen en una experiencia fáctica.

—Oh, ¿de verdad? Así que me imagino entonces que has visto y experimentado tantos culos, ya que hablamos de ellos, que te es posible juzgar. ¿Qué, pelosblancos? ¿Cuántas mujeres tuviste antes de mí? ¿Eh? ¡Te he hecho una pregunta, brujo! No, no, déjame, quita esas zarpas, no te vas a escapar así de tener que responderme. ¿Cuántas mujeres tuviste antes de mí?

—Ninguna. Eres la primera.

—¡Por fin!

*****

Nimue llevaba ya largo rato absorta en la contemplación de una imagen que presentaba en un sutil claroscuro a diez mujeres sentadas a una mesa.

—Una pena que no sepamos qué aspecto tenían en realidad —dijo por fin.

—¿Las grandes maestras? —bufó Condwiramurs—. ¡Pues si hay decenas de retratos suyos! Sólo en la propia Aretusa...

—He dicho en realidad —la cortó Nimue—. No me refería a imaginaciones embellecidas pintadas a base de otras imaginaciones embellecidas. No te olvides que hubo una época en la que se destruían los retratos de las hechiceras. Y a las propias hechiceras. Y luego hubo un tiempo de propaganda, en el que las maestras se vieron obligadas a provocar con su mismo aspecto respeto, admiración y un pío temor. De entonces provienen todos los Reunión de la Logia, todos los Juramentos y Conventos, lienzos y grabados que presentan una mesa y detrás de ella a diez mujeres maravillosas y encantadoramente atractivas. Pero no hay retratos auténticos, verdaderos. Excepto dos. El retrato de Margarita LauxAntille que cuelga en Aretusa, en la isla de Thanedd, y que se salvó por un milagro del incendio, es verdadero. Y verdadero es el retrato de Sheala de Tancarville en Ensenada, en Lan Exeter.

—¿Y el retrato de Francesca Findabair pintado por un elfo y que cuelga en la pinacoteca de Vengerberg?

—Una falsificación. Cuando se abrió la Puerta y se fueron los elfos, se llevaron con ellos o destruyeron todas las obras de arte, no dejaron ni un solo cuadro. No sabemos si la Margarita de Dolin era en verdad tan hermosa como dice la leyenda. En general, no sabemos qué aspecto tenía Ida Emean. Y dado que en Nilfgaard se destruyeron las imágenes de las hechiceras de forma muy concienzuda y meticulosa, no tenemos ni idea del aspecto verdadero de Assire var Anahid ni de Fringilla Vigo.

—Sin embargo, pongámonos de acuerdo y aceptemos —Condwiramurs suspiró— que tenían todas precisamente ese aspecto, como las retrataron después. Dignas, altaneras, clementes y sabias, cautelosas, honestas y nobles. Y hermosas, cautivadoramente hermosas... Aceptémoslo. Entonces, como que resulta más fácil vivir.

*****

Las tareas diarias en Inis Vitre asumieron características de una rutina algo aburrida. El análisis de los sueños de Condwiramurs, que comenzaba con el desayuno, continuaba por lo común hasta el mediodía. La adepta pasaba el tiempo entre el mediodía y la comida paseando, lo que rápidamente se convirtió también en una rutina aburrida. No había de qué asombrarse. En una hora se podían dar dos vueltas a la isla, contemplando al mismo tiempo cosas tan interesantes como granito, pinos enanos, arena, almejas y gaviotas. Después de la comida y de una larga siesta, comenzaban las discusiones, el repasar los libros, legajos y manuscritos, el contemplar las imágenes, gráficos y mapas. Y eternas disputas que duraban hasta bien entrada la noche sobre las relaciones mutuas entre leyenda y verdad...

Y luego las noches y los sueños. Sueños diversos. El celibato se hacía notar. En vez de soñar con los enigmas de la leyenda del brujo, a Condwiramurs se le aparecía en sueños el Rey Pescador en las situaciones más diversas, desde las extremadamente no eróticas hasta las considerablemente eróticas. En los sueños extremadamente no eróticos el Rey Pescador la arrastraba detrás de su bote atada a una cuerda. Remaba despacio y perezoso, así que ella se hundía en el lago, se amigaba, se ahogaba y para colmo estaba llena de un miedo terrible, sentía que desde el fondo del lago se elevaba y subía hacia la superficie algo horroroso, algo que quería tragar el cebo que iba atado a la barca y que era ella. Ya, ya la iba a agarrar, cuando el Rey Pescador le daba con fuerza a los remos y la sacaba del alcance de las mandíbulas del monstruo invisible. Al arrastrarla, se atosigaba y entonces se despertaba.

En los sueños indiscutiblemente eróticos se encontraba de rodillas en el fondo de una destartalada barca, agarrada a la borda, y el Rey Pescador la sujetaba por el cuello y la jodía con entusiasmo, gruñendo carraspeando y escupiendo. Aparte de un placer físico, Condwiramurs sentía una aprensión que le helaba las entrañas: ¿qué pasaría si Nimue les pillaba? De pronto, en el agua del lago veía la desaliñada y amenazadora figura de la pequeña hechicera... y se despertaba, bañada en sudor.

Entonces se levantaba, abría la ventana, se refrescaba con el aire de la noche, con el brillo de la luna que brotaba de la niebla del lago.

Y seguía soñando.

La torre de Inis Vitre tenía una terraza apoyada en columnas, colgada sobre el lago. Al principio, Condwiramurs no le prestó atención a este hecho; luego, sin embargo, comenzó a reflexionar. La terraza era extraña, porque era absolutamente inaccesible. Desde ninguno de los cuartos de la torre que ella conocía se podía pasar a aquella terraza. Consciente de que la sede de una hechicera no podía existir sin tales anomalías, Condwiramurs no hizo preguntas. Incluso entonces, cuando paseando por la orilla del lago veía a Nimue contemplándola desde la terraza. Inaccesible, por lo que se veía, sólo para los indeseables y profanos.

Un poco enfadada porque se la consideraba profana, bostezó e hizo como que no pasaba nada. Pero no tardó mucho en desvelarse el secreto.

Fue después de que le asaltaran una serie de sueños provocados por las acuarelas de Wilma Wessela. Fascinada al parecer por aquel fragmento de la leyenda, la pintora había dedicado todas sus obras al tiempo que pasó Ciri en la Torre de la Golondrina.

—Tengo sueños muy raros a causa de estas imágenes —se quejó la adepta a la mañana siguiente—. Sueño con... cuadros. No situaciones, ni escenas, sino cuadros. Ciri en las almenas de la torre... Una escena inmóvil.

—¿Y nada más? ¿Ninguna sensación excepto las visuales?

Nimue sabía, por supuesto, que una soñadora tan dotada como Condwiramurs sueña con todos los sentidos, recibe los sueños no sólo con la vista, como la mayor parte de las personas, sino también con el oído, el tacto, el olfato, e incluso con el gusto.

—Nada. —Condwiramurs movió la cabeza—. Sólo...

—¿Sí, sí?

—Un pensamiento. Un pensamiento obstinado. Que en este lago, en esta torre, no soy señora, sino prisionera.

—Ven conmigo, por favor.

Sí, tal y como Condwiramurs se había imaginado, el paso a la terraza sólo era posible desde las habitaciones privadas de la hechicera. Unas habitaciones limpias, de un orden pedante, que olían a madera de sándalo, a mirra, lavanda y naftalina. Había que usar de unas puertecillas secretas y unos retorcidos escalones que conducían hacia abajo. Entonces se llegaba adonde había que llegar.

La habitación, a diferencia de las restantes, no tenía en las paredes revestimientos de madera ni tapices, estaba solamente pintada de blanco y por eso era muy clara. Y aún más clara, porque había allí una enorme ventana triple o, mejor dicho, puerta cristalera, que conducía directamente a la terraza que colgaba sobre el lago. Los únicos muebles de la habitación eran dos sillones, un enorme espejo de marco oval de caoba y una especie de caballete con un marco transversal en el que habían colgado un gobelino. El gobelino medía como unos cinco pies de ancho por siete de largo y alcanzaba con sus flecos el suelo.

El tapiz mostraba un acantilado rocoso sobre un lago de montaña. Un castillo enterrado en el acantilado, que parecía ser parte de la pared de piedra. Un castillo que Condwiramurs conocía bien. De muchas ilustraciones.

—La ciudadela de Vilgefortz, el lugar donde estuvo prisionera Yennefer. El lugar donde se terminó la leyenda.

—Cierto —repuso Nimue en apariencia indiferente—. Así se terminó la leyenda. Al menos en las versiones conocidas. Conocemos precisamente esas versiones, por eso nos parece que conocemos el final. Ciri escapó de la Torre de la Golondrina, donde, como has soñado, estaba prisionera. Cuando se dio cuenta de lo que querían hacer con ella, huyó. La leyenda da muchas versiones de esa fuga...

—A mí —la interrumpió Condwiramurs— la que más me gusta es ésa de los objetos arrojados tras de sí. Un peine, una manzana y un pañuelo. Pero...

—Condwiramurs.

—Perdón.

—Como he dicho, hay muchas versiones de la huida. Pero todavía sigue sin estar claro de qué forma Ciri fue directa desde la Torre de la Golondrina hasta el castillo de Vilgefortz. Si no puedes soñar con la Torre de la Golondrina, entonces intenta soñar con el castillo. Contempla atentamente este gobelino... ¿Me escuchas?

—Este espejo... Es mágico, ¿verdad?

—No. Me quito los granos delante de él.

—Perdón.

—Es un Espejo de Hartmann —le aclaró Nimue, al ver la nariz arrugada y el gesto enfadado de la adepta—. Si quieres, puedes mirar. Pero ten cuidado, por favor.

—¿Es verdad —preguntó Condwiramurs con la voz temblorosa por la excitación— que con el Hartmann se puede pasar a otros...?

—¿... mundos? Verdad. Pero no al pronto, no sin preparación, meditación, concentración y otro buen montón de cosas. Al recomendarte cuidado me refería a algo distinto.

—¿A qué?

—Funciona en las dos direcciones. También puede salir algo del Hartmann.

—Sabes, Nimue... Cuando miro este gobelino...

—¿Has soñado?

—He soñado. Pero algo muy raro. A vista de pájaro. Era un pájaro... Vi también el castillo desde el exterior. No pude entrar al interior, algo defendía la entrada.

—Mira el gobelino —le ordenó Nimue—. Mira la ciudadela. Mira con atención, concentra tu atención en cada detalle. Concéntrate mucho, graba con fuerza esta imagen en tu memoria. Quiero que, si consigues llegar allí en sueños, pases al interior. Es importante que entres allí.

*****

En el interior, tras de los muros del castillo, debía de soplar una ventolera del demonio, en el hogar de la chimenea el fuego hasta aullaba, devorando muy deprisa el leño. Yennefer gozaba del calor. Su prisión actual era, cierto, infinitamente más cálida que el agujero húmedo en el que había pasado unos dos meses, pero de todos modos tampoco allí los dientes se quedaban parados los unos encima de los otros. En la mazmorra había perdido por completo el sentido del tiempo, tampoco se había preocupado nadie de informarle de la fecha, pero estaba segura de que era invierno, diciembre y puede que hasta enero.

—Come, Yennefer —dijo Vilgefortz—. Come, por favor, no te sientas incómoda.

La hechicera no pensaba sentirse incomoda por nada del mundo. Si estaba dando cuenta del pollo muy despacio y más bien desmañadamente, sólo era porque sus dedos apenas cicatrizados todavía estaban torpes y rígidos y le era difícil sujetar el cuchillo y el tenedor. Y no quería comer con las manos, anhelaba mostrar su superioridad a Vilgefortz y al resto de los comensales, invitados del hechicero. No conocía a ninguno de ellos.

—Con verdadera pena tengo que notificarte —dijo Vilgefortz, acariciando con los dedos el pie de la copa— que Ciri, tu pupila, se ha despedido de este mundo. La culpa de ello la tienes solamente tú, Yennefer. Y tu resistencia sin sentido.

Uno de los invitados, un hombre bajo y de cabellos oscuros, estornudó con fuerza, se limpió los mocos en un pañuelo de batista. Tenía la nariz hinchada, rojiza e innegablemente congestionada.

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