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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (36 page)

BOOK: La dama del lago
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—¿Piensas, Caballito —preguntó—, que nos pueden atrapar?

Un relincho, inteligible e inequívoco, incluso sin telepatía.

—¿No hemos conseguido escapar todavía suficientemente lejos?

No entendió lo que le transmitió con sus pensamientos. ¿No existían lejos y cerca?

¿Espiral? ¿Qué espiral?

No entendía qué es lo que quería decir. Pero le contagió su desasosiego. El caluroso brezal no era el lugar correcto ni el tiempo correcto. Se dieron cuenta de ello por la tarde, cuando cedió el calor en el cielo sobre el bosque y en vez de una luna aparecieron dos. Una grande y otra pequeña. El siguiente lugar estaba a la orilla de un mar, un acantilado muy empinado desde el que se veían palomas torcaces extendidas sobre unas rocas de extrañas formas. Olía a viento marino, chillaban las golondrinas de mar, las gaviotas y los petreles, una blanca y dinámica capa que cubría las terrazas de roca. El mar alcanzaba hasta el horizonte, enmarcado por oscuras nubes.

Abajo en una playa pedregosa, Ciri distinguió de pronto el esqueleto de un gigantesco pez de monstruosa cabeza enterrado en parte en la gravilla. Los dientes que cubrían las blancas mandíbulas tenían por lo menos tres pies de longitud y en sus fauces, daba la sensación, se podría entrar tranquilamente a caballo y desfilar bajo el portal de las costillas sin rozar la cabeza con la espina dorsal.

Ciri no estaba segura de si en su mundo y en su tiempo existían unos peces así. Avanzaron por el borde del acantilado y las gaviotas y los albatros no se espantaron en absoluto, les cedían el paso a disgusto, incluso intentaban picotear y pinchar los cuartillos de Kelpa y de Ihuarraquax. Ciri comprendió al instante que aquellos pájaros no habían visto nunca ni a un ser humano ni a un caballo. Ni a un unicornio. Ihuarraquax bufó, meneó la cabeza y el cuerno, estaba visiblemente intranquilo. Resultó que con razón. Algo chasqueó, exactamente igual que una tela rasgada. Las golondrinas se alzaron con un chillido y un aleteo, cubriendo todo al instante de una nube blanca. El aire sobre el acantilado tembló de pronto, se enturbió como un cristal mojado de agua. Y estalló como un cristal. Y del estallido surgió una oscuridad, de la oscuridad, por su parte, surgieron unos caballos. Alrededor de sus hombros se agitaban unas capas cuyo color entre el cinabrio, el amaranto y el carmín recordaba al resplandor de un incendio en un cielo iluminado por los rayos del sol poniente.

Dearg Ruadhri. Los Jinetes Rojos.

Antes incluso de que se apagaran el chillido de los pájaros y el relincho de alarma del unicornio, Ciri ya había dado la vuelta a la yegua y se había lanzado al galope. Pero el aire estalló también por el otro lado, de la explosión, agitando sus capas como alas, surgieron más jinetes. La media luna de la trampa se cerró, apretándola contra el abismo. Ciri gritó, sacando a Golondrina de su vaina.

El unicornio le lanzó una fuerte señal que se clavó en su cerebro como una aguja. Esta vez lo entendió de inmediato. La mostraba el camino. Un hueco en el anillo. Él por su parte se puso a dos patas, relinchó agudamente y se lanzó contra los elfos con el cuerno amenazadoramente inclinado.

—¡Caballito!

¡Sálvate, Ojo de Estrella! No permitas que te atrapen
.

Se aferró a la crin.

Dos elfos le cortaron el camino. Llevaban lazos atados a largos palos. Intentaron lanzarlos al cuello de Kelpa. La yegua los esquivó hábilmente sin retrasar ni un segundo el galope. Ciri cortó otro lazo con un movimiento de espada, espoleó a Kelpa con un grito. La yegua corría como una tormenta.

Pero otros le pisaban ya los talones, escuchaba sus gritos, el golpeteo de los cascos, el chasquido de sus capas. ¿Qué ha pasado con Caballito, pensó, qué han hecho con él?

No había tiempo para la meditación. El unicornio tenía razón, no podía permitir que la atraparan otra vez. Tenía que buscar un escondite en el espacio, esconderse, perderse en el laberinto de tiempos y lugares. Se concentró, sintiendo con horror que en la cabeza no tenía más que vacío y un extraño ruido, retumbante, que crecía rápidamente. Me están lanzando un hechizo, pensó. Quieren hacerme perder el sentido con encantamientos. ¡No hay que esperar! Los hechizos tienen alcance. No les permitiré que se acerquen a mí.

—¡Corre, Kelpa!

La yegua mora estiró el cuello y voló como el viento. Ciri se aposentó sobre su cuello para ofrecer un mínimo de resistencia al aire.

Los gritos a su espalda, que sólo un momento antes habían sido estruendosos y peligrosamente cercanos, se achicaron, ahogados por los chillidos de los pájaros asustados. Luego enmudecieron por completo.

Lejanos.

Kelpa corría como una tormenta. El viento marino aullaba en sus oídos. En los lejanos gritos de sus perseguidores resonó una nota de rabia. Habían comprendido que no lo iban a conseguir. Que nunca iban a alcanzar a aquella yegua mora que galopaba sin signo alguno de cansancio, ligera, blanda y elástica como un guepardo. Ciri no miró hacia atrás. Pero sabía que la persiguieron durante mucho tiempo. Hasta el momento en que sus propios caballos comenzaron a bufar y relinchar, a tropezarse y a bajar casi hasta el suelo sus bocas abiertas y llenas de espuma. Sólo entonces renunciaron a seguir, enviando tras ella tan sólo maldiciones e impotentes amenazas. Kelpa corría como el viento.

El lugar al que había huido era seco y ventoso. Un viento rápido y potente le secó las lágrimas de sus mejillas.

Estaba sola. Otra vez sola. Sola como la una.

Una vagabunda, una eterna errante, un marinero perdido en los insondables mares entre el archipiélago de los lugares y los tiempos.

Un marinero que estaba perdiendo la esperanza.

El viento soplaba y aullaba, arrastraba por la agrietada la tierra bolas de secos arbustos.

El viento le secaba las lágrimas.

En el interior del cráneo una claridad fría, en los oídos un ruido, un ruido uniforme, como dentro de una concha marina. Un hormigueo en la nuca. La negra y blanda nada, Nuevos lugares. Otros lugares.

Un archipiélago de lugares.

*****

—Hoy —dijo Nimue, arrebujándose en la piel— será una buena noche. Lo presiento.

Condwiramurs no comentó nada, aunque había escuchado parecidas aseveraciones unas cuantas veces. Porque no era la primera tarde que estaban sentadas en la terraza, teniendo ante sí el lago que ardía en el ocaso y detrás de ellos el espejo mágico y el tapiz mágico.

Desde el lago, repitiéndose varias veces por el eco de la superficie, les llegaban las maldiciones del Rey Pescador. El Rey Pescador solía subrayar con gruesas palabras su insatisfacción por sus fracasos de pescador: tiros, lanzamientos, arrastres y otros enganches sin fruto. Aquella tarde, a juzgar por la fuerza del repertorio de sus blasfemias, le iba extraordinariamente mal.

—El tiempo —dijo Nimue— no tiene principio ni final. El tiempo es como la serpiente Uroboros, que muerde con sus dientes su propia cola. En cada momento se esconde la eternidad. Y la eternidad se compone de los momentos que la crean. La eternidad es un archipiélago de momentos. Se puede navegar entre ese archipiélago, aunque la navegación sea muy difícil y sea peligroso errar. Está bien tener un faro para guiarse por su luz. Está bien escuchar la llamada en medio de la niebla...

Guardó silencio por un instante.

—¿Cómo se termina la leyenda que nos interesa? Nos parece, a ti y a mí, que sabemos cómo se termina. Pero Uroboros sigue teniendo su propia cola entre los dientes. Sí, es ahora cuando se está decidiendo cómo se termina la leyenda. En este instante. El final de la leyenda va a depender de cuándo el marinero perdido en el archipiélago de instantes vislumbra la luz del faro. Y de si escucha la llamada.

Del lago les llegó una maldición, un chapoteo, el golpeteo de los remos en sus engarces.

—Hoy va a ser una buena noche. La última antes del solsticio de verano. La luna se hace más pequeña. El sol pasa de la Tercera a la Cuarta Casa, al signo de Capricornio. El mejor momento para la adivinación... El mejor momento... Concéntrate, Condwiramurs.

Condwiramurs, como muchas veces antes, se concentró obedientemente, entrando poco a poco en un estado de autotrance.

—Búscala —dijo Nimue—. Ella está allí, entre las estrellas, entre los brillos de la luna. Entre los lugares. Ella está allí. Necesita ayuda. Ayudémosla, Condwiramurs.

*****

Concentración, los puños en las sienes. En los oídos un ruido como en el interior de una concha marina. Un relámpago. Y una repentina nada, blanda y negra. Hubo un lugar en el que Ciri vio hogueras ardiendo. Mujeres atadas con cadenas a unos palos aullaban horriblemente pidiendo piedad y la multitud reunida a su alrededor gritaba, se reía y bailaba. Hubo un lugar en el que ardía una gran ciudad, el fuego rugía y las llamas crepitaban surgiendo de los tejados que se hundían y un humo negro cubría el cielo por completo. Hubo un lugar en el que unos enormes lagartos bípedos luchaban entre sí y su sangre carmesí fluía por entre los colmillos y las garras.

Hubo un lugar en el que cientos de molinos blancos idénticos molían el cielo con sus elegantes alas. Hubo un lugar en el que cientos de serpientes silbaban y se retorcían sobre las piedras, agitando y haciendo sonar cascabeles.

Hubo un lugar en el que había oscuridad, y en la oscuridad voces, susurros y terror. Hubo aún otros lugares. Pero ninguno de ellos era el correcto. El transportarse de lugar en lugar le salía ya tan bien que comenzó a experimentar. Uno de los pocos lugares que no le daban miedo era aquel cálido brezal al borde de un frondoso bosque, aquél en el que había dos lunas.

Recreando en su memoria la imagen de aquellas dos lunas y repitiendo en su pensamiento lo que quería, Ciri se concentró, se tensó, se hundió en la nada. Lo consiguió ya al segundo intento. Animada, se decidió a un experimento aún más atrevido. Estaba claro que aparte de lugares también visitaba tiempos, lo había dicho Vysogota, lo habían dicho también los elfos, lo mencionaron los unicornios. ¡Si hasta lo había hecho antes, aunque hubiera sido inconscientemente! Cuando la hirieron en el rostro, escapó de sus perseguidores a través del tiempo, saltó cuatro días en el futuro, luego Vysogota no conseguía calcular aquellos días, nada encajaba...

¿No sería aquélla su oportunidad? ¿Un salto en el tiempo?

Decidió probarlo. La ciudad en llamas, por ejemplo, no habría ardido eternamente. ¿Y si llegara allí antes del incendio? ¿O después?

Cayó casi en medio del incendio, tiznándose las cejas y las pestañas y produciendo un enorme pánico entre los fugitivos que huían de la ciudad en llamas. Huyó a su brezal tan amistoso. Creo que no merece la pena arriesgarse así, pensó, el diablo sabe cómo puede terminar esto. Con los lugares me sale mejor, así que seguiremos con los lugares. Intentaremos llegar a los lugares. A lugares conocidos, los que conozco bien. Y aquéllos que me traigan recuerdos agradables.

Comenzó por el santuario de Melitele, imaginándose la puerta, el edificio, el parque y los talleres, el dormitorio de las adeptas, las habitaciones en las que vivía Yennefer. Se concentró con los puños en las sienes, trayendo a su memoria los rostros de Nenneke, Eurneid, Katja, Iola Segunda.

No le funcionó. Se topó con un pantano nebuloso y plagado de mosquitos, donde resonaban los silbidos de las tortugas y el sonoro croar de las ranas. Intentó después —sin mejor resultado— Kaer Morhen, las islas Skellige, el banco de Gors Velen en el que trabajaba Fabio Sachs. No se atrevió a probar Cintra, sabía que la ciudad estaba ocupada por los nilfgaardianos. En vez de ello intentó Wyzima, la ciudad donde Yennefer y ella fueron de compras una vez.

*****

Aarhenius Krantz, sabio, alquimista, astrónomo y astrólogo, se retorcía ante la dura mesita con el ojo apretado contra el ocular del telescopio. El cometa de primera magnitud que desde hacía casi una semana se podía observar en el cielo, como sabía Aarhenius Krantz, al llevar la cola de rojo ígneo solía anunciar grandes guerras, calamidades y matanzas. Ahora, la verdad sea dicha, el cometa se había retrasado un tanto con su profecía, puesto que la guerra con Nilfgaard estaba en su apogeo y calamidades y matanzas se podían prever a ciegas y sin equivocarse, puesto que no había día sin ellas. Buen conocedor de los movimientos de las esferas celestes, Aarhenius Krantz tenía sin embargo la esperanza de calcular cuándo, dentro de cuántos años o siglos, el cometa volvería a aparecer, anunciando una nueva guerra para la que, quién sabe, quizá fuera posible prepararse mejor que para la presente.

El astrónomo se levantó, se masajeó el trasero y se fue a aliviar la vejiga. Desde la terraza, a través de la balaustrada. Siempre meaba desde la terraza directamente a un macizo de pivonias, sin importarle las reprimendas de la dueña. El retrete estaba simplemente demasiado lejos, emplear el tiempo en una larga marcha le hacía arriesgarse a perder observaciones muy valiosas, y esto ningún científico podía permitírselo. Se detuvo junto a la balaustrada, se desató los pantalones mirando a las luces de Wyzima que se reflejaban en el agua del lago. Suspiró con alivio, alzó la vista hacia las estrellas. Estrellas, pensó, y constelaciones. La Dama de Invierno, los Siete Cabritillos, la Jarra. Según algunas teorías no eran aquéllas lucecillas parpadeantes, sino mundos. Otros mundos. Mundos de los que nos separaban el tiempo y el cosmos... Creo firmemente, pensó, que será posible alguna vez viajar a aquellos otros mundos. Sí, con toda seguridad, será posible. Se encontrará el modo. Pero necesitará de un pensamiento completamente nuevo, de una nueva y viva idea que rompa el hoy ya apretado y rígido corsé de lo que se llama conocimiento racional...

Ah, pensó, dando saltitos, si sólo fuera posible... ¡Alcanzar la iluminación, encontrar las pistas! Si encontrara una sola ocasión irrepetible...

Abajo, junto a la terraza, brilló algo, la oscuridad de la noche estalló como una estrella, del estallido surgió un caballo. Con un jinete en los lomos. El jinete era una muchacha.

—Buenas noches —saludó cortésmente—. Pido disculpas si no son horas éstas. ¿Podríais decirme qué sitio es éste? ¿Qué fecha?

Aarhenius Krantz tragó saliva, abrió la boca y balbuceó.

—El lugar —repitió paciente y con claridad la muchacha—. La fecha.

—Ehe... Esto... Beee...

El caballo bufó. La muchacha suspiró.

—En fin, otra vez he fallado. ¡Lugar equivocado, tiempo equivocado! ¡Pero respóndeme, hombre! Al menos una palabrilla que se entienda. ¡Porque no puede ser que esté en un mundo en el que los humanos hayan olvidado el lenguaje articulado!

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