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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (59 page)

BOOK: La dama del lago
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La risa en el
cal de sac
cesó, como cortada con un cuchillo.

*****

El viento sopló sobre la hoguera, levantando una lluvia de chispas y llenando los ojos de humo. Volvió a oírse un aullido en el desfiladero.

—Con todo comerciaron —dijo el elfo, rompiendo el silencio—. Todo estaba en venta. El honor, la lealtad, la palabra de caballero, el juramento, la mera decencia... Simples mercancías que sólo tuvieron valor mientras hubo demanda de ellas y se prolongó la coyuntura. Y, cuando dejó de haber demanda, ya no valían un comino y fueron arrumbadas. Arrojadas al basurero.

—Al basurero de la historia. —El peregrino asintió con la cabeza—. Tenéis razón, señor elfo. Eso es lo que pareció, allá en Cintra. Todo tenía un precio. Y valía tanto como aquello que se podía obtener a cambio. Cada mañana abría sus sesiones la bolsa de valores. Y, como en la auténtica bolsa, continuamente se estaban produciendo subidas y bajadas repentinas. Y, como en la auténtica bolsa, era difícil no tener la impresión de que había alguien manejando los hilos.

*****

—¿He oído bien? —preguntó Shilard Fitz-Oesterlen, marcando las palabras y acompañando con el tono y la cara su expresión de incredulidad—. ¿O es que me engaña el oído?

Berengar Leuvaarden, enviado especial del imperio, no se tomó la molestia de contestar. Arrellanado en su butaca, se dedicaba a agitar la copa, contemplando el movimiento ondulante del vino.

El rostro del engreído Shilard era una máscara de desprecio y altivez. Que decía: «O estás mintiendo, hijo de perra, o lo que quieres es dármela con queso, ponerme a prueba. En cualquier caso, te he calado».

—¿Debo entender, entonces —dijo, pavoneándose—, que, tras las desmesuradas concesiones en las cuestiones fronterizas, en la cuestión de los prisioneros de guerra y de la restitución de los botines, en la cuestión de los oficiales de la brigada Vrihedd y de los comandos de Scoia'tael, el emperador me ordena alcanzar un acuerdo y aceptar las exigencias imposibles de los norteños con respecto a la repatriación de los colonos?

—Lo habéis comprendido a la perfección, señor barón —respondió Merengar Leuvaarden, alargando las sílabas de un modo característico^—. Realmente, me admira vuestra viveza.

—Por el Gran Sol, señor Leuvaarden, ¿es que en la capital nunca meditáis las consecuencias de vuestras decisiones? ¡Los norteños ya andan murmurando a estas horas que nuestro imperio es un coloso con los pies de barro! ¡Ya están proclamando que nos han vencido, que nos han derrotado, que nos han expulsado! ¿Es que no entiende el emperador que prestarse a nuevas concesiones significa aceptar su arrogante y desmedido ultimátum? ¿Es que no comprende el emperador que ellos lo van a interpretar como una muestra de debilidad, lo cual podría tener consecuencias deplorables de cara al futuro? Y, por último, ¿es que no se da cuenta el emperador de la suerte que aguarda a varios millares de colonos nuestros en Brugge y en Lyria?

Berengar Leuvaarden dejó de menear la copa y clavó en Shilard sus ojos, negros como el carbón.

—Le he transmitido al señor barón una orden imperial —proclamó—. Cuando el señor barón la cumpla y regrese a Nilfgaard, podrá, si así lo desea, preguntar personalmente al emperador por todo aquello que no entienda. Tal vez también quiera hacerle al propio emperador estos reproches. Regañarle. Reprenderle. ¿Por qué no? Pero en persona. Sin mi mediación.

Aja, pensó Shilard. Ya lo veo. Tengo aquí delante al nuevo Stefan Skellen. Y habrá que actuar con él como con Skellen... Pero está muy claro que no ha venido hasta aquí sin motivo. La orden la podría haber traído un mensajero ordinario.

—Bueno —dijo, en tono visiblemente desenvuelto y hasta confidencial—. ¡Ay de los vencidos! Pero la orden imperial es clara y concreta, y así será cumplida, pues. Haré todo lo posible para que parezca que es resultado de las negociaciones, y no una capitulación absoluta. Yo entiendo de esas cosas. Soy diplomático desde hace treinta años. Diplomático de cuarta generación. Mi familia es una de las más notables, de las más acaudaladas... y de las más influyentes.

—Lo sé, lo sé, desde luego —le interrumpió Leuvaarden, con una leve sonrisa—. Por eso estoy aquí.

Shilard hizo una ligera reverencia. Esperaba impaciente.

—Los malentendidos —empezó a decir el enviado, meciendo la copa— han obedecido a que el señor barón es de la opinión de que la victoria y la conquista se basan en un disparatado genocidio. En poder clavar el mástil de una bandera en mitad de la tierra ensangrentada, gritando: «¡Hasta aquí todo es mío! ¡Lo he conquistado!». Semejante opinión, por desgracia, está bastante extendida. Para mí, sin embargo, señor barón, como para las personas que me han investido de plenos poderes, la victoria y la conquista dependen de factores extremadamente cambiantes. La victoria puede consistir en algo como lo siguiente: los derrotados se verán obligados a adquirir los bienes producidos por los vencedores, e incluso lo harán de buena gana, porque los bienes de los vencedores son mejores y más baratos. La divisa de los vencedores es más fuerte que la de los vencidos y los vencidos tienen mucha más confianza en ella que en la divisa propia. ¿Me entendéis, señor barón Fitz-Oesterlen? ¿Empieza poco a poco el señor barón a diferenciar a los vencedores de los vencidos? ¿Entiende de quién hay que sentir lástima?

El embajador asintió con la cabeza.

—Pero, para fortalecer y legitimar la victoria —prosiguió, tras una pausa, Leuvaarden, alargando las sílabas—, se debe firmar la paz. Inmediatamente, y al precio que sea. No un armisticio ni una tregua, sino la paz. Un compromiso creativo. Un acuerdo constructivo. Que no introduce bloqueos económicos, retorsiones aduaneras ni medidas proteccionistas en el comercio.

Shilard, con un nuevo gesto con la cabeza, aseguró que sabía a qué se refería.

—Si hemos destruido su agricultura y hemos arruinado su industria no ha sido sin motivo —siguió Leuvaarden con su voz tranquila, pausada e impasible—. Lo hemos hecho para que, ante la falta de productos propios, tengan que comprar los nuestros. Pero nuestros mercaderes y nuestros productos no van a cruzar a través de unas fronteras cerradas y hostiles. ¿Y qué va a pasar entonces? Yo os diré, querido barón, lo que va a pasar. Va a tener lugar una crisis de sobreproducción, porque nuestras manufacturas están trabajando a pleno rendimiento, con vistas a la exportación. También sufrirían grandes pérdidas las sociedades de comercio marítimo, fruto de la cooperación con Novigrado y Kovir. Vuestra influyente familia, querido barón, tiene una notable participación en tales sociedades. Y la familia, como sin duda sabrá el señor barón, es la célula básica de la sociedad. ¿Lo sabíais?

—Sí, lo sabía —dijo Shilard Fitz-Oesterlen en voz baja, a pesar de que la habitación estaba herméticamente asegurada contra el espionaje—. Entiendo, lo he captado. No obstante, querría tener la seguridad de que cumplo órdenes del emperador... Y no de alguna... corporación...

—Los emperadores pasan —dijo Leuvaarden, arrastrando las palabras—. Y las corporaciones permanecen. Y permanecerán. Pero eso no en más que una obviedad. Entiendo muy bien las reservas del señor Mirón. Y podéis estar seguro, señor barón, de que vais a cumplir una orden dada por el emperador. Que tiene por objeto el bien y el interés del imperio. Dada, no lo niego, como resultado de los consejos que ha recibido el emperador de cierta corporación.

El emisario se abrió el cuello y la camisa para mostrar un medallón dorado donde figuraba una estrella inscrita en un triángulo y envuelta en llamas.

—Bonito adorno. —Shilard, con una sonrisa y una leve inclinación, hizo ver que había comprendido—. Soy consciente de que es algo muy caro... y exclusivo... ¿Se puede comprar en alguna parte?

—No —negó con énfasis Berengar Leuvaarden—. Hay que hacerse acreedor a él.

*****

—Con su permiso, damas y caballeros. —La voz de Shilard Fitz-Oesterlen adoptó un tono muy peculiar, conocido ya por los participantes en las deliberaciones, que indicaba que aquello que el embajador se disponía a decir era, a su juicio, extremadamente importante—. Con su permiso, damas y caballeros, leeré el contenido del
aide memoire
que me ha enviado su majestad imperial Emhyr var Emreis, emperador de Nilfgaard por la gracia del Gran Sol...

—Oh, no. Otra vez no. —A Demawend le rechinaban los dientes, mientras que Dijkstra se limitó a gemir. Nada de eso escapó, ni podía escapar, a la atención de Shilard.

—La nota es larga —reconoció—. Así pues, la resumiré, en lugar de leerla. Su majestad imperial expresa su gran satisfacción por la marcha de las negociaciones y, como persona proclive a la paz, acoge con alegría los compromisos y acuerdos alcanzados. Su majestad imperial desea que se produzcan nuevos avances en las conversaciones hasta concluir con provecho mutuo...

—Vayamos, pues, al grano —le tomó la palabra Foltest—. ¡Y rapidito! Concluyamos con provecho mutuo y regresemos a casa.

—Así se habla —dijo Henselt, el cual estaba más lejos de casa que nadie—. Hay que ir acabando, porque, como nos dé por remolonear, se nos va a echar el invierno encima.

—Todavía nos espera un compromiso —recordó Meve—. Y un asunto al que nos hemos referido en algunas ocasiones, pero muy por encima. Probablemente por temor a que nos pudiera enfrentar. Ya va siendo hora de vencer ese temor. El problema no va a desaparecer así como así, sólo porque le tengamos miedo.

—Así es —confirmó Foltest—. Manos a la obra. Tenemos que resolver el estatus de Cintra, el problema de la herencia al trono, de la sucesión de Calanthe. Es un problema arduo, pero no dudo de nuestra capacidad para solucionarlo. ¿No es verdad, excelencia?

—Oh. —Fitz-Oesterlen sonrió de forma diplomática y enigmática—. Estoy seguro de que en la cuestión de la sucesión al trono de Cintra todo va a ir sobre ruedas. Es una cuestión más sencilla de lo que se cree.

*****

—Someto a discusión —anunció Filippa Eilhart en un tono que no invitaba a la discusión— el siguiente proyecto: hagamos de Cintra un territorio bajo fideicomiso. Otorguemos el mandato a Foltest de Temeria.

—Ese Foltest está creciendo más de la cuenta —dijo Sabrina Glevissig, torciendo el gesto—. Su apetito es excesivo. Brugge, Sodden, Angren...

—Necesitamos —Filippa eludió el tema— un estado fuerte junto a la desembocadura del Yaruga. Y en las Escaleras de Marnadal.

—No lo niego. —Sheala de Tancarville asintió con la cabeza—. Lo necesitamos. Pero no lo necesita Emhyr var Emreis. Y nuestro objetivo es un compromiso, no un conflicto.

—Hace algunos días Shilard propuso —recordó Francesca Finda-bair—, para trazar una línea de demarcación, dividir Cintra en zonas de influencia, una zona septentrional y una zona meridional...

—Un disparate y una chiquillada. —Margarita Laux-Antille mostró su indignación—. Esa clase de repartos no tienen ningún sentido, sólo sirven como foco de nuevos conflictos.

—Creo —dijo Sheala— que hay que convertir a Cintra en un condominio. Un poder ejercido por un comisariado designado por los representantes de los reinos norteños y del imperio de Nilfgaard. La ciudadela y el puerto de Cintra tendrían el estatus de ciudad libre... ¿Querías decir algo, mi querida Assire? Te lo ruego. Reconozco que por lo general sólo someto a discusión exposiciones completas y acabadas, pero adelante. Cuando quieras.

Todas las magas, sin excluir a Fringilla Vigo, pálida como un espectro, clavaron la mirada en Assire var Anahid. La hechicera nilfgaarna no tenía ninguna prisa.

—Propongo —anunció con su voz simpática y agradable— que nos concentremos en otros problemas. Podemos dejar Cintra en paz. Sobre ciertos asuntos que han llegado a mis oídos, ni siquiera he tenido tiempo de informar a las presentes. La cuestión de Cintra, estimadas cofrades, ya está decidida y resuelta.

—¿Cómo? —Los ojos de Filippa se contrajeron—. ¿Qué quiere decir si se me permite la pregunta?

Triss Merigold soltó un sonoro suspiro. Ella ya se imaginaba, ya sabía lo que quería decir aquello.

*****

Vattier de Rideaux estaba triste y abatido. Su encantadora y adorable amante, la rubia Cantarella, le había dejado de forma repentina e imprevista, sin ofrecerle ninguna razón, sin más explicaciones. Para Vattier había sido un golpe terrible, que le había dejado cabizbajo, nervioso, distraído y atontado. Tenía que prestar mucha atención, tener mucho cuidado para no meter la pata, para no soltar ninguna majadería mientras hablaba con el emperador. Esos tiempos de grandes cambios no eran aptos para gente insegura e incompetente.

—Al Gremio de los Mercaderes —dijo, arrugando la frente, Emhyr var Emreis— ya le hemos pagado por su inestimable ayuda. Les hemos otorgado suficientes privilegios, más de los que recibieron de los tres anteriores emperadores juntos. En cuanto a Berangar Leuvaarden, también estamos en deuda con él por su ayuda en el descubrimiento de la conjura. Se le ha concedido un puesto elevado y bien remunerado. Pero si resulta un incompetente, a pesar de los servicios prestados, saldrá disparado como un rayo. Sería bueno que estuviera informado al respecto.

—Me encargaré de que así sea, majestad. ¿Y qué hay de Dijkstra? Y de ese informante secreto suyo?

—Dijkstra estaría dispuesto a morir antes de revelarme quién es su informante. También a él, naturalmente, convendría agradecerle esas noticias que parecen caídas del cielo... Pero, ¿cómo hacerlo? Dijkstra no aceptaría nada de mí.

—Si se me permite, majestad imperial...

—Habla.

—Dijkstra estaría dispuesto a recibir información. Algo que no sepa, pero que le gustaría saber. Su majestad puede mostrarle su agradecimiento mediante información.

—Bravo, Vattier.

Vattier de Rideaux suspiró aliviado. Para ello, volvió la cabeza. Eso le permitió ver antes que nadie a las damas que se aproximaban hacia ellos. Stella Congreve, condesa de Liddertal, y una muchacha de rubios cabellos que estaba a su cargo.

—Ahí vienen... —Hizo una señal con las cejas—. Me permito recordarle a su majestad imperial... La razón de estado... El interés del imperio...

—Basta —le interrumpió de mala gana Emhyr var Emreis—. Ya te he dicho que lo meditaré. Pensaré bien la cuestión antes de tomar una decisión. Y después te informaré de cuál ha sido la decisión tomada.

—Muy bien, majestad imperial.

—¿Algo más? —El Fuego Blanco de Nilfgaard, impaciente, dio unos golpecitos con un guante en la cadera de la nereida de mármol que embellecía el pedestal de la fuente—. ¿Por qué no te retiras, Vattier?

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