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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (60 page)

BOOK: La dama del lago
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—El asunto de Stefan Skellen...

—No voy a adoptar ninguna medida de gracia. Muerte al traidor. Pero después de un proceso justo y riguroso.

—Como ordene su majestad imperial.

Emhyr no se dignó mirarlo mientras se despedía con una reverencia y se retiraba. Estaba pendiente de Stella Congreve. Y de la muchacha rubia.

Ahí viene el interés del imperio, pensó. La falsa princesa, la falsa reina de Cintra. La falsa soberana de la desembocadura del río Yarre, tan importante para el imperio. Ahí viene, con la mirada gacha, aterrada, con un vestido blanco de seda con las mangas verdes y un pequeño collar de peridoto sobre un escote mínimo. Entonces, en Darn Rowan, la felicité por ese vestido, elogié la elección de las joyas. Stella conoce mis gustos. Pero, ¿qué voy a hacer con esta muñequita? ¿Ponerla en un pedestal?

—Honorables señoras. —Las recibió con una reverencia. En Nilfgaard, fuera de la sala del trono, las normas de urbanidad y cortesía con las mujeres obligaban también al emperador.

Le respondieron con profundas reverencias e inclinaciones de la cabeza. Al fin y al cabo, estaban en presencia del emperador, por muy gentil que fuera.

Emhyr ya estaba cansado de tanto protocolo.

—Quédate aquí, Stella —ordenó secamente—. Y tú, muchacha, ven conmigo a dar un paseo. Toma mi brazo. La cabeza bien alta. Basta ya, basta ya de reverencias. No es más que un simple paseo.

Se adentraron por una vereda, entre arbustos y setos que empezaban a reverdecer. La guardia personal del emperador, soldados de la brigada de élite Impera, los renombrados Salamandras, se mantuvieron apartados, pero en permanente alerta. Sabían cuándo no había que molestar al emperador.

Pasaron junto a un estanque vacío y triste. Una carpa viejísima, traída por el emperador Torres, había muerto dos días antes. Habrá que soltar un nuevo ejemplar, joven, fuerte y hermoso, de carpa espejo, pensó Emhyr var Emreis, mandaré que le prendan una medalla con mi retrato y con la fecha. Vaesse deireadh aep eigean. Algo ha terminado, algo comienza. Es una nueva era. Nuevos tiempos. Una nueva vida. Que haya también una carpa nueva, joder.

Sumido en sus reflexiones, a punto estuvo de olvidarse de la joven que llevaba del brazo. Reparó en su presencia gracias a su calor, a su aroma a muguetes y al interés del imperio. En ese orden, justamente.

Se detuvieron junto al estanque, en mitad del cual emergía del agua una isla artificial. En ella había un jardín de montaña, una fuente y una escultura de mármol.

—¿Sabes qué representa esa figura?

—Sí, majestad imperial —respondió, aunque no de inmediato—. Es un pelicano, que se desgarra el pecho con el pico para alimentar a sus crías con su propia sangre. Es una alegoría del sacrificio generoso. Y también…

—Te escucho con atención.

—También de un gran amor.

—¿Crees que de ese modo —la obligó a volverse hacia él, apretó los labios— el pecho desgarrado dolerá menos?

—No sé... —balbuceó—. Majestad imperial... Yo...

Emhyr le cogió la mano. Notó cómo temblaba. El temblor se transmitió a su propia mano, a su brazo, a su hombro.

—Mi padre —dijo— fue un gran soberano, pero nunca prestó atención a los mitos y leyendas, nunca tenía tiempo para esas cosas. Y siempre los confundía. Siempre, me acuerdo como si lo estuviera viendo. Cada vez que me traía hasta aquí, al parque, me decía que la estatua representa al pelícano resurgiendo de sus cenizas... Bueno, muchacha, al menos sonríe cuando el emperador te cuente una anécdota graciosa. Gracias. Mucho mejor así. Sería una pena si tuviera que pensar que no estás contenta paseando aquí conmigo. Mírame a los ojos.

—Estoy contenta... de poder estar aquí... con su majestad imperial. Es un inmenso honor para mí... pero también una gran alegría. Estoy muy feliz...

—¿De verdad? ¿No será también esto adulación cortesana? ¿Mera etiqueta, fruto de las buenas enseñanzas de Stella Congreve? ¿Un papel que Stella te ha obligado a aprenderte de memoria? Confiesa, muchacha.

Bajó la mirada y no le respondió.

—Tu emperador te ha hecho una pregunta —insistió Emhyr var Emreis—. Y, cuando un emperador pregunta, nadie se atreve a quedarse callado. Naturalmente, tampoco nadie osa mentirle.

—De verdad —dijo con voz melodiosa—. De verdad que estoy contenta, majestad imperial.

—Te creo —dijo Emhyr después de un momento—. Te creo, aunque estoy sorprendido.

—Yo también... —susurró—. Yo también estoy sorprendida.

—¿Cómo? Por favor, sin miedo.

—Me gustaría que pudiéramos... pasear más a menudo. Y conversar. Pero entiendo... entiendo que eso es algo imposible.

—Y entiendes bien. —Se mordió los labios—. Los emperadores gobiernan sus imperios, pero hay dos cosas que no pueden dominar: su corazón y su tiempo. Ambos pertenecen al imperio.

—Lo sé —susurró—, y muy bien además.

—No te entretengo mucho más —dijo tras un momento de incómodo silencio—. Tengo que viajar a Cintra, a honrar con mi presencia la firma solemne de la paz. Tú vuelves a Darn Rowan... Levanta la cabeza, muchacha. Vaya. Ya es la segunda vez que te sorbes los mocos en mi presencia. ¿Y qué veo en los ojos? ¿Lágrimas? Son graves infracciones contra la etiqueta. Me voy a ver obligado a expresarle a la condesa de Liddertal mi profundo descontento. Levanta la cabeza, te he dicho.

—Os ruego... que perdonéis a doña Stella... majestad imperial. Es culpa mía. Sólo mía. Doña Stella me ha enseñado... y me ha preparado bien.

—Me he dado cuenta, y lo aprecio. No temas, Stella no corre ningún riesgo de caer en desgracia. Nunca ha corrido ese riesgo. Sólo estaba bromeando contigo. No ha estado bien.

—Me he dado cuenta —susurró la muchacha, pálida, asustada de su propia osadía. Pero Emhyr se limitó a sonreír. De manera un tanto forzada.

—Así me gusta —aseguró—. Créeme. Valiente. Igual que...

No terminó. Igual que mi hija, pensó. Un sentimiento de culpa le sacudió como la mordedura de un perro.

La joven le aguantó la mirada. Eso no es únicamente obra de Stella, pensó Emhyr. Seguramente es cuestión de carácter. A pesar de las apariencias, es un diamante que no se raya con facilidad. No. No autorizaré a Vattier a asesinar a esta chiquilla. Cintra será Cintra, el interés del imperio será el interés del imperio, pero para este asunto me parece que sólo hay una salida sensata y honrosa.

—Dame la mano.

Fue una orden pronunciada con voz y tono severo. Pero, a pesar de eso, dio la sensación de que fue cumplida de buena gana. Sin violencia.

La mano de la muchacha era pequeña y estaba fría. Pero ya no temblaba.

—¿Cómo te llamas? Por favor, no me respondas Cirilla Fiona.

—Cirilla Fiona.

—Me entran ganas de castigarte. Con severidad.

—Ya lo sé, majestad imperial. Me lo merezco. Pero yo... Yo tengo que ser Cirilla Fiona.

—Podría pensarse —dijo, sin soltarle la mano— que lamentas no ser ella.

—Y lo lamento —susurró—. Lamento no ser ella.

—¿De verdad?

—Si fuera... la auténtica Cirilla... el emperador me miraría con buenos ojos. Pero yo no soy más que una falsificación. Una imitación. Un doble que no es digno de nada. De nada...

Emhyr se volvió bruscamente, la cogió de los hombros. Y de inmediato la volvió a soltar. Dio un paso atrás.

—¿Ansias la corona? ¿El poder? —dijo en voz baja, pero deprisa, haciendo como si no la viera negar enérgicamente con la cabeza—. ¿Los honores? ¿El esplendor? ¿Los lujos?

Se calló, respiró profundamente. Hizo como si no viera que la muchacha seguía negando con la cabeza gacha, rechazando los injustos reproches que pudieran seguir. Tanto más injustos cuanto que ni siquiera habían sido formulados.

Suspiró profundamente, de un modo ruidoso.

—¿No sabes, pequeña polilla, que todo esto que ves aquí delante es una llama?

—Lo sé, majestad imperial.

Estuvieron mucho rato callados. De pronto, se sintieron embriagados con los aromas primaverales. Los dos.

—Ser emperatriz —dijo por fin Emhyr, con tono apagado—, a pesar de las apariencias, no es tarea sencilla. No sé si estaré capacitado para amarte.

La muchacha asintió con la cabeza, dando a entender que también de eso era consciente. El emperador vio una lágrima en su mejilla. Igual que entonces, en la ciudadela de Stygga, sintió cómo se movía la esquirla de frío cristal que tenía clavada en su corazón.

La abrazó, estrechándola con fuerza contra su pecho, le acarició los cabellos que olían a muguetes.

—Pobrecita mía... —dijo con una voz extraña—. Mi pobre y pequeña razón de estado.

*****

Por toda Cintra se oían tañidos de campanas. Tañidos respetables, profundos, solemnes. Pero también extrañamente fúnebres.

Una belleza fuera de lo común, pensaba el jerarquía Hemmelfart, mirando, como todo el mundo, el retrato que estaban colgando, que mediría, como el resto, media braza por una braza, si no más. Una belleza extraña. Me juego la cabeza a que es una mestiza. Me apuesto la cabeza a que le corre por las venas la maldita sangre de los elfos.

Guapa, pensaba Foltest, más guapa que en la miniatura que me enseñaron los agentes del servicio secreto. Bueno, ya se sabe que los retratos suelen ser lisonjeros.

No se parece en nada a Calanthe, pensaba Meve. No se parece en nada a Roegner. No se parece en nada a Pavetta... Hum... Se comenta... Pero no, no es posible. Tiene que ser de sangre real, la legítima soberana de Cintra. Es fundamental. Lo requiere la razón de estado. Y la historia.

Ésta no es la que he visto en mis sueños, pensaba Esterad Thyssen, rey de Kovir, llegado recientemente a Cintra. Estoy seguro de que no es la misma. Pero no voy a decírselo a nadie. Me lo guardaré para mí y para mi Zuleyka. Juntos decidiremos de qué modo podemos aprovechar mejor el conocimiento que nos proporcionan los sueños.

Poco faltó para que fuera mi mujer, esa Ciri, pensaba Kistrin de Verden. En tal caso, habría sido príncipe de Cintra, heredero del trono, de acuerdo con la tradición... Y seguramente habría acabado como Calanthe. Menos mal, menos mal que en aquella ocasión huyó de mí.

Ni por un momento me he creído esa historia del gran amor a primera vista, pensaba Shilard Fitz-Oesterlen. Ni por un momento. Y, sin embargo, Emhyr se va a casar con esa muchacha. Renuncia a la posibilidad de reconciliarse con sus duques y, en lugar de tomar por mujer a alguna de las duquesas nilfgaardianas, elige a Cirilla de Cintra. ¿Por qué? ¿Para extender su dominio a este pequeño y miserable paisucho, la mitad del cual, si no más, habría podido incorporarla al imperio de Nilfgaard durante las negociaciones? ¿Para controlar la desembocadura del Yaruga, que ya está en poder de las sociedades de comercio marítimo de Nilfgaard, Novigrado y Kovir?

No entiendo nada de esta razón de estado, nada.

Sospecho que no me lo han contado todo.

Las hechiceras, pensaba Dijkstra. Esto es cosa de las hechiceras. Pues que así sea. Se ve que estaba escrito que Ciri sería reina de Cintra, esposa de Emhyr y emperatriz de Nilfgaard. Se ve que así lo quería el destino. La suerte.

Que así sea, pensaba Triss Merigold. Y que dure. Ha sido algo estupendo. Ahora Ciri estará a salvo. Se olvidarán de ella. La dejarán en paz.

El retrato ocupó por fin su sitio, los lacayos que lo estaban colocando se retiraron, llevándose las escaleras.

En la larga hilera de oscurecidos y un tanto polvorientos soberanos de Cintra, detrás de la serie de los Cerbin y los Coram, detrás de Corbett, Dagorad y Roegner, detrás de la orgullosa Calanthe, de la melancólica Pavetta, colgaba este último retrato. El que representaba a la actual monarca, que con tanta benevolencia gobernaba. A la heredera al trono y portadora de sangre real.

El retrato de una chica delgada de cabello rubio y mirada triste. que llevaba un vestido blanco con las mangas verdes.

Cirilla Fiona Elen Riannon.

Reina de Cintra y emperatriz de Nilfgaard.

El destino, pensaba Filippa Eilhart, notando encima de ella la mirada de Dijkstra.

Pobre criatura, pensaba Dijkstra, mirando el retrato. Seguramente piensa que esto es el final de sus aflicciones y desgracias. Pobre criatura.

En Cintra tañían las campanas, espantando a las gaviotas.

*****

—Poco después del final de las negociaciones y de la firma de la paz de Cintra —reanudó su relato el peregrino—, se celebró en Novigrado una ostentosa fiesta que duró varios días, un festín cuya culminación fue el grandioso y solemne desfile de las tropas. Hacía, como corresponde al primer día de una nueva era, un tiempo realmente espléndido...

—¿Debemos entender —preguntó sarcásticamente el elfo— que vuesa merced estaba allí presente? ¿En aquel desfile?

—En realidad, llegué un poco tarde. —El peregrino, evidentemente, no era de ésos que se turban por un sarcasmo—. Como he dicho, hacía un día precioso. Ya se veía venir desde el amanecer.

*****

Vascoigne, comandante del fuerte de Drakenborg, hasta fechas recientes adjunto al comandante para asuntos políticos, se fustigaba impaciente la caña de la bota.

—Más deprisa, vamos, más deprisa —apremiaba a los verdugos—. ¡Hay otros esperando! ¡Desde que han firmado la paz esa en Cintra estamos de trabajo hasta las cejas!

Los verdugos, tras colocar el dogal a los condenados, se apartaron. Vascoigne se volvió a golpear con la fusta en la caña de la bota.

—Si alguien tiene algo que decir —dijo secamente—, ésta es su última oportunidad.

—Viva la libertad —dijo Cairbre aep Diared.

—El juicio estaba amañado —dijo Orestes Kopps, merodeador, salteador y asesino.

—Besadme el culo —dijo Robert Pilch, desertor.

—Decidle al señor Dijkstra que lo siento —dijo Jan Lennep, agente condenado por soborno y robo.

—Yo no quería... De verdad que yo no quería… —Istvan Igalffy empezó a sollozar. Al antiguo comandante del fuerte lo habían apartado de su puesto y lo habían llevado a juicio por los excesos cometidos con los prisioneros.

El sol, cegador como el oro fundido, estalló sobre la empalizada del fuerte. Los postes de las horcas arrojaban unas sombras alargadas. En Drakenborg empezaba un nuevo día, hermoso y soleado.

El primer día de una nueva era.

Vascoigne se fustigaba la caña de la bota. Levantó y bajó la mano.

Quitaron los troncos de una patada.

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