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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (38 page)

BOOK: La dama del lago
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El Viejo, sonriendo, se lanzó a ella y le dio con el bastón otra vez. Ciri consiguió cubrir la cabeza con las manos de nuevo, el resultado fue que ambas se le quedaron inermes. La izquierda estaba rota con toda probabilidad, el hueso del metacarpo se había quebrado de seguro.

El viejo, saltando, la alcanzó por el otro lado y le dio con el palo en la tripa. Ella gritó, haciéndose un ovillo. Entonces él se lanzó sobre ella como un halcón, le dio la vuelta poniéndole el rostro contra la tierra, la sujetó con sus rodillas. Ciri se tensó, lanzándose hacia atrás con fuerza y fallando, dio un violento golpe con el codo y acertó. El Viejo bramó rabioso y le asestó un trompazo en la nuca con tanta fuerza que le clavó el rostro en la arena. Le agarró por los cabellos cerca del cuello y apretó contra la tierra las narices y la boca. Ella sintió que se ahogaba. El vejete se arrodilló sobre ella, aún apretándole la cabeza contra la tierra, le arrancó la espada de la espalda y la arrojó. Luego comenzó a forcejear con los pantalones, encontró la hebilla, la desató. Ciri aulló, ahogándose y escupiendo arena. Él la apretó más fuerte, la inmovilizó, apretando sus cabellos en un puño. Con un fuerte tirón le bajó los pantalones.

—Hey, hey —balbuceó, jadeando—. Pero vaya culete que le ha caído en gracia al Viejo. Uh, uuh, hace mucho, mucho que el Viejo no tenía uno así.

Ciri, sintiendo el asqueroso contacto de sus secas manos ganchudas, aulló con la boca llena de arena y agujas de pino.

—Quédate tranquila, señora. —Escuchó cómo le echaba saliva, humedeciéndole las nalgas—. El Viejo ya no es joven, no de una vez, poco a poco... Pero sin miedo, el Viejo hará lo que hay que hacer. ¡Hey, hey! Y luego el Viejo comerá, hey, comerá... Tocinillo...

Se detuvo, gritó, ladró.

Al sentir que la presión se aligeraba, Ciri se retorció, se liberó y se alzó como un muelle. Y vio lo que había pasado.

Kelpa, acercándose con sigilo, había agarrado al Viejo del Bosque con los dientes por su coleta y lo había alzado hacia arriba. El viejo aullaba y graznaba, se agitaba, daba patadas y golpes con los pies, por fin consiguió liberarse, dejando en los dientes de la yegua un largo mechón gris. Quiso agarrar su bastón, pero Ciri de un puntapié lo alejó del alcance de sus manos. Con otro puntapié quiso saludarle en donde se merecía, pero los pantalones bajados casi hasta la mitad de los muslos le impedían los movimientos. El tiempo que le costó el subírselos lo utilizó muy bien el Viejo. Con unos cuantos saltos se acercó al tronco, sacó de él el hacha, la agitó espantando a Kelpa, todavía rabiosa. Bramó, mostró sus horribles dientes y se lanzó contra Ciri, alzando el hacha para golpear.

—¡El Viejo te va a encular, mozuela! —aulló salvaje—. ¡Y aunque el Viejo te haya de esmenuzar de arriba abajo! ¡Al Viejo igual le da, toda o en porciones!

Pensó que iba a dar cuenta de él con facilidad. Al cabo, no era más que un viejo y cascado abuelete.

Se equivocaba del todo.

Pese a sus monstruosas alpargatas saltaba como una cabra, se retorcía como un conejo y manejaba el hacha de torcido mango con la habilidad de un carnicero. Cuando la oscura y afilada hoja casi la rozó algunas veces, Ciri se dio cuenta de que lo último que la podía salvar era la huida.

Pero la salvaron un afortunado cúmulo de circunstancias. Al retroceder, tropezó con su espada. La alzó como un rayo.

—Tira el hacha —jadeó, sacando con un tintineo a Golondrina de su funda—. Tira el hacha al suelo, viejo loco. Entonces, quién sabe, puede que te deje tu salud. Y no te esmenuce.

Él se detuvo. Ronqueaba y resoplaba, y tenía la barba asquerosamente llena de babas. Sin embargo no tiró el arma. Ella vio en sus ojos una rabia salvaje.

—¡Venga, alégrame el día!

Durante un momento la miró como sin entender, luego puso los dientes, desencajó los ojos, bramó y se lanzó hacia ella. Ciri estaba harta de bromas. Lo evitó con una rápida media vuelta y cortó de abajo a través de los brazos en alto, por encima de los codos. El viejo dejó caer el hacha con las manos echando sangre, pero al punto saltó otra vez hacia ella. Ciri retrocedió y lo rajó corto por el cuello. Más por piedad que por necesidad, con las dos arterias de las manos cortadas acabaría por desangrarse de cualquier modo. Cayó, despidiéndose de la vida con una increíble dificultad, pese a sus extremidades cortadas seguía retorciéndose como un gusano. Ciri se puso de pie junto a él. Restos de arena seguían chimándole en los dientes. Se los escupió a él directamente al pecho. Antes de que terminara de escupir, el viejo murió.

La extraña construcción delante de la choza que recordaba a un cadalso estaba provista de ganchos de hierro y aparejos. La mesa y el tronco estaban resbaladizos, cubiertos de grasa, olían mal.

Como un matadero.

En la cocina Ciri encontró una perola de las alabadas gachas, mezcladas con tocino, fragmentos de carne y de setas. Estaba muy hambrienta, pero algo la contuvo para no comer. Sólo bebió agua de un cubo, mordió una manzana pequeña y arrugada. Detrás de la casilla encontró un sótano con escaleras, grande y frío. En el sótano había unas cazuelas con manteca. Del techo colgaba carne. Unos restos de muslo. Salió del agujero, tropezándose con las escaleras, como si la persiguiera el diablo. Se cayó sobre las ortigas, se alzó, a paso febril alcanzó la casilla, se agarró con las dos manos a uno de los palos que la sujetaban. Aunque no tenía casi nada en la tripa, vomitó violentamente y durante largo rato.

Los restos de muslo del sótano eran los de un niño.

Conducida por un hedor, encontró en el bosque una hondonada llena de agua a la que el previsor Viejo del Bosque había echado los restos y lo que no se podía comer. Contemplando los cráneos, costillas y pelvis que sobresalían del légamo, Ciri se dio cuenta con horror de que estaba viva única y exclusivamente gracias a la lascivia del horrible viejo, sólo gracias a que le habían entrado ganas de retozar. Si el hambre hubiera sido más fuerte que el impulso sexual, la habría golpeado a traición con un hacha, y no con un palo. Colgada por los pies de la viga de madera, la habría destripado y desollado, dividido y cortado sobre la mesa, partido sobre el tronco...

Aunque le temblaban las piernas a causa de los mareos y la mano izquierda, hinchada, palpitaba de dolor, arrastró el cadáver hacia la hondonada del bosque y lo hundió en el fango apestoso, entre los huesos de las victimas. Volvió, llenó de ramas y tallos la entrada al sótano, rodeó de paja la choza y toda la posesión del viejo. Luego prendió fuego cuidadosamente a todo, por los cuatro puntos cardinales.

Sólo se marchó cuando se había encendido con fuerza, cuando el fuego ardía y aullaba como debe ser. Cuando estuvo segura de que ninguna lluvia pasajera iba a impedir que se borraran por completo las huellas de aquel lugar.

La mano no estaba tan mal. Se había hinchado, sí, dolía, y cómo, pero no parecía que se hubiera roto ningún hueso.

Cuando se acercó la noche, efectivamente apareció una sola luna en el cielo. Pero Ciri, de alguna forma extraña, no quiso reconocer aquel mundo como el suyo. Ni quedarse en él más tiempo del preciso.

*****

—Hoy —murmuró Nimue—, será una buena noche. Lo percibo.

Condwiramurs suspiró.

El horizonte ardía en oro y púrpura. Un haz de los mismos colores se asentó sobre las aguas del lago, del horizonte de la isla.

Estaban sentadas en la terraza, en los sillones, a su espalda había un espejo en un marco de ébano y un tapiz que representaba un pequeño castillo aferrado a una pared rocosa que se reflejaba en el agua de un lago de montaña.

¿Cuántas tardes, pensó Condwiramurs, cuántas tardes llevamos así, sentadas hasta que cae la penumbra y luego la oscuridad? ¿Sin resultado alguno? ¿Sólo hablando?

Hizo más frío. La hechicera y la adepta estaban envueltas en pieles. Desde el lago les llegaba el rechinar de los remos de la barca del Rey Pescador, pero no la veían: estaba oculta en el cegador brillo del ocaso.

—A menudo sueño —Condwiramurs volvió a la conversación interrumpida— que estoy en un desierto de hielo en el que no hay nada, sólo el blanco de la nieve y los montones de hielo retorcidos al sol. Y reina la calma, una calma que resuena en los oídos. Una calma innatural. La calma de la muerte.

Nimue afirmó con la cabeza, como dando señal de que veía de lo que se trataba. Pero no comentó.

—De pronto —siguió la adepta—, de pronto me parece que escucho algo. Que siento cómo el hielo tiembla bajo mis pies. Caigo de rodillas, retiro la nieve con las manos. El hielo es transparente como el cristal, como en algunos limpios lagos montañosos, cuando se ven las piedras del fondo y los peces que nadan por debajo de una capa de una pulgada de grueso. Yo en mis sueños también veo, aunque la capa tiene una decena o incluso un centenar de pulgadas de grosor. Ello no me impide ver... y oír... a gente que pide ayuda. Allá en el fondo, muy por debajo del hielo... hay un mundo congelado.

Tampoco ahora Nimue lo comentó.

—Por supuesto sé —continuó la adepta— dónde está la fuente de ese sueño. Los vaticinios de Itlina, el famoso Frío Blanco, el Tiempo del Hielo y de la Tormenta del Lobo. Un mundo que muere entre nieves y hielos para, como dice la profecía, renacer al cabo de los siglos de nuevo. Limpio y mejor.

—Que —dijo Nimue en voz bajita— el mundo renacerá lo creo de todo corazón. Que lo hará mejor, no mucho.

—¿Cómo?

—Me has oído.

—¿Y no he oído mal? Nimue, el Frío Blanco ha sido predicho lo menos mil veces, cada invierno un poco más crudo se decía que había llegado. En este momento ni siquiera los niños creen que un invierno sea capaz de amenazar al mundo.

—Vaya, mira. Los niños no creen. Y yo, fíjate, creo.

—¿Apoyándote en algún argumento racional? —preguntó Condwiramurs con leve sarcasmo—. ¿O exclusivamente en la sabiduría mística de infalibles profetisas élficas?

Nimue guardó silencio largo rato, colocando la piel en la que estaba envuelta.

—La tierra —comenzó por fin con cierto tono profesoral— tiene la forma de un globo y gira alrededor del sol. ¿Estás de acuerdo con ello? ¿O acaso perteneces a una de esas sectas de moda que afirman algo completamente opuesto?

—No. No pertenezco. Acepto el heliocentrismo y estoy de acuerdo con la teoría de la redondez de la tierra.

—Estupendo. Estarás entonces de acuerdo también con el hecho de que el eje perpendicular del globo terráqueo está inclinado hacia un lado y con que la trayectoria de la tierra alrededor del sol no tiene la forma de un círculo regular, sino que es elíptica.

—Lo he estudiado. Pero no soy astrónomo, así que...

—No hace falta ser astrónomo, basta con pensar lógicamente. La tierra rodea al sol en una órbita de forma elíptica y por eso durante su movimiento está a veces más cerca y a veces más lejos. Cuanto más lejos está la tierra del sol, es de lógica pensar que hará más frío en ella. Y cuanto menos se aleja el eje planetario de la perpendicular, entonces más le afectará al hemisferio norte.

—Eso también es lógico.

—Ambos aspectos, es decir la elipse de la órbita y el grado de inclinación del eje planetario, están sujetos a cambios. Por lo que se sostiene, cíclicos. La elipse puede ser más o menos elíptica, es decir abierta y alargada, el eje planetario puede estar menos o más inclinado. En lo tocante al clima se producen condiciones extremas cuando suceden al mismo tiempo los dos fenómenos: una apertura máxima de la elipse y una escasa desviación de la perpendicularidad del eje. La tierra al girar alrededor del sol recibe en el afelio muy poca luz y calor, y las regiones polares son afectadas además por una poco ventajosa inclinación del eje.

—Por supuesto.

—Menos luz en el hemisferio norte significa que la nieve yace más tiempo. La nieve blanca y brillante refleja la luz del sol, la temperatura cae aún más. La nieve yace gracias a ello aún más tiempo, en zonas cada vez más amplias no se funde del todo o lo hace sólo por muy poco tiempo. Cuanta más nieve y durante más tiempo, mayor es la superficie blanca y brillante que refleja...

—Lo he entendido.

—La nieve cae, cae y hay más cada vez. Date cuenta pues de que con las corrientes marinas viajan desde el sur masas de aire caliente que acaban sobre el frío continente norteño. El aire caliente se condensa y nieva. Cuanto mayor sea la diferencia de temperatura, más abundante será la nevada. Cuanto mayor sea la nevada, más nieve blanca que no se funde. Más frío. Mayor diferencia de temperatura y más abundante la condensación de las masas de aire...

—Lo he entendido.

—La capa de nieve se hace tan pesada como para convertirse en hielo prensado. En un glaciar. Sobre el que, como ya sabemos, sigue cayendo la nieve, apretándolo aún más. El glaciar crece, no sólo es cada vez más grueso sino que se extiende, cubriendo cada vez mayores territorios. Territorios blancos...

—Que reflejan los rayos solares. —Condwiramurs afirmó con la cabeza—. Frío, frío, aún más frío. El Frío Blanco profetizado por Itlina. ¿Pero es posible un cataclismo? ¿De verdad nos amenaza que el hielo que yace en el norte desde siempre comience de improviso a avanzar hacia el sur, aplastando, arrasando y cubriéndolo todo? ¿A qué velocidad crece la capa de hielo de los polos? ¿A qué velocidad?

—Como seguramente sabes —dijo Nimue con la vista clavada en el lago—, el único puerto que no se hiela en el golfo de Praxeda es Pont Vanis.

—Lo sé.

—Acrecentaré tu conocimiento: hace cien años no se congelaba ninguno de los puertos del golfo. Hace cien años, hay numerosos testimonios, en Talgar crecían pepinos y calabazas, en Caingorn se cultivaban girasoles y altramuces. Hoy día no se cultivan porque las verduras mencionadas no pueden crecer allí, simplemente hace demasiado frío. ¿Y sabes que en Kaedwen había viñedos? El vino de aquellas vides no debía de ser del mejor porque de los documentos conservados se extrae que era muy barato. Pero también le cantaban los poetas locales. Hoy en Kaedwen no crecen viñas en absoluto. Porque los inviernos actuales, a diferencia de los antiguos, traen fuertes heladas, y las heladas fuertes matan la vid. No sólo detienen su crecimiento sino que la matan. La destruyen.

—Lo entiendo.

—Sí —reflexionó Nimue—. ¿Qué voy a añadir más? Quizá que la nieve cae en Talgar a mitad de noviembre y baja hacia al sur a una velocidad de más de cincuenta millas por hora. ¿O que entre diciembre y enero hay tormentas de nieve en Alba, donde hace cien años la nieve era todo un acontecimiento? ¡Y que aquí la nieve se funde y los lagos se deshielan en floreal lo saben hasta los niños! Y los niños se extrañan de que a este mes se le llame el de las flores. ¿No te extrañaba a ti?

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