Read La dama número trece Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (32 page)

BOOK: La dama número trece
12.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Adiós, doctor —dijo—. Un placer haberlo conocido.

Sintió un denso nudo en la garganta De nuevo se encontraba solo, pero ahora no cometería el error de implicar a otros. Recostó la cabeza en la almohada sabiendo con certeza que esa noche no lograría dormir. Entonces, apenas un minuto después de haber salido, Ballesteros entró de nuevo, cerró la puerta y se acercó a la cama. Parecía nervioso.

—Me he asegurado de que nos van a dejar tranquilos. Y ahora dígame de una vez la verdad... ¿Esa mujer es Saga?

Rulfo se quedó mirándolo completamente desconcertado.

No existía la muerte. Existía la tumba.

Todos los que la atendían, los que iban y venían registrando datos, anotando cifras, palpando su cuerpo con instrumentos delicados o simplemente abriendo sus párpados para iluminar su pupila, pensaban que no escuchaba, que no podía sentir. Hablaban de estado de coma y conmoción cerebral; la sometían a ese sinfín de torturas que, en nombre de la piedad, comete la medicina: introducían tubos en su garganta, rozaban sus córneas con gasas, golpeaban sus articulaciones con martillos de goma.

No eran culpables. ¿Cómo iban a saber que estaba viva, consciente y alerta dentro de aquella lápida de carne? Eran simples seres humanos: médicos, enfermeros, ayudantes... Personas que creían lo que creen las personas corrientes: que, si el infierno existe, es necesario morirse para conocerlo.

No, no podía culparles, pese a que, ciertas veces (muchas más de las que deseaba) se sentía capaz de estrangularlos con sus propias manos. Su rabia impotente y remota se volcaba contra ellos, y contra la máquina que contaba sus latidos, y contra aquella luz inclemente que traspasaba sus párpados, y contra el aire y la vida que la rodeaban como una burla cruel.

Ni siquiera enloquecía: se hallaba perfectamente cuerda bajo la locura, los ojos bien abiertos bajo los ojos cerrados, gritando en completo silencio, retorciéndose entre músculos quietos, absurdamente viva dentro de un cadáver.

—Veo un hospital. Me veo caminando por sus pasillos. Pero parece vacío. Entonces oigo algo: un eco, un murmullo lejano. Me doy la vuelta y distingo a una enfermera de espaldas...

En aquel punto se detuvo. No quería contar (porque no le parecía que tuviera importancia en aquel contexto) que la enfermera estaba desnuda, y que él creía reconocer la estilizada y morena figura de Ana, y que aquello le excitaba terriblemente, pero que, de improviso, la enfermera se volvía y él comprobaba que no era Ana, que se había equivocado cruelmente, porque,

en realidad,

—Me doy cuenta de que es mi esposa. Me mira.

Su mirada le recuerda la que ella le dirigió durante aquellos horribles segundos, dentro del coche retorcido. Sin embargo, en el sueño no la ve malherida. Lleva el pelo lacio y suelto de color castaño rojizo, como solía llevarlo en vida. Pero es algo más que su mirada o su pelo: es la sensación casi física de que Julia está allí, de pie frente a él, y que nada malo ha pasado. Ella no ha muerto y él puede tocarla y besarla, estrecharla contra su pecho. Entonces Julia le habla.

—«Cuidado con Saga», me dice... Yo le pregunto qué o quién es Saga, pero no me responde. La veo alzar el brazo y señalar algo. Cuando me vuelvo, ustedes están siempre allí.

—¿Ustedes?

—Sí. Usted y... y esa chica.

Los ve a ambos en la oscuridad. La muchacha es muy hermosa, mucho más que Julia o Ana: Ballesteros cree que nunca en su vida ha visto un cuerpo tan armónico, una figura tan deseable. Pero todo eso desaparece cuando mira sus ojos. En sus ojos no hay juventud; tampoco belleza ni tersura: solo un cúmulo de millares de años, una luz tan antigua como la de las estrellas. Sus ojos son tristes y terribles.

—«Ayúdales», me dice Julia. Y vuelve a repetirlo: «Ayúdales. Ayúdales». «¿Por qué?», le pregunto yo. «Hazlo por mí», dice ella. Entonces desaparece, y ustedes también. Me quedo solo. Los pasillos están oscuros, pero veo luces muy raras al fondo. Y vuelvo a escuchar ese eco, o ese murmullo, mucho más cerca: es como una jauría de perros, y comprendo que me persiguen. Echo a correr, pero los ladridos se acercan cada vez más. Entonces me doy cuenta de algo. No son perros sino mujeres. Y gritan palabras. Me llaman. Ladran mi nombre al tiempo que corren hacia mí. Sé lo que quieren hacerme: despedazarme... Y me despierto gritando. Llevo soñando lo mismo desde la noche del treinta y uno de octubre. Intenté localizarte. Te llamé por teléfono varias veces, pero no estabas. Quise olvidar el asunto, pensé que se trataba de un recuerdo de Julia... Ahora comprenderás por qué vine de inmediato cuando me dijeron que estabas ingresado en este hospital y querías verme... Pero lo que me decidió del todo fue enterarme de que, junto a ti, habían encontrado a una mujer. Acabo de verla. Fui a verla antes de entrar en esta habitación. Te juro que jamás en mi vida, ni en mis tiempos de estudiante, me he sentido tan nervioso al ir a ver a un paciente... —Miró a Rulfo con fijeza—. Es ella. La muchacha que veo en sueños. Pero ignoraba si era ella la persona a la que mi mujer se refería con el nombre de «Saga». Por eso te lo he preguntado, así, a bocajarro. Estaba seguro desde el principio de que me estabas mintiendo...

Rulfo parpadeó. Desvió la vista del semblante sombrío de Ballesteros y guardó silencio durante un buen rato. Ballesteros no lo interrumpió. Por fin, Rulfo dijo:

—Escuche, dejemos esto aquí. Márchese y cierre la puerta. ¿No recuerda lo que usted mismo dijo...? Cosas extrañas en las que no se debe entrar... Pues no entre. Déjelo ahora que está a tiempo.

—No quiero —repuso Ballesteros, impresionado por las palabras de Rulfo, pero con absoluta firmeza—. Estoy metido en esto tanto como tú... Ellas... ellas
ladran mi nombre
. ¿Lo has olvidado...?

Estuvieron mirándose durante un instante, escrutando el terror en los ojos del otro.

—Ni siquiera creerá la mínima parte de lo que le cuente —dijo Rulfo.

—¿Por qué estás tan seguro de eso? —Ballesteros hurgó en el bolsillo de su cazadora y sacó un paquete de tabaco. Se lo arrojó a Rulfo a las manos, así como un encendedor—. Quizá te lleves una sorpresa. No imaginas lo que ha llegado a cambiar últimamente el doctor Ballesteros...

Cuando a él le dieron el alta, ella ya estaba despierta. Ballesteros había afirmado que eran viejos conocidos de su consulta que abusaban del alcohol y las drogas, y había presentado sendos informes. Ella era una inmigrante húngara, les dijo, pero sus papeles estaban tramitándose convenientemente. Ahora todo consistía en esperar a que se recuperara también.

El médico estuvo muy pendiente de su estado y avisó a Rulfo cuando la trasladaron desde la UVI a la sala de observación. Rulfo la encontró acostada en la cama y completamente inmóvil, como en la ocasión anterior. La única diferencia era que ahora tenía los ojos abiertos. El silencio la rodeaba como el aura que nimba a los santos. Se acercó, la miró a los ojos y descubrió que ni siquiera ellos hablaban: permanecían negros y mudos como cadáveres de sí mismos, fijos en algún punto del techo. Una botella de suero goteaba lentamente hacia su sangre. La medicina mantenía su vida bajo arresto domiciliario.

—Raquel —susurró.

El nombre le dolió en la boca como el agua helada en un diente cariado. Ella no dio a entender que lo hubiese oído.

—No quiere comer, ni beber, ni hablar —dijo la enfermera.

Pidió quedarse junto a ella. Los acompañantes no estaban permitidos en aquella sala, pero Ballesteros intervino de nuevo y le dejaron ocupar una butaca día y noche. Lo que más deseaba era cuidarla: ayudaba a lavarla, insistía una y otra vez en que probase la comida, permanecía despierto hasta que comprobaba que ella se dormía. Dos días después, la vio sonreír por primera vez. Las enfermeras que la atendían se alegraron y le dijeron que quizá se debiera «a los desvelos de este señor». Cuando se quedaron a solas, ella se volvió hacia Rulfo sin perder aquella sonrisa.

—Mátame —dijo.

Por toda respuesta, Rulfo se inclinó y la besó ligeramente en los labios resecos. Ella le miró. En su mirada había un yermo de odio tan abismal que él se sintió desamparado. Comprendió que la Raquel de antaño había desaparecido para siempre.

Ballesteros los visitaba casi a diario. Supervisaba personalmente la evolución clínica de la muchacha y siempre encontraba unos cuantos minutos para charlar con ambos. Sabían que no podían hablar con libertad en aquellos momentos, pero Rulfo ya le había explicado a ella que Ballesteros «lo sabía todo» y solo pretendía «ayudarles». A ella no parecía importarle tal circunstancia. Seguía negándose a comer, se movía como un muñeco, respondía con monosílabos.

Cuatro días después del alta de Rulfo, Ballesteros le habló en privado.

—Los psiquiatras dicen que si su situación no mejora para la semana que viene se están planteando un tratamiento más radical. —Rulfo no entendía—. Electroshock —aclaró.

—Jamás les dejaré que hagan eso.

—Está perfectamente indicado en estos casos —le tranquilizó Ballesteros—. Plantéatelo de esta forma: lo peor que le puede ocurrir es que se quede como está.

—Pues que le den el alta. Vamos a llevárnosla de aquí.

—Eso es una tontería. Si no mejora, ¿dónde vamos a llevarla? ¿Dónde la cuidarán mejor que en un hospital...? Lo que hay que conseguir por todos los medios es que mejore. No puede seguir así. La miro y me dan escalofríos, pobrecilla... Es como si no soportara ni el aire que la rodea. Da la impresión de que, si pudiera, hasta dejaría de respirar. Está viviendo un infierno.

—Tiene motivos —replicó Rulfo mirando al médico fijamente.

—No me importan ahora esos motivos —repuso Ballesteros, pálido—. Sea quien sea y le hayan hecho lo que le hayan hecho, es una persona hundida en un pozo del que no quiere salir. Nuestro deber es sacarla de ahí. Luego podremos sentarnos tranquilamente a hablar de los motivos de cada cual...

Rulfo terminó asintiendo. La voz de Ballesteros era lo único racional que había escuchado en aquellos días de caos. Esa misma noche, mientras se dormía contemplándola en la penumbra de la sala entre siseos de oxígeno, respiraciones y toses de enfermos, tuvo un sueño. Vio a la muchacha y al niño de pie bajo un arco con dovelas en una ciudad desconocida. Estaban cogidos de la mano y las sombras los enmascaraban a ambos. Entonces escuchó la voz de ella:
Acércate y mira lo que le hicieron.

Mira

lo que le hicieron a mi hijo.

Era lo que menos deseaba, pero comprendió que tenía que hacerlo, porque no era justo que ella sobrellevase sola aquella verdad espantosa. Se aproximó, temblando. Sentía tanto miedo que creía que iba a enloquecer. A la muchacha la veía muy bien, pero el niño seguía siendo un bulto bajo las sombras. O no exactamente: empezaba a distinguir una estaca clavada en el suelo y, sobre ella...
Acércate y mira. Mira lo que le hicieron
. Despertó con un hondo escalofrío de terror segundos antes de contemplar lo que ocultaban aquellas sombras y pensando que Raquel se había levantado de la cama.

Pero la muchacha seguía inmóvil en medio de la oscuridad.

Aquella mañana se permitió un descanso. Bajó a la cafetería y pidió un desayuno un poco más abundante del usual, que no era otro que el que le servían a ella, ya que la muchacha rechazaba toda la comida y al personal que la cuidaba no le importaba que Rulfo la aprovechara. Pero empezaba a sentirse exhausto. Necesita moverse, salir de aquella sala inclemente. Además, deseaba telefonear a César. Ignoraba lo que había ocurrido con Susana y él. Había leído todos los periódicos que habían caído en sus manos pero no había encontrado nada, aunque tampoco sabía muy bien qué esperaba encontrar. Lo llamó. César seguía sin coger el teléfono. Debo ir a su casa, pensó con enorme preocupación.

Pero al regresar a la sala le aguardaba una sorpresa.

—¿Qué le parece? —dijo la auxiliar muy contenta—. ¡No ha dejado ni las migas!

Le mostraba la bandeja del desayuno con el vaso de café con leche vacío y un plato limpio que antes había contenido una tostada.

—Y no la ha tirado ni la ha escondido, ¿eh? —advirtió la mujer llevándose un dedo al ojo—. ¡Que nosotras hemos estado bien pendientes!

Sentada en la cama, sonriente, rodeada de enfermeras y auxiliares, la muchacha parecía una niña buena que hubiera logrado, tras cierta dificultad, superar todos los exámenes.

—Buenos días —dijo. En sus ojos aún flotaba la tristeza, pero el cambio había sido espectacular.

En connivencia con su alta, la mañana nació soleada, azul y quieta, alejada por completo de los rigores grises de los días previos. Pese a todo, los árboles desnudos y la presencia de abrigos anunciaban que el otoño estaba despidiéndose de Madrid. Ballesteros se tomó el día libre y los llevó en su coche. Había insistido en que se alojaran en su casa. Allí había sitio de sobra para los tres, dijo, y ahora que él también sabía la verdad, creía conveniente que estuvieran juntos. Ni Rulfo ni Raquel pusieron objeciones a su ofrecimiento. No obstante, durante el trayecto (con Raquel dormida en el asiento posterior), Rulfo se vio obligado a decir algo.

—Hospedarnos en tu casa implica un grave riesgo para ti, Eugenio. Supongo que lo sabes.

—Estoy dispuesto a asumirlo. —Ballesteros frenó ante un semáforo en amarillo con cautela de conductor precavido—. Ya te dije en su momento que estamos metidos en esto los tres, nos guste o no. Por otra parte —agregó, clavando sus ojos grises en Rulfo—, aún no me habéis convencido del todo. He soñado algo extraño, sí, pero no me he vuelto brujo, o exorcista por ello... No aceptaré que me habléis de poemas que producen cosas al ser recitados y absurdos de ese estilo... Admito que nos ha ocurrido algo fuera de lo común... Incluso estoy dispuesto a creer que existe un... un grupo de... Bueno, llamémoslo una secta. Pero solo llego hasta ahí. No es que ponga en duda lo que me has contado: te creo, creo que
habéis
vivido todos esos horrores, pero estoy seguro de que si te preguntara ahora cuántas de esas cosas piensas que han sido reales, tan reales como estos árboles, la calle Serrano o las aceras, dudarías antes de responder...

Rulfo le daba la razón, en parte. Dos semanas después de su supuesta «visita» a la mansión de Provenza aún se mostraba incrédulo respecto de muchas de las cosas que recordaba.

—Esta clase de sectas tienen un arma muy poderosa —continuó Ballesteros—: la sugestión. Peores cosas han ocurrido en algunos lavados de cerebro y síndromes de Estocolmo. De modo que no intentéis convencerme de que leyendo a Juan Ramón Jiménez voy a hacerme invisible o me saldrán cuernos y rabo, porque no lo aceptaré. Soy un hombre racional, un médico. Y siempre he creído que el primer médico de la historia fue santo Tomás, que solo diagnosticó después de examinar las llagas. Y ya estamos en casa.

BOOK: La dama número trece
12.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

My Liverpool Home by Kenny Dalglish
The Junkyard Boys by SH Richardson
Next by Michael Crichton
Baller Bitches by Deja King
Death and Desire by P.H. Turner
When He Was Bad by Shelly Laurenston, Cynthia Eden
In Too Deep by Jane, Eliza