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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (36 page)

BOOK: La dama número trece
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—¿Salomón...? Pasa...

El interior del ático se hallaba plagado de oscuridad y olores: de la primera tenían la culpa las persianas cerradas, una de ellas oblicua y rota; de los últimos, las posibilidades se repartían entre la podredumbre, el tabaco, la marihuana, el sudor y un pungente aroma a papel quemado. Había una silla volcada, una cortina en el suelo, botellas de licor rotas, libros y revistas desparramados y enormes manchas sobre las bonitas alfombras. Nada quedaba del sofisticado lugar donde, alguna vez, César y Susana habían jugado a la felicidad.

—¿Qué ha ocurrido, César?

Su viejo profesor lo miró como si aquélla fuera la pregunta más inesperada de todas. No vestía una de sus lujosas batas de seda sino una camisa larga que alguna vez había sido azul oscura, y pantalones de pana. Estaba en calcetines. De repente se llevó un índice tembloroso a los labios.

—¡Chist...! No hablemos tan alto... No quiero despertarla...

Rulfo se puso rígido.

—¿A quién?

—A quién va a ser... —César se había apartado de él y caminaba encorvado por el estropicio del salón—. A Susana.

—¿Susana está aquí? —Rulfo sentía en la garganta el obstáculo denso del miedo.

—Claro, como siempre. En el cuarto.

Avanzaron como espectros hasta la habitación clausurada donde habían discutido durante su última visita. César cogió el pomo y lo hizo girar. La puerta se abrió milimétricamente descubriendo una franja de luz, la mullida alfombra, el televisor...

Rulfo lo miraba todo completamente tenso, con los puños apretados, esperando ver aparecer en cualquier momento Dios sabía qué. Su corazón se había convertido en un mazo manejado por un loco.

—¿Susana? —llamó César—. ¿Susana...? Mira quién ha venido...

La puerta se abrió del todo.

No había nadie en la pequeña habitación. César pareció desconcertado.

—Debe de estar... Claro, en el dormitorio... —Entonces se volvió hacia Rulfo y le mostró los dientes—. ¿Por qué tanto interés por ella, Salomón...? ¿Es que sigues follándotela?

Siempre habían existido dos Rulfos, y el primero miraba con malos ojos el impulso irracional del segundo. En aquel momento ocurrió igual: se odió a sí mismo cuando aferró a César de la camisa y lo arrojó sobre el sofá, aquel mueble destellante del que tan orgulloso se sentía su antiguo profesor. César se dejó maltratar como un muñeco de ventrílocuo y, una vez allí, no hizo ningún intento por levantarse. Simplemente, le sonrió con una mueca de dientes devastados.

—No te preocupes... Hace tiempo que me acostumbré a lo vuestro... Además, ella te prefiere a ti... Al querido alumno... Conmigo no tiene ni para empezar...

Decidió no hacerle caso.
Se ha vuelto loco. Sin duda, ellas lo han visitado. Debe de tener un verso en el cuerpo
. Se encontraba exhausto y empezaba a comprender que aquel estado afectaba sus nervios. Retrocedió tambaleándose y se dejó caer en la moqueta. Ambos hombres jadearon durante un rato.

—César, ayúdame —rogó Rulfo—. Si puedes entenderme, ayúdame. Quiero destruirlas. Por lo que le han hecho a Susana... Por lo que te han hecho a ti...

—No podrás. —Alzó una mano temblorosa—. Olvídalo. No pueden ser destruidas. Son poesía.
Morir non puote alcuna fata mai...
Las hadas no pueden morir, lo dice Ariosto.

—Déjame que lo intente.

—No, ni se te ocurra. No, no, no. Acabarás como mi abuelo. Disfrutó mucho, el jodido viejo, pero se volvió loco de remate... Debes andarte con cuidado... La poesía no perdona. Tiene garras de milano. ¿Recuerdas a Leticia Milano...? La poesía te aferra y te lleva por los aires hasta que no puedes respirar... Hasta que el oxígeno te incendia los pulmones y el cerebro. Hay que ser... respetuoso.

—¿Dónde están los archivos que te llevaste de casa de Rauschen?

—Los he leído. Todos.

—He venido para que me hables de eso. ¿Dónde están?

—Aquí. —Se señaló la cabeza.

—Pero el CD, ¿dónde está?

—Destruido. El ordenador también...

—¿Cómo...?

—¡Chist...! No grites. No grites, por favor. Me duele la cabeza. Además, vas a despertarla. Susana está arriba. Es increíble lo que me cuenta todas las noches.

Rulfo cerró los ojos, pero en esta ocasión no perdió los estribos. Estaba intentando razonar.

—¿Susana te habla... por las noches?

—Claro, no te fastidia. A ver si te crees que todo va a ser «follar como chiquillos», como decía Rimbaud... Tiene la piel tan fría que no tendrías que echarle hielo al whisky si lo dejaras un rato entre sus tetas. Pero sigue siendo un placer estar con ella... Es una chica escalofriante... ¡Escalofriante, ésa es la palabra!

Pensó, estremecido, que César podía estar hablando de Baccularia, o quizá de Lamia. O puede que solo fuera una proyección de ellas en su pobre cerebro. Ahora le dolía horriblemente haberlo golpeado.

—¿Qué es lo que te dice?

—Oh, demasiadas cosas... Me la pone tiesa oírla hablar, diga lo que diga. Pero me ha quitado la poesía. Eso es lo peor. La ha barrido del todo, zas. He quemado mis libros. Bueno, estoy en ello... Selecciono, y arrojo al fuego... Soy Don Quijote y el cura a la vez. Pero no sirve de nada, porque me estoy
volviendo poesía
. ¿Sabes cómo es ...? Una sensación muy rara... Como si tuvieras las ventanas de la cabeza abiertas y los pájaros pudieran atravesarte de aquí a aquí. —Se señaló ambas sienes—. Como un disparo, ¿entiendes...? De modo que... es muy difícil... destruirlas... porque ellas te convierten en lo que son. Lo peor es que rechazar la poesía también es poesía.
Bricht das matte Herz noch immer
... Pasa igual con el amor. La poesía es la enfermedad del mundo, Salomón, la fiebre de la realidad. Acecha al hombre en una esquina. Vas caminando tan tranquilo un día, y, cuando menos te lo esperas, la poesía salta y... te come.

—César...

—Son trece. Como las trece últimas líneas de un soneto... Los sonetos tienen catorce versos, pero, en la simbología que ellas utilizan, el primer verso carece de número: somos los humanos; y el último, carece de nombre: es la número trece.

—Dime dónde está la número trece.

—En el vacío...

Ahora César parecía medio dormido. Lanzando un grito de frustración, Rulfo se levantó y salió de la habitación sin preocuparse de cerrar la puerta.

El CD. Quizá lo conserve todavía.

Recorrió el salón y advirtió el ordenador portátil de César en el suelo. Tenía la pantalla destrozada y carecía de disco duro. Apartó las pilas de libros a patadas. En la chimenea descubrió una ingente masa de papel carbonizado y restos de hollín en la alfombra. Olía fuertemente a quemado y algunos lugares de la alfombra habían ardido. Fue vagamente consciente del peligro que ello representaba, pero en aquel momento no podía preocuparse por eso. Revolvió entre la hojarasca negra sin encontrar nada. Fue a la cocina y registró en vano la basura, que, curiosamente, se hallaba pulcra, casi vacía: apenas había unas cuantas servilletas de papel arrugadas.

—¿Sabes que mi abuelo fue un puñetero pederasta? —César seguía hablándole desde el cuarto.

—Sí —dijo Rulfo sin escuchar y salió de la cocina.

El dormitorio.

—En serio, Leticia Milano lo volvió loco proporcionándole niños en París... Te confieso que... ¡Eh! ¿Adónde vas...? ¡Despertarás a Susana...!

Rulfo subía las escaleras en dirección al dormitorio abuhardillado. Era el último lugar que le quedaba por registrar.

Sintió el espantoso hedor a mitad de camino. Era mucho peor que en la planta baja.

—No hagas ruido... Si se despierta, se enfadará... Ya la conoces...

Con una mano tapándose la nariz, empujó la puerta.

La escena le recordó lo ocurrido en casa de Ballesteros la noche previa. Toda la habitación parecía un matadero. La sangre hacía ya mucho tiempo que se había secado en las paredes. Pero, en el suelo, a los pies de la cama, en medio de un mar inmóvil y espeso color rojo oscuro, había algo más. Al pronto no supo qué podía ser. Una bola húmeda, un animal retorcido. Entonces distinguió las líneas de una columna vertebral doblada, unas piernas flexionadas y roídas hasta las rodillas, muñones de brazos, el cabello pajizo sucio y pegado al cráneo y (cuando dio la vuelta alrededor de aquella cosa)

Ouroboros

la boca abierta, fracturada, adosada a una de las piernas,

Es Ouroboros

paralizada por fin.

Había pensado en matar a César antes de irse, pero al final le había faltado valor. No había descubierto ningún verso en su vientre, pero sospechaba que, con su antiguo profesor y amigo, las damas habían hecho gala de una gran sutileza. Lo habían enloquecido, simplemente,
haciendo que Susana regresara junto a él.

¿Verdad? De regreso a casa. Una gran sutileza, Saga. Te felicito.

Conducía en medio de luces parpadeantes y húmedas, con toda la rabia de que era capaz el acelerador. Ya solo les quedaba una oportunidad: que Raquel recordase algo importante.

Un coche le bloqueó el paso en un cruce y Rulfo hizo sonar el claxon como una trompeta destrozada. Escuchó insultos pero siguió adelante.

Raquel era la única esperanza que poseían. Pero ¿qué otra cosa iba a recordar que no hubiese recordado ya?

O bien Lidia. Que Lidia volviese a comunicarse con ellos. Pero estaba seguro de que los sueños ya habían finalizado. ¿Acaso sería cierto que otra dama en el
coven
estaba intentando ayudarles...?

Un semáforo lo amenazó con su luz amarilla. Pensó que podía pasar, pero el coche que tenía delante frenó y, maldiciendo entre dientes, él se vio obligado a hacer lo mismo.

¿Qué iba a decirles a Ballesteros y a la muchacha, que aguardaban su regreso anhelantes?
Lo siento. Pista falsa. No podemos contar con los archivos de Rauschen.

El semáforo demoraba en cambiar. Impaciente, desvió la vista hacia la acera.

Y vio una puerta corredera de cristal flanqueada por dos pequeños abetos.

La joven Jacqueline contemplaba el paisaje desde un diván de la terraza de su villa de la Costa Azul, construida sobre un acantilado. A decenas de metros a sus pies rugía la incansable maquinaria del mar. Era de noche, y a lo lejos había estallado una muda tormenta eléctrica. Una brisa fría, pero aún soportable en esa latitud, agitaba los pliegues de su albornoz a rayas.

Estaba rodeada de sensaciones gratas, pero se habría sentido igual de bien encerrada en un ataúd bajo tierra o en medio de las llamas. Sus profundos y cuidadosos placeres no tenían nada que ver con la realidad que la ceñía. Eran felicidades de otro tipo, goces íntimos que la sumergían en un paraíso de sensaciones cuya duración podía dilatar a su capricho.

Jacqueline existía solo desde hacía veintidós años. Era una jovencita vivaracha, delgada, menuda, de pelo corto y ojos castaños. Había nacido en París, era rica, vivía sola, carecía de familia y amigos, parecía feliz. Y era muy amable. Así la consideraba la tropa de inmigrantes que atendía su lujosa residencia. Siempre sonriente, siempre alegre,
mademoiselle
. Muy amable.

En cuanto a
aquello
que había dentro de ella, la otra, la que habitaba en su mirada y nunca parpadeaba, era más antigua que muchas de las cosas que en aquel momento contemplaba. A veces, Jacqueline se divertía pensando qué opinarían sus doncellas, sus criados, todos los ajenos que se afanaban diariamente en cuidar de su casa y su persona, sobre la
otra
. Qué dirían si pudieran verla y ser capaces, después,

de pensar

o respirar.

Sus labios se curvaron en una dulce sonrisa. En comunión con aquel suave gesto, el horizonte se iluminó con un relámpago.

Los placeres de Jacqueline eran, en verdad, muy extraños, porque eran los placeres de la
otra
. Por ejemplo, recitar versos con Madoo. O, por ejemplo, tatuar filacterias en cuerpos de ajenos para observar los resultados. O, por ejemplo, jugar a humillar a su antigua reina. Pero, naturalmente, nada de eso era muy importante. Lo que en verdad importaba era ser capaz de doblegar la realidad.

La realidad era tan débil. Como un feto en el interior de un útero: así era. Ninguna de las hermanas se había percatado hasta el extremo en que lo había hecho ella de aquella evidencia. Qué indefensa, qué frágil, aquella realidad dormida; cuán semejante a un velo impalpable y trémulo.

En su boca yacía un Rimbaud que podía rasgar ese velo y hacerlo pedazos. En su boca anidaba un Horacio que el mundo jamás había escuchado y un Shakespeare que ninguna de sus hermanas había recitado nunca de la forma en que
ella
era capaz de hacerlo. Un día los recitaría, solo para demostrarles lo tenue que era aquella cortina, la sencillez con que podía arrancarse. Un día abriría aquel Rimbaud, aquel Horacio y aquel Shakespeare, y el mundo cambiaría de rostro. Lo haría. Era Saga. Ahora podía hacerlo todo.

También conocía un Eliot. Tenía preparado ese Eliot en su lengua. Era diminuto y no pertenecía a
La tierra baldía
sino a los
Cuartetos
. Pero era
decisivo
. Servía para obtener información. El conocimiento era su especialidad, su punto fuerte. Llegar a convertirse en Saga había sido un proceso muy, muy lento, pero los resultados compensaban la espera con creces.

Ahora llegaba su era.

Otro relámpago cegó el horizonte. Sus ojos parpadearon, los ojos que miraban a través de ella no.

Quedaba un asunto pendiente, pero se solucionaría de forma tan eficaz e inmediata como aquel rayo. Una cuestión insignificante en la vastedad de cosas que llenaban su mundo. Sin embargo, estaba deseando resolverla.

La Conjunción Final. Ya habían recuperado la imago de Akelos. Ahora era preciso convocar al grupo para destruirla. Ya está. Tan simple como eso. Las hermanas, incluso, habían olvidado aquella última tarea. Ella no.

Era un asunto baladí, pero imprescindible. Estaba impaciente por librarse de la antigua Akelos para siempre. Le inquietaba que aún
existiera
, aunque su cuerpo estuviera muerto y ella Anulada. Había sido su gran adversaria, mucho más que la derrotada Raquel. Y conocía a fondo lo único que ella ignoraba por completo: el destino. Sus caminos eran invisibles pero reales, y cuando Jacqueline se adentraba en uno, descubría que Akelos ya lo había recorrido hacía tiempo. Su sucesora aún no lograba igualar, ni de lejos, el vasto poder y la experiencia acumulados por la vieja dama. Y lo que era peor: Akelos había sido propietaria de una inmensa oscuridad, parte de la cual Saga no poseía. Y eso la amedrentaba, porque ella tendría que haber dispuesto de
toda
la oscuridad posible.

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