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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (37 page)

BOOK: La dama número trece
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No obstante, la antigua Akelos tenía los días contados.

Quedaba por averiguar si alguien colaboraba con ella. Quedaba penetrar en el extraño silencio que albergaba la mente de Raquel. Pero eso sería aún más fácil: una vez destruida la vieja araña, comenzaría a
trabajar
en la muchacha. Había logrado convertirla en una ajena sumisa y trémula, y la tortura y muerte de su criatura no habían hecho sino acentuar aquellos rasgos, como había supuesto acertadamente. Cuando llegara la hora, sus últimas defensas se harían trizas y ella penetraría como un ariete en sus pensamientos hondos y haría estallar su
silencio
. Si había otra traidora, terminaría averiguándolo. Por ahora, se limitaba a seguir presionándola, a ella y a los ajenos que Akelos había logrado reclutar mediante filacterias.

Terminarían revelando quién los ayudaba.

Recordó que la próxima reunión tendría lugar dentro de tres semanas, en el solsticio de invierno.

Miró hacia la lejanía. Varios relámpagos estallaron en los confines de su visión, como si sus propios ojos los provocaran.

—Es una especie de gabinete psicológico. Ya estaba cerrado cuando pasé, pero quizá tengan pacientes ingresados. Se llama «Centro Mondragón».

—No lo conozco —dijo Ballesteros—. Pero no es extraño. En Madrid existe un buen número de centros privados de todo tipo que te prometen el oro y el moro. O más bien el moro a cambio de tu oro.

—No entiendo qué quieres decir —intervino Raquel.

—Es un juego de palabras bastante tonto —se disculpó Ballesteros—. Pero, teniendo en cuenta que son casi las doce de la noche no me pidáis otra cosa, por favor. Salvo café. ¿Alguien quiere más café...? ¿No ...? Bueno, pues para mí.

Se sirvió los últimos restos en su taza. Estaba frío, pero pensaba que era mejor que el alcohol que ingería Rulfo. Aún le duraba la resaca de whisky del día anterior.

Rulfo había regresado de casa de César sabiendo que no era portador, precisamente, de las mejores noticias. Intentó soslayar cuanto pudo los detalles desagradables, pero comprendió (y las expresiones de Ballesteros y Raquel delataban que lo comprendían igual de bien) que no era preciso describir todo lo ocurrido para llegar a saber lo fundamental: que apenas les quedaban oportunidades.

—Esto es lo que tenemos. No es mucho, pero quiero entrar en esa clínica, o centro, o lo que sea, y buscar una habitación con el número trece.

—¿Crees que puede ser importante?

—Lo único que sé es que ése era el lugar con el que soñé, y Lidia se refería a él cuando me dijo: «El paciente de la habitación número trece lo sabe». Sea quien sea la persona que se encuentre en esa habitación, debo hablarle. Tendremos que planear algo para entrar en el Centro Mondragón mañana por la tarde.

—¿Qué es lo que quieres hacer?

—Por lo pronto, actuar legalmente. Pero si no nos aclaran nada, entrar como sea. Cierran a las ocho en punto: quizá pueda ocultarme hasta esa hora y, cuando el edificio se vacíe, buscar con tranquilidad.

—Necesitarás asegurarte alguna forma de salir después —opinó Ballesteros, asombrado de la naturalidad con la que estaba colaborando en un plan para invadir una propiedad privada.

—Iremos con tiempo y revisaremos el edificio por fuera.

—Perdonad.

Ambos se volvieron hacia la muchacha. Los miraba parpadeando, como indecisa sobre lo que deseaba decir.

—No quisiera cambiar de tema, pero... Me gustaría ver libros de poesía.

Hubo un silencio.

—Entiendo —dijo Rulfo moviendo afirmativamente la cabeza.

—No creo que sirva de nada —se apresuró a añadir ella—. He recuperado la memoria, no la capacidad de recitar. Pero se me ha ocurrido que, quizá... encuentre algo útil.

—Es una idea magnífica, Raquel. —Rulfo asintió otra vez—. Si existe una sola cosa que pueda protegernos o hacerles daño, es la poesía.

Ballesteros se asombraba de escuchar aquella conversación sin que su racionalismo protestara a gritos. Pero en aquel momento su racionalismo sufría dolor de espalda. Se palpó la zona lumbar y reprimió una mueca. Había pasado una hora entera raspando sangre en las paredes y baldosas de la antigua habitación de su hija, en la que había dormido Raquel: sangre surgida de la nada, al igual que aquella niña escalofriante o la horrible imagen de Julia, como un estallido de cuerpos invisibles. Pensó que, frente a esa dolorosa evidencia, toda la incredulidad racional del mundo se desmoronaba como un castillo de naipes.
No hay nada como pasarte una hora raspando sangre para convertirte al ocultismo
, se dijo.
Basta un dolor de espalda para creer en el más allá
.

Rulfo le preguntaba algo.

—¿Libros de poesía...? —Ballesteros se mesó la barba pensativo—. No, no tengo. Míos, desde luego, no... Quizá de Julia... Sí, creo que hay algo de Pemán. A ella le gustaba. ¿Os serviría Pemán?

—No —dijo la muchacha.

—Me lo imaginaba. ¿Qué pasa hoy con Pemán, que no sirve ni para esto?

—No es nada atribuible a Pemán —explicó Rulfo—. Según me contó César, solo unos cuantos poetas a lo largo de la historia han compuesto versos de poder inspirados por las damas. La inmensa mayoría ha creado únicamente poemas bellos pero inofensivos.

—Pues, entonces, no voy a poder ayudaros.

—No te preocupes. En casa tengo una buena colección. Iremos mañana, Raquel. Dispondrás de toda la tarde para seleccionar los libros. Y, cuando me ayudes a entrar en esa clínica, Eugenio, podrás acompañar a Raquel y me esperaréis allí. ¿Os parece bien? —Ambos asintieron y, por un instante, hubo silencio. Rulfo los observó: estaban tan cansados, o más, que él, pero no quería dejar ningún cabo suelto, particularmente un detalle que le parecía vital. Se dirigió a la muchacha—. ¿De cuánto tiempo crees que disponemos?

Ella meditó un momento.

—Primero, deben reunirse para realizar un ritual llamado de «Conjunción Final» y destruir la imago, y eso ha de ser en una fecha concreta... Si piensan dejarnos con vida hasta entonces... Bueno, quizá con mucha suerte nos queden tres semanas, hasta el próximo solsticio de invierno.

Rulfo y Ballesteros se removieron inquietos.

—Tres semanas —dijo el médico—. No es mucho tiempo para encontrar a esa... esa dama número trece. Si es que la encontramos...

—La encontraremos —afirmó Rulfo—. Ahora debemos intentar descansar. Es muy importante que recuperemos fuerzas.

La reunión se disolvió de inmediato.

El vestíbulo del Centro Mondragón se les antojó pequeño y gélido como una tumba. Había cuadros modernos, plantas decorativas y sofás de piel. Rulfo estaba completamente seguro de no haber visitado aquel lugar en su vida, lo cual reafirmó su hipótesis de que los sueños le indicaban una pista importante.

Una mujer se sentaba ante un ordenador en el mostrador de recepción. Habían decidido ya lo que iban a hacer, y Ballesteros fue el único que habló. Mostró su carnet de colegiado y su mejor sonrisa, y citó el nombre de un supuesto paciente que recibía atención psicológica en el centro. Se acodaba en el mostrador para hablar y apenas pronunciaba dos palabras seguidas sin sonreír. La mujer, de pelo rizado y teñido de caoba, le devolvía las sonrisas al tiempo que le ofrecía información. No, aquel centro no tenía ningún paciente ingresado, y no había médicos, solo psicólogos. Tampoco existían habitaciones con el número trece. Lamentablemente, no podía permitir que Ballesteros lo recorriera en aquel momento: había pacientes en terapia. Quizá, si viniera mañana a última hora... Pero se ofrecía a explicarle todo lo que necesitara, por supuesto. De vez en cuando, él le hacía una pregunta que la obligaba a mirar el ordenador. En un momento dado la mujer levantó la vista de la pantalla y no le pareció que hubiese cambiado nada.

Ni siquiera se había percatado de que el joven barbudo que acompañaba al médico había desaparecido.

Rulfo se deslizó por uno de los pasillos. En un recodo había una sala de espera ocupada por cinco o seis personas sumidas en su particular soledad. Por alguna razón, lo observaron con acritud. Siguió caminando sin detenerse y encontró un cuarto de aseo cuya puerta no daba a aquella sala. La abrió y entró.

Parecía diseñado para enfermos modernos. Sombras tajantes y rectangulares dividían las paredes, creadas por luces minimalistas. El aire se hallaba enriquecido con ambientadores caros. Estaba vacío. Escogió el último de los retretes de la hilera, entró y cerró la puerta con pestillo. Comprobó que aquel mecanismo ponía en marcha la luz y el extractor, de modo que prefirió no usar el pestillo y permanecer en la oscuridad. Si alguien intentaba abrir, siempre podía advertirle que estaba ocupado.

Ahora, todo consistía en esperar.

En el vestíbulo ocurrió por fin lo que Ballesteros deseaba: otro individuo abordó a la recepcionista. Le cedió el puesto gustoso. No quería finalizar aquella apasionante cháchara y dejar que la mujer tuviese tiempo de acordarse de su compañero, pero, sometida a un nuevo interrogatorio, pensó que no había riesgo de que tal cosa sucediera. Deseó mentalmente a Rulfo toda la suerte del mundo y se marchó.

Hölderlin. No podía olvidar a Hölderlin. Por fortuna, Rulfo poseía una edición original de sus
Poemas de la locura
. Ninguna traducción le habría servido.

Sacó el libro del estante, bajó de la silla sosteniéndolo con las dos manos y lo dejó cuidadosamente sobre la mesa, junto a los otros. Luego se detuvo a valorar su siguiente elección.

La noche anterior, Rulfo le había dicho a Ballesteros que los poetas que habían compuesto versos de poder eran relativamente escasos. A grandes rasgos, tenía razón. Pero existían grados muy sutiles, y ella empezaba a recordarlos. Omar Jayyam tenía un solo verso de poder en todo el
Rubbaiyat
, pero su efecto era tal que compensaba con creces aquella escasez. Pedro Salinas y Jorge Guillén, que nunca habían sido inspirados por las damas, albergaban auténticas bombas devastadoras en el espacio de dos o tres líneas. Byron había escrito una estrofa de incalculable destrucción, pero era preciso recitarla al revés.

Sin embargo, pensó que no podía perder el tiempo con los más débiles. Tenía que acudir directamente a los peligrosos.

El joven y enfermizo Isidore Ducasse, por ejemplo, célebre por su seudónimo de conde de Lautréamont, y sus
Cantos de Maldoror
. Había tanto poder en aquellos poemas en prosa que, según recordaba, una sola vida humana no bastaba para utilizarlo todo. Encontró una edición original en rústica y la depositó sobre la mesa. Junto a ella vio un ejemplar de
The tower and other poems
de Yeats. Recordó que Yeats había sido inspirado por Incantátrix, a quien había visto por primera vez en un sueño infantil, en Sligo, y luego, de adolescente, de pie sobre un farallón atacado por las olas, mortecina y vaporosa como la espuma del mar. También debía llevarse a Lorca. Supuso que Rulfo poseería una buena edición del
Romancero gitano
.

Senda un nudo en la garganta y tenía deseos de llorar. Todos aquellos nombres la visitaban acompañados de misteriosos recuerdos.

Se veía a sí misma mirando a través de los ojos de un gato mientras T. S. Eliot componía
La tierra baldía
. Recordaba haber hablado con el ciego Borges y el ciego Homero. Mantenía una vaga reminiscencia de túnicas y antorchas durante un ceremonial con Horacio. Alguna vez, John Donne había querido besarla. En cierta ocasión, había observado a Vicente Aleixandre mientras dormía, y, en otro tiempo y lugar, descubierto los ojos de Wordsworth entre una multitud de chiquillos que jugaban al aire libre.

Alguna vez había sido de otra forma. Pero nada de eso importaba ahora. ¿Acaso no lo había abandonado todo por una sola cosa?

No pienses en él.

Esa cosa intraducible, esa carne incapaz de escribirse, de recitarse, de contarse. Esa vida que, de repente, la había hecho sentirse también poderosa, pero de una forma que ningún poema hubiese podido otorgarle...

Sí, Rulfo tenía razón: la venganza era necesaria. Cuando solo era una ajena, se había vengado de la tiranía de Patricio. Ahora había recuperado la memoria y sabía quién era su verdadera enemiga.
Ya me habías destrozado, Saga, ya habías acabado conmigo...
Pero has cometido el error de pisotear los trozos Ya basta. Te lo haré pagar. Voy a por ti.

Escuchó el sonido de la puerta y se pasó la mano por las mejillas, secándose las lágrimas.

—Ya está —dijo Ballesteros entrando en el comedor—. Salomón se ha quedado en esa clínica... Ojalá tenga suerte. ¿Qué te pasa?

—Nada.

El médico la miraba desde el umbral con sus bondadosos y cansados ojos grises.

—¿Te sientes bien?

—Sí... Es que... todo esto es muy complicado.

Él asintió, comprendiéndola. La muchacha volvía a vestir su ropa de costumbre. Tras varios pasos por la lavadora las prendas se habían convertido poco menos que en trapos descoloridos y ajustados con vestigios indelebles de manchas de sangre, pero a Ballesteros le pareció, al verla subida en aquella silla con los pies de puntillas, que no podía estar más atractiva. Echó un vistazo a su alrededor, algo avergonzado, y vio los libros apilados sobre la mesa.

—¿Vas recordando cosas?

—Algunas.

—A mí, todo esto sigue pareciéndome increíble... —Cogió al azar uno de los volúmenes y lo hojeó—. A fin de cuentas, solo es poes...


¡No toques eso!

Se quedó inmóvil con el libro en la mano. La exclamación de la muchacha le había producido un sobresalto. Ella parpadeó.

—Perdona, no debí gritarte. Pero Shakespeare es
muy peligroso
...

—Comprendo. —Ballesteros asintió y volvió a dejar sobre la mesa, con sumo cuidado, la edición inglesa de los sonetos.

Era como si el tiempo no transcurriera. Continuaba encerrado en la oscuridad, aguardando. Por el momento nadie lo había descubierto. Pero ¿qué haría después? Se preguntó si sería cierto, tal como había dicho la recepcionista, que no existía ninguna habitación con ese número. En ese caso, ¿qué haría?

De algo estaba seguro: tendría que registrar todo el edificio. No iba a marcharse de allí sin cerciorarse de que no había ningún paciente. Rogaba por que la recepcionista hubiese mentido. Rogaba por encontrar, al menos, una habitación con el número trece grabado en la puerta: sabía que en su interior se hallaría la clave para descubrir a la última dama, o su receptáculo.

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