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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (17 page)

BOOK: La dama número trece
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—Patricio era el único que lo sabía, y me hacía obedecer amenazándome con hacerle algo... Hoy quiso llevárselo y no se lo permití. Es la única razón por la que sigo viva. La única. Me habría matado si él no llega a estar conmigo, te lo juro. No dejaré que nadie me lo quite. Te lo juro.

Se percató de algo. La voz de la muchacha no parecía muy diferente de la que ya conocía, pero sus palabras sí. Se expresaba con más soltura, como si su vocabulario hubiese mejorado. Y su tono denunciaba una firmeza inusitada. Parecía haberse vuelto más fuerte, menos dócil.

Su casa continuaba convertida en un lamedal de objetos. Se disculpó, comenzó a recoger cosas y Raquel lo ayudó en diligente silencio. Luego Rulfo entró en la cocina y preparó una cena ligera a base de tortilla francesa y ensalada. Mientras ponía la mesa, descubrió que madre e hijo continuaban sentados donde él los había dejado, abrazados, silenciosos. Ella no tenía ropa para cambiarse, por lo que Rulfo le había dejado su albornoz de baño. El niño llevaba su propio y sucio pijama rojizo, y una de sus manitas se cerraba sobre el ramillete de soldados de plástico que había traído consigo.

—Bueno, no sé si tenéis apetito, pero yo sí —dijo Rulfo.

Le agradó comer con ellos, los tres sentados a la mesa. Observó al niño. Comía con las manos, parsimoniosamente, sin elevar la vista. Tenía el cabello pajizo y mal cortado, aunque parecía limpio. Sus sugestivos y grandes ojos azules y su fina boca rosada no eran de Raquel. Era muy hermoso, a su modo, pero resultaba obvio que había salido al padre, fuera quien fuese. Y existía otra detalle. Después de que ella le explicara la clase de horrenda vida que había llevado, Rulfo esperaba una expresión vacía, un temperamento apagado de borrego triste. Sin embargo, emanaba de su semblante y sus gestos una callada pero indudable personalidad, una
dignidad
que le sorprendió. El aspecto taciturno de su rostro no lograba socavar aquel aire casi majestuoso que lo rodeaba, incluso cuando, tras terminar en un santiamén los trozos de tortilla, inclinó la cabeza y recorrió el plato con rápidos lametones.

En un momento dado, el niño elevó la vista y sorprendió la mirada de Rulfo. Éste la apartó al instante, pero se dio cuenta de que el pequeño seguía mirándolo. Le sonrió en vano: la seriedad de aquellos labios era exhaustiva. En su carita no había vestigios de timidez o cobardía, pero sí una espantosa soledad y el recuerdo de un sufrimiento denso. Rulfo sintió un nudo en la garganta al pensar en la clase de vida que había generado aquella mirada. Cayó en la cuenta de que no sabía su nombre. Le preguntó a Raquel.

—Laszlo —dijo ella después de un titubeo.

Tras asegurar la puerta con la cadena y colocar delante una cómoda en previsión de visitas tan inesperadas como la de la noche anterior, Rulfo le propuso que durmiera con su hijo en la cama, y añadió que él se las arreglaría con el tresillo. Pero la muchacha se negó.

—No está acostumbrado a dormir con nadie. Dormirá mejor en el tresillo.

Lo decidieron así. Sin embargo, él no quiso dejar al niño solo en el comedor. Sacó unas sábanas, extrajo los cojines del tresillo y confeccionó una pequeña cama a los pies de la suya. El niño aguardó hasta que el lecho estuvo preparado y se acostó con los soldaditos en la mano. Se durmió enseguida. Cuando Raquel regresó del cuarto de baño y se introdujo en la cama, Rulfo apagó las luces.

El silencio se dilató en las tinieblas como una pupila.

Tenía muchas cosas que contarle: su encuentro con la niña, el teatro, las amenazas y el anuncio de aquella cita a la que ambos debían acudir (aunque aún no sabía cuándo ni dónde sería), pero comprendió que no era el momento apropiado para hablar de todo ello. Sin embargo, descubrió muy pronto que no podía dormir. Era imposible hacerlo al lado de ella. Aunque no la tocara, la sentía cerca, la oía respirar, percibía el longilíneo calor de aquel cuerpo perfecto. Se preguntó por un instante si lo que pensaba hacer estaría bien, con el niño tendido a los pies de ambos, y si a ella le apetecería. Pero reaccionó ante el impulso. Llevó una mano hacia la piel que yacía a escasos centímetros, una mano titubeante como una pregunta.

La muchacha, que parecía haberlo esperado, respondió girando en un silencio de planeta y le besó.

Todo había cambiado para ella.

Ya no se entregaba como un árbol vivo, las ramas de sus brazos en alto, intentando que los frutos de su cuerpo quedaran al alcance de los dedos que la invadían, consciente de que podía ser usada de muchas maneras, incluso golpeada o azotada. Había liberado su carne de las perdurables anillas que Patricio había engastado sobre ella, al igual que del collar. Ahora solo la dominaba su deseo. Se sentía a gusto acariciando y dejándose acariciar por Rulfo, besándolo y siendo besada. Ignoraba si había algo más en aquel sentimiento de puro placer, pero, por el momento, se contentaba con experimentar la dulce y postergada felicidad de compartir el goce con otro cuerpo.

Se esforzó en ser suave y prudente. Comprendió que ella necesitaba sobre todo su ternura. Tras un lapso de caricias y besos permanecieron abrazados, armonizando sus respiraciones. Rulfo se preguntó entonces si amaba a aquella muchacha. No lo creía así, y no lo deseaba. La experiencia con Beatriz le había enseñado que el amor también era doloroso. Sin embargo, al lado de Raquel se sentía como jamás se había sentido con nadie. Quizá no se trataba de amor, pero tampoco era un deseo ciego, autosatisfecho.

Aún abrazado a ella, bajó la cabeza y se apoyó en las dunas de sus pechos. Escuchó su corazón terrorífico, carnal, como un golpe de piedras contra el oído.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella de repente.

—¿Qué?

—¿No has escuchado algo?

El se irguió. Todo estaba en silencio.

—Solo tu corazón —dijo.

Pero ella parecía repentinamente alarmada. Se incorporó y rastreó la oscuridad. Rulfo la imitó. La habitación seguía como antes: quieta, sumida en tinieblas.

—¿Qué has oído?

—No sé...

Al abrazarla percibió su carne fría y erizada. Entonces volvió a oír los latidos.

Pero
ahora no procedían del pecho de la muchacha
.

allí

Eran ruidos secos, rítmicos, y sonaban en el comedor. Se quedaron petrificados escuchando cómo aquellos retumbos se acercaban.
Blam, blam
...

De pronto Rulfo creyó ver algo imposible.

allí quieta

El corazón de Raquel, rojo y enorme, penetrando en el dormitorio, saltando y latiendo, estrellándose en la mesilla de noche.

La pelota rebotó tres veces más. Luego se detuvo. Y, silente como la llegada de la muerte,

allí quieta, en las sombras

entró la niña.

Allí quieta, en las sombras.

Con el mismo vestido roto. En sus ojos flotaba una tenue luminiscencia de luciérnagas destrozadas.

—No la mires —dijo Rulfo—. Aleja al niño de ella.

La muchacha obedeció sin hacer preguntas: se deslizó fuera de la cama y envolvió al pequeño, que seguía dormido, en sus brazos. La cabeza de la niña giró un instante hacia ellos y retornó a su posición original.

—Meteos en el cuarto de baño —indicó Rulfo, y tendió la mano hacia el interruptor de la mesilla.

Por fin pudo ver bien lo que tenía delante.

Plantada en el umbral del dormitorio, la niña permanecía rígida con los ojos fijos en los suyos y los labios distendidos. Su sonrisa y su rostro eran pavorosamente bellos, pero Rulfo pensó que hubiera preferido mil veces contemplar un cadáver corrompido que aquella máscara falsa de muñeca muerta. Porque ahora se daba cuenta de algo que en su anterior encuentro no había logrado percibir del todo:
aquello no era una niña
.

Ignoraba qué otra cosa podía ser, pero no era una niña, ni un ser humano, ni nada que se le pareciese. Si no mirabas esos ojos azules, vacíos e impersonales, el disfraz resultaba aceptable, como el que adopta la oruga de la falena sobre una rama.

Los ojos eran el
error
.

—A las doce de la noche del treinta y uno de octubre —dijo la niña cuidadosamente, sin entonación. Luego agregó una dirección concreta: un almacén abandonado situado en una comarcal de las afueras de Madrid—. Tú y la chica, tan solo. Con la imago. Nadie debe saberlo.

Había hablado con exacta tranquilidad, sin dejar de mirarle. A Rulfo le dio la impresión de que sus ojos estaban a punto de desprenderse de las órbitas. Eran como adornos mal colocados.
Se le caerán
, pensó. Imaginó la horrible escena: aquellos globos oculares estrellándose contra el suelo como pequeñas esferas de cristal y dejando dos oquedades detrás, dos aberturas por las que la noche de su cerebro (si es que aquella
cosa
tenía cerebro) lograría asomarse. Y quizá él sentiría entonces el soplo de esa noche ocular. Quizá percibiría el
mal aliento de su mirada.

Salió de la cama despacio y se puso en pie, intentando controlar su temblor. La niña lo amedrentaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer, pero la presencia de Raquel y su hijo (al menos, ella le había hecho caso y se había ocultado en el baño) le daba valor.

—Escúchame bien... seas quien seas... Iré yo solo... La chica no vendrá... Y cuando os entregue la maldita figura... nos dejaréis en paz... ¿Me has oído...? —La niña no contestó: seguía mirándole y sonriendo—.
¿Me has oído?

Se sintió incapaz de contemplar un segundo más aquellos ojos. Soltando una maldición alargó la mano hacia el objeto que tenía más cerca: la lámpara de la mesilla.

Pero no había llegado siquiera a levantarla cuando los labios de la niña se movieron y, sin dejar de sonreír,

musitaron algo.

Las palabras emergieron con suavidad de gasa pero sorprendentemente diáfanas, las dos eses acentuadas con una vibración diminuta, el segundo «no» prolongado y una brevísima pausa después.

Rulfo dejó la lámpara y cayó al suelo bruscamente. Se había desplomado en silencio, como atraído por el centro de la Tierra. Quiso moverse, pero sus músculos estaban agarrotados. Todo su cuerpo lo estaba, en realidad, y hasta sus sentidos: sus tímpanos se combaron como ante los cambios bruscos de presión, sus cuerdas vocales enmudecieron yertas, los ojos paralizados le enviaron imágenes quietas de unos pies descalzos e infantiles.

Entonces la pequeña volvió a hablar: otra línea suave, entregada con bruscas pausas.

No el torcido taladro de la tierra

No el sitio, no, fragoso / no el torcido taladro de la tierra
. Un espacio dentro de su mente horrorizada los reconoció: eran versos de Góngora. De repente sus manos se movieron sin que interviniera su voluntad. Una se afirmó delante, luego la otra, en un mecánico y doloroso juego de articulaciones, remolcando su cuerpo rígido. Dejó de luchar por levantarse e intentó recuperar el control de sus propios brazos. Pero no parecía que éstos fueran a necesitar de sus órdenes nunca más. Los sentía como si se hubiesen convertido en remos de madera manejados por otra persona. Las baldosas le arañaron el vientre y los genitales mientras se arrastraba sin mover los pies, como un insecto con las extremidades posteriores aplastadas. Los brazos se detuvieron cuando su cabeza quedó situada a medio metro de los pies de la pequeña intrusa, y entonces se alzaron como grúas, abrieron las manos y atraparon mechones de su propio cabello tirando con fuerza salvaje. Rulfo creyó que las vértebras del cuello se le partirían con un crujido de galleta fresca. Sintió un dolor lancinante en la nuca. Sus ojos, inmóviles como pasajeros en un ascensor, fueron elevándose y contemplando, durante una interminable agonía vertical, las espinillas, las rodillas, los pequeños muslos entre jirones de tela, la cintura, el medallón con forma de laurel, la esclavina, y, por último, con un tirón que le hizo creer que se había decapitado a sí mismo,

el rostro de la niña

que lo miraba desde lo alto sin modificar la sonrisa.

—Por si no lo sabías —murmuró aquella voz suave, sin inflexiones—, debemos aclararte algo: eres mierda de perro para nosotras, Rulfo.

De la boca paralizada de Rulfo goteaba la saliva. El dolor de sus vértebras le hacía pensar que alguien había incrustado en su nuca un perno a fuerza de martillazos. Deseaba perder el conocimiento y no podía. Ni siquiera lograba cerrar los ojos: tenía que mirar hacia arriba tirando de su propio pelo, hacia aquel rostro pintado y aquella carita de plástico que le sonreía con dulzura de virgen enloquecida.

—La chica y tú, el treinta y uno de octubre, a las doce de la noche, en el sitio indicado, con la imago —repitió la niña, mecánicamente—. Nadie debe saberlo.

Alzó un pie, pasó por encima del cuerpo de Rulfo, recogió la pelota, dio media vuelta y se alejó por el comedor a oscuras.

Solo entonces sus manos se abrieron, su cabeza golpeó contra el suelo y su conciencia se sumergió en la oscuridad.

Despertó bajo un caparazón de sábanas. La lluvia de fuego que penetraba por la ventana le hizo saber que ya era mediodía. Al intentar incorporarse, un súbito latigazo en el cuello le detuvo. Se sentía como si alguien hubiese exprimido todos y cada uno de sus músculos para extraer un misterioso zumo. Sin embargo, no parecía tener, milagrosamente, nada roto.

Una sombra color piel apareció en su campo visual. La muchacha, aún desnuda, estaba sentada en la cama, mirándole.

—Tengo las peores agujetas de mi vida, pero creo que puedo moverme.

Ella asintió.

—Usaron versos de poder. Quieren que sepas quiénes son las que mandan.

En aquel momento ni siquiera se dio cuenta de lo extrañas que resultaban sus palabras. Lo único que deseaba era levantarse.
Me han torturado con versos de Góngora
, recordó. Le pareció increíble que las
Soledades
, aquel monumento de la poesía barroca que él había leído decenas de veces, hubiesen convertido su cuerpo en un guiñapo manipulado por otra voluntad.

—¿Qué pasó después? No recuerdo nada.

—Se marchó como había venido. Comprobé que solo estabas inconsciente y te llevé a la cama.

—Gracias —dijo Rulfo con sinceridad.

Hizo un esfuerzo y logró sentarse. La muchacha se apartó y caminó hacia la puerta, como si el hecho de que él se levantara fuese la prueba de que su presencia ya no era necesaria. Él le preguntó por su hijo.

—Desayunando —dijo ella.

Rulfo se frotó los ojos y capturó densas legañas. El dolor del cuello empezaba a menguar. Notaba los labios agrietados. Era como si hubiese pasado una noche entera con fiebre alta. Volvió la cabeza y descubrió a la muchacha de espaldas, ocupada en recoger los cojines del suelo y quitar las sábanas donde había dormido el niño. La visión de su cuerpo siempre constituía una felicidad para él, y se dedicó a experimentarla. Observó que la lustrosa melena azabache se había desplazado a un lado y contempló por primera vez, a la luz del día, la línea de sus vértebras y la simetría de sus nalgas color nata.

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