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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (19 page)

BOOK: La dama número trece
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—¿Salomón...? ¿Estás libre hoy...? —Rulfo cerró los ojos, contrariado, pero en ese momento César agregó—: Si puedes, reúnete conmigo cuanto antes: he localizado a Rauschen.

Rauschen

. El profesor austriaco, la única fuente de información de la que disponían para saber más sobre la secta.

Era preciso hablar con Rauschen.

VII. RAUSCHEN

H
ubo un descenso hacia la negrura. Debido a un misterioso paralaje, la tierra —voluminosa, apelmazada— parecía encontrarse muy próxima. Sin embargo, el avión la atravesó sin ruido, ya que solo se trataba de un suelo de nubes de tormenta.

—Si alguna vez te propones desaparecer sin dejar rastro —continuó César—, te aconsejo que no trabajes de profesor en una universidad... Los profesores somos los mejores espías de la historia, al menos en lo que a nuestros colegas se refiere: lo sabemos casi todo sobre ellos, y lo que no sabemos lo imaginamos.

Como era costumbre en él, las informaciones más importantes quedaban reservadas para el final. A lo largo del apresurado puente aéreo que habían tomado aquel viernes al mediodía, Rulfo había ido obteniendo a cuentagotas todos los detalles de su búsqueda. Coincidiendo con la llegada a Barcelona, su viejo amigo levantó el telón de las últimas sorpresas.

—Los compañeros de Rauschen sabían bastantes cosas e imaginaban muchas más... Desgraciadamente, algunos puntos permanecen oscuros. Te haré un resumen. Rauschen dejó el trabajo universitario hace doce años y desde entonces se ha dedicado a... ¿A qué? A asistir a congresos como el de Madrid. A ir de un lado a otro. Por lo visto, estaba acostumbrado a romper con el pasado y empezar desde el principio: hasta los treinta años trabajó de profesor titular en la facultad de Humanidades de la Universidad de Viena, pero lo dejó y se marchó seis años a París. Luego se trasladó a Berlín y volvió a obtener una plaza de profesor. De repente cayó en una profunda depresión, o algo semejante, fue dado de baja y dejó definitivamente la enseñanza. Así comenzó su periplo de congresos por toda Europa, al tiempo que... fíjate bien... se interesaba por el paradero de alumnos y profesores de distintas universidades alemanas, y pedía informes sobre ellos. Sí, informes: direcciones, un breve currículo... Nadie sabe por qué. Hace cinco años vino a Madrid y habló conmigo. ¿Recuerdas que me dijo que quería vivir en nuestro país? Bueno, pues mintió: ya estaba viviendo aquí. Había comprado una casa en Barcelona, en Sarriá, y se dedicaba... Adivínalo. —Se volvió hacia Rulfo y lo miró por encima de las gafas azules—. A recabar información en varias facultades españolas, particularmente la nuestra.

—¿Qué clase de información?

—La misma que en las universidades alemanas: currículos de profesores y alumnos... Su actividad, por supuesto, era clandestina, pero tuve la fortuna de contar con la inefable ayuda de mi ex secretaria Montse, para la cual no existe nada clandestino sobre la tierra. Es prodigiosa la capacidad de esa buena señora para el chismorreo. Recordaba bien el apellido de Rauschen, y ella misma había despachado varios informes para él. Rauschen utilizaba la excusa de unas supuestas becas, totalmente inexistentes. ¡Incluso llegó a investigarme a mí ...! Tenía un contacto en la Complutense, un viejo amigo mío. Supuse quién podía ser, lo presioné, y fue él quien me dio su dirección actual, aunque ignoraba el porqué de ese interés de Rauschen por profesores y alumnos. Era como si quisiera encontrar a alguien. Dedicó varios meses a esa curiosa tarea.

—¿Y después?

—Después vino el congreso sobre Góngora, habló conmigo..., y ya no hizo más nada. —César suspiró con aire de mago que guarda en la chistera el último truco—. Herbert Rauschen entró en coma hace cinco años, por eso no volvió a llamarme. Está atendido en su propio domicilio por un equipo paramédico.

La casa era grande, de paredes blancas y tejados llovedizos, pero, evidentemente, su propietario no había sido proclive a la espectacularidad: una simple valla metálica daba paso a la puerta, con un llamador dorado y un timbre que, al ser pulsado, produjo un dulce campanilleo y convocó la presencia de un asistente corpulento con uniforme blanco de celador. Los visitantes adujeron una remota amistad: pedían ver al enfermo. Tras mirarlos intensamente, el tipo se alejó. Regresó después de un rato, quizá, demasiado largo.

—Pueden pasar.

Penetraron en un interior minimalista donde los adornos, por excepcionales, parecían estrepitosos: fucsias sobre un jarrón chino, cristales de blenda encerrados en una quesera y cuadros de figuras desnudas y enmascaradas. La habitación de Rauschen se encontraba en la planta baja, en mitad de un pasillo. Una joven enfermera con el blanco uniforme en perfecto estado quitó los pies calzados con zapatillas deportivas del asiento cuando ellos entraron. Estaba leyendo una revista. Era rubia y atractiva, pero su mirada, en cierto modo, no dejaba de ser tan penetrante como la del celador.

—El señor Rauschen no se mueve ni habla desde hace años —indicó con fuerte acento extranjero. Rulfo pensó que había dicho aquello para dar a entender que, aunque no se oponía a que recibiera visitas, no le veía demasiado sentido a las mismas.

—Estaremos poco tiempo —aseguró César y se acercó a la cama.

Estatuario, Herbert Rauschen se mostraba a las miradas con esa terrible docilidad que solo poseen perros y moribundos. Una sábana lo cubría hasta el pecho. Su piel, hundida y apergaminada, había adquirido la inaudita blancura del vientre de las lagartijas, pero sus rasgos denunciaban el recuerdo de un individuo fuerte, de magnética personalidad. Un yelmo de cables adosado a su frente terminaba en un aparato que parecía desconectado.

—Pobre hombre. —César rodeó la cama y se inclinó—. Lo cuida alguien por las noches, supongo...

—Viene otra compañera —dijo la enfermera.

Sauceda tomó a Rauschen de la mano —delgada, rígida— y declamó un breve y emocionante discurso sembrado de palabras amistosas. Luego sacó un pañuelo y se sonó, pidió disculpas y explicó que las necesidades eran las necesidades y no había dispuesto de tiempo para detenerse en el aeropuerto. ¿Sería mucha molestia...? La enfermera se dirigió al celador.

—Indícale el cuarto de baño.

—Muchas gracias. —César se ruborizaba.

Cuando el celador regresó a la habitación, Rulfo señaló el aparato al que estaban conectados los cables.

—Oiga, perdonen, esto ha hecho un zumbido. ¿Lo han oído ustedes? La enfermera y el celador intercambiaron una mirada.

—Esa pantalla solo avisaría si se produjera un cambio en el estado del señor Rauschen —dijo la primera.

—Pues yo acabo de oír una especie de zumbido...

—No es posible.

—Quizá me he equivocado, disculpe.

No se le ocurría qué otra cosa podía hacer. Incluso teniendo en cuenta que se trataba de un hombre mayor, su amigo estaba demorando demasiado. Se percató de que el celador empezaba a mirar hacia la puerta.

Pero un instante después, para su alivio, regresó César. Venía limpiándose los cristales de las gafas.

—Ya los hemos molestado bastante. Creo que ha llegado la hora de marcharnos.

Había dejado de llover cuando salieron de la casa. Su ex profesor parecía feliz. Habían planeado aquel número del cuarto de baño antes de llegar, y, por lo visto, los resultados eran favorables.

—Tuve tiempo de encontrar la puerta trasera. Da a un pequeño jardín al que se accede por la calle, y solo estaba cerrada con pestillo. Lo quité. Si nuestros amigos no son muy cuidadosos, no creo que lo noten. Podremos entrar en la casa por ahí. ¿Te arriesgarías a ser sorprendido esta noche mientras exploramos la biblioteca del señor Rauschen?

—Para eso hemos venido —dijo Rulfo.

—Si te parece, vamos a comer algo. Luego aguardaremos al cambio de turno: es probable que el celador no tenga sustituto, con lo cual solo tendríamos que preocuparnos de la nueva enfermera...

Permanecieron a la intemperie durante horas. Por fortuna, ya no llovía. César se mostraba quejoso y no paraba de moverse de un sitio a otro. Rulfo prefirió reposar: encontró una cornisa baja en la que pudo sentarse y apoyó la espalda en el muro de una casa. Coches y transeúntes desfilaban sin fijarse en ellos. Al anochecer, todo quedó más desierto, pero la temperatura no se hizo demasiado incómoda. Se turnaban para vigilar. Durante uno de sus descansos, Rulfo escuchó la voz de César.

—Salomón.

Antes era solo un juego para él; ahora es una aventura emocionante, pensó al ver a su antiguo profesor haciéndole señas para que se asomara. Frente a la casa aguardaba un automóvil oscuro. La puerta principal se abrió y aparecieron dos sombras. Estallaron carcajadas. A la luz de las farolas se distinguían los uniformes de la enfermera y el celador bajo los abrigos.

—¡Pero, bueno...! ¿Y la sustituta? —susurró César.

Las dos figuras subieron al coche. A juzgar por cómo se reían, parecían borrachos. A Rulfo no le gustó aquello. Recordó de repente la mirada de la enfermera, fría como un líquido encerrado en dos pequeñas peceras de hielo, y la del celador, tan similar, ambas clavadas sobre él. No le gustó.

El coche arrancó. La casa quedó a oscuras. Un viento con olor a mar peinó las hojas de la entrada.

—Pues no ha venido —dijo César—. Eso nos facilita las cosas.

Rulfo no estaba tan seguro, pero no dijo nada.

El plan, sin embargo, funcionó a la perfección. Dieron un rodeo, y el ex alumno aprovechó las ramas de un árbol bajo para trepar a la valla y tirar del ex profesor. Todos los años de sedentarismo parecieron desplomarse sobre Sauceda en aquel momento, pero su entusiasmo resolvió la pequeña parte del trance que los fuertes músculos de Rulfo dejaban sin solucionar. Cuando saltó al jardín casi se echó a reír al comprobar que seguía ileso. Alcanzaron la puerta trasera.

—Eureka —dijo César, abriéndola con un leve clic.

Penetraron en la oscuridad. César recordaba bien las direcciones, y propuso no encender las luces a menos que fuera estrictamente necesario.

—Antes de nada, vamos a comprobar algo en el cuerpo de Rauschen. —Rulfo lo miró extrañado. César agregó—: ¿Recuerdas la tortura del niño que contempló Milton?

De repente Rulfo comprendió lo que quería decir. Le sorprendía, incluso, no haber caído en la cuenta. Su viejo profesor podía encontrarse en pésima forma, pero hubo de reconocer que su cerebro funcionaba con la brillantez de costumbre.

Recorrieron un largo pasillo y desembocaron en el corredor donde se hallaba el cuarto del enfermo. César, sin embargo, se detuvo en una puerta previa.

—Espera. Quiero enseñarte algo.

La abrió con una leve presión, sin un solo ruido, al tiempo que unos plafones en el techo lanzaban parpadeos. Era una habitación muy pequeña, sin ventanas, de paredes desnudas y bien encaladas. Rulfo recordó la habitación azul de Lidia Garetti, pero ésta carecía de cortinajes y moqueta, y una especie de piscina o bañera redonda ocupaba casi todo el suelo. Parecía un jacuzzi, aunque no tenía grifos, el borde quedaba a baja altura y poseía un amplio tragante de rejilla en el centro. La temperatura era gélida.

—¿Qué te parece? Lo descubrí por casualidad, esta mañana. Es una construcción relativamente nueva.

Rulfo se mostró de acuerdo. Parecía un añadido superfluo y posterior, como si hubieran echado abajo el tabique quebrando la simetría de la casa solo para diseñar aquella cámara destinada a Dios sabía qué. La enorme rejilla del suelo, con sus orificios abiertos a la oscuridad, se le antojaba inquietante. César volvió a cerrar la puerta y, conforme lo hacía, las luces se apagaron.

Antes de entrar en el cuarto de Rauschen se asomaron por el dintel, asegurándose de que no había nadie aparte del enfermo. Todo parecía encontrarse igual que por la mañana. Hasta el silencio, que era hondo, de cementerio, no resultaba muy distinto del que habían percibido en la visita anterior. Pero, cuando César encendió la única luz (el flexo de la mesilla), comprobaron con estupor que estaban equivocados.

No había
nada
igual.

—Dios mío —murmuró Rulfo.

Por un instante ninguno de los dos se acercó. Se limitaron a mirar con ojos abiertos y espantados, como intentando descifrar qué era todo aquello.

El cuerpo de Rauschen estaba descubierto y su camisón se hallaba enrollado a la altura del pubis. El delgado tubo del suero había sido arrancado de su brazo, así como los cables y ventosas de la cabeza.

Pero, si bien había objetos que ya no estaban unidos a él, muchos más habían sido
agregados
.

Tijeras y lancetas de distintas formas y tamaños mordían la magra carne de sus piernas. Sus espinillas habían sido horadadas varias veces. El agresor había utilizado, sin duda, un pequeño berbiquí que ahora yacía en el suelo. Quien había cometido tal atrocidad, había hundido varios clavos en aquellos orificios y taladrado, igualmente, las rótulas por diversos lugares. Pero lo peor se hallaba en su entrepierna: un sorprendente amasijo de instrumentos quirúrgicos introducidos a presión por la uretra y el ano asomaba como un ramillete de acero de los esfínteres monstruosamente hinchados y desgarrados. Lo que no había sido mutilado estaba quemado. Restos de cerillas y cigarrillos yacían, como verdugos silenciosos, esparcidos por la cama. Todo daba la impresión de haber ocurrido con siniestra lentitud, casi con paciencia: no eran heridas repentinas sino un juego moroso y sádico, un
puzzle
a la inversa ejecutado sobre un cuerpo indefenso.

La enfermera. El celador. Sus miradas fijas. Las risas.

Rulfo, que se había acercado al rostro del anciano, se apartó haciendo una mueca. Sintió que su estómago se erigía la víscera más importante de todas; mucho más, desde luego, que su cerebro, que se negaba a pensar.

—Creo que... le han cortado la lengua.

De pronto sintió que iba a vomitar. Tuvo frío, las palmas de las manos le sudaron. Miró a César y comprobó que su estado no era mejor.

—Salgamos un momento —dijo Sauceda con el rostro convertido en cera. En el pasillo, aconsejó—: Vamos a respirar hondo varias veces. En ocasiones surte efecto.

Lo hicieron. Privado de la visión de Rauschen, en medio del aire relativamente «distinto» del pasillo, Rulfo sintió que sus náuseas menguaban. La cabeza le daba vueltas. Experimentaba la necesidad de beber, aunque solo fuese agua, pero hubiese dado cualquier cosa por tener a su disposición una botella de whisky.

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