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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (18 page)

BOOK: La dama número trece
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Y aquel llamativo tatuaje redondo con arabescos en el centro de su rabadilla.

—No debemos ir a esa cita. Es una trampa.

Levantó la vista de su taza de café y la miró, sorprendido de la seguridad con que había hablado.

—Nos quitarán la imago y nos matarán. Pero no lo harán con rapidez. Nos matarán a su manera.

Él ya se lo había contado todo, incluyendo las teorías de César sobre la secta y el poder de la poesía. Entonces recordó lo que ella le había dicho momentos antes, en la cama.

—Hace un rato me hablaste de los versos de poder. ¿Cómo podías saberlo sin que yo te lo dijera?

—Lo he soñado —dijo ella tras titubear un segundo.

—¿Has tenido más sueños?

—Sí.

Se limitó a observarla. Raquel sostuvo su mirada con frialdad. Ha cambiado, pensaba Rulfo.
Es casi otra mujer
.

En parte, aquella percepción no era cierta y lo sabía. La muchacha seguía siendo la misma, continuaba hipnotizándolo con su belleza inacabable. Pero era como si se hubiese hecho remota. Estaba allí, y él podía alargar la mano y tocar su piel, pero la persona oculta bajo aquellas formas se había
retirado de la superficie
replegándose en algún lugar interior. En cierto sentido, se parecía mucho más a su hijo que la víspera: ambos poseían ahora casi idéntica expresión de fuerza interior.

Estaban sentados a la mesa del comedor, terminando el desayuno. El niño jugaba con sus soldaditos en el tresillo, si bien no hacía ningún ruido y apenas gesticulaba. La habitación se encontraba en penumbra, iluminada tan solo por la lámpara de pie, pese a que aún era de día. Rulfo había echado las cortinas a petición de Raquel: aunque el niño no había vivido en total oscuridad, sus ojos seguían muy sensibles.

—¿Y si van a matarnos, por qué no lo han hecho ya? Te aseguro que, en lo que a mí respecta, hubieran podido eliminarme anoche: mi cuello es muy frágil, lo he comprobado.

—Quieren la imago.

—Sí, ya lo sé. Pero ¿por qué no nos la quitan?

—No pueden —repuso ella—.
Algo
ocurrió cuando la sacamos del agua. Ahora solo la tendrán si nosotros se la entregamos voluntariamente.

—¿También has soñado eso?

—Sí.

—Pues ahí te equivocas. Registraron mi apartamento. Quieren robarla.

La muchacha sacudió la cabeza.


No pueden
robarla. Registraron tu apartamento porque yo les dije que tú la tenías. En aquel momento creía eso. Pero lo único que deseaban era asegurarse de que uno de los dos la tenía. Ahora ya lo saben. Por eso les interesa que acudamos a esa cita y se la entreguemos. Si no vamos, no podrán recuperarla. Si la encontraran por casualidad, ni siquiera podrían cogerla. —De repente suavizó el tono de voz—. Estoy segura de lo que digo. No me preguntes por qué, pero es así... No pueden coger la imago, por eso nos han dejado con vida. En cuanto se la entreguemos, nos matarán.

Lo que ella decía podía sonar ilógico, pero Rulfo supo que era la verdad. Ni por un momento se le ocurrió dudar de sus palabras, y pensó que aquella confianza se debía, en parte, al tono de sinceridad con que las había pronunciado. Sin embargo, la conclusión a extraer no era la que la muchacha suponía, y decidió explicárselo.

—Estoy de acuerdo con que tú no acudas a esa cita: tienes que huir, ocultarte, aunque solo sea por él. —Cabeceó señalando al niño—. Si nos encuentran juntos, ninguno de los dos tendrá la menor posibilidad. Pero, si voy solo y les doy lo que quieren, quizá... quizá lleguen a olvidarte...

—No me olvidarán —replicó la muchacha con inmensa seguridad—. Han insistido en eso, ¿no te das cuenta? Quieren que vayamos los dos. No piensan dejarme con vida.

—En cualquier caso, puedes tener la posibilidad de...

—¿Y tú?

¿Acaso le importo?

se preguntó él.

—Estoy seguro de que, si les doy a elegir entre mi vida o la figura, optarán por recuperarla y dejarme en paz.

La muchacha lo miraba con sus quietos y extraños ojos oscuros.

—Es absurdo. Si les sigues el juego, te matarán, Salomón. Y lo sabes.

—Dime cuál es la otra opción, Raquel.

—Huir juntos —replicó ella en un susurro tan leve que, por un instante, él creyó que era un beso—. A cualquier sitio. Ocultarnos. Quizá terminen encontrándonos, pero no les resultará fácil... Y, con la figura en nuestro poder, no se atreverán a hacernos daño...

—Raquel... —Rulfo tomó aliento y midió con cuidado lo que iba a decir. No deseaba dejarse llevar por sentimentalismos, por absurdas ideas de sacrificio. Sabía, además, que ella no lo aceptaría. Decidió mostrarse natural, implacablemente lógico—. ¿Hasta cuándo podríamos vivir así? —Volvió a señalar al niño y se dio cuenta de que también parecía pendiente de sus palabras—. ¿Hasta cuándo podría
él
vivir así...? Tanto si vamos los dos a la cita como si huimos, estaremos en el punto de mira para ellas. Nuestra única posibilidad estriba en separamos. —De repente, mientras hablaba, comprendió algo: estaba pronunciando otro discurso de despedida. Recordó el instante en que había mirado a Ballesteros al salir de su coche, casi pudo verlo sentado tras el volante, oyéndole decir que, a partir de entonces, caminaría solo,
descendería
solo, entraría solo en el mundo de las cosas extrañas. Pero ahora existía una gran diferencia que le hacía pensar que tomaba la decisión correcta: ya no se trataba únicamente de su propia vida—. Debes esconderte durante un tiempo —prosiguió—. No olvidemos lo ocurrido con Patricio. Quizá la policía no haya encontrado su cadáver todavía, pero cuando lo hagan, te buscarán. Mi casa no es el lugar idóneo, y tampoco sería seguro que te quedaras en Madrid, de modo que ya veremos... —Contempló la oscuridad estelar de los ojos de la muchacha. Apretó su mano, fría, tersa—. Falta una semana para el treinta y uno de octubre: con un poco de suerte, saldré con vida y me reuniré con vosotros cuando pase todo.

Ella no contestó, y Rulfo agradeció su silencio. La vio levantarse y dirigirse al dormitorio, vestida aún con aquel impropio albornoz. Se levantó y fue tras ella. La halló acostada en la cama.

—Quiero dormir —dijo la muchacha.

—Muy bien.

Rulfo cogió la chaqueta del respaldo de la silla y salió cerrando la puerta. Se cercioró de que la imago seguía en el bolsillo. Pensó que, a partir de entonces, tendría que custodiar bien aquella figura.

Hasta el día de la cita.

Mientras Raquel dormía, Rulfo se acercó al niño y le acarició el pelo. El pequeño no se dio por enterado: mantenía las flacas piernas flexionadas sobre el tresillo mientras contemplaba, en la penumbra del comedor, sus soldaditos esparcidos sobre el cojín.

—No hablas mucho, que digamos.

—No —convino el niño.

Su voz, sorprendentemente diáfana, revelaba la misma seguridad de su mirada. No había alzado la cabeza para contestar. Seguía concentrado en sus figuritas. Al contemplar su pálido semblante de cerca, Rulfo pensó que podía tener anemia. Se sentó a su lado y sonrió.

—¿Sabes? Creo que eres un niño muy listo...

Su pequeño interlocutor hizo caso omiso al comentario. Apenas reaccionó con un leve parpadeo, como si Rulfo, en vez de hablar, le hubiera echado un poco de humo al rostro. Siguió alineando los soldados encima del tresillo. Luego deslizó el dedo por encima de sus cabezas, como si los contara, aunque Rulfo no creyó que supiera contar. La manita, de uñas demasiado largas y sucias, se detuvo en el último. Lo cogió y se volvió hacia Rulfo.

—Ésta es la peor —dijo.

—¿La peor?

El niño asintió.

—La peor de todas.

Su rostro infinitamente triste contenía, ahora, un matiz de aprensión. Al principio, Rulfo no entendió qué quería decir. Entonces contó los soldados: eran doce. El niño sostenía entre sus dedos el último.
¿Saga? ¿La que Conoce?

—¿Quieres decir que ésta es la más malvada?

Nuevo asentimiento de la cabecita.

—¿Te refieres a las damas?

El niño no respondió.

—¿Las conoces, Laszlo? ¿Conoces a las damas?

Tampoco esta vez recibió respuesta.

—Falta una —dijo el niño entonces.

Rulfo sintió un escalofrío. La número trece.

Recordó a aquel profesor austriaco del que les había hablado César, y cómo había insistido en informarle sobre esa dama. «La más importante, la que nunca se menciona.» Ignoraba si se estaba dejando llevar por una absurda fantasía causada por el anárquico lenguaje del niño, pero sospechaba que ése era justo el camino (las fantasías absurdas) para alcanzar la verdad. Decidió atreverse a hacerle la pregunta que le inquietaba.

—¿Dónde está, Laszlo? ¿Dónde está la número trece?

El niño volvió a observar sus soldados.

—No sé —dijo.

El motel se hallaba en una desviación de la carretera principal, en la provincia de Toledo. Lo eligió sin saber exactamente el motivo, quizá porque no estaba ni demasiado cerca ni demasiado lejos de Madrid. Era un edificio de ladrillo rojo de dos plantas con ventanas de marcos blancos, y parecía bastante moderno. Contaba con un pequeño restaurante en la planta baja, un modesto aparcamiento y lo más importante de todo: el número apropiado de huéspedes, ni excesivo ni escaso, a juzgar por los coches estacionados. Rulfo se inscribió con su nombre y dejó el carnet de identidad a una mujer gruesa de llamativo traje azul. Le dieron una habitación espaciosa con una cama de matrimonio y otra plegable. Se aseguró de que el lugar era cómodo y limpio, y luego se volvió hacia ellos.

—Aquí estaréis bien.

Se hallaban casi irreconocibles con la nueva ropa que les había comprado por la mañana. Él mismo había decidido prescindir de su atuendo de costumbre para vestir una cazadora y una camisa vaquera. Quería dar la impresión de una familia que, en el curso de un viaje, se detiene a reponer fuerzas. Por ese motivo había esperado al anochecer para llegar.

Pasaron la noche juntos y, pese a que lo creía improbable (porque sabía que al día siguiente se despedirían, quizá definitivamente, y eso le producía una vaga amargura), logró improvisar un sueño reparador. Se despertó al alba, aguardó a que la muchacha se levantara y le entregó un sobre con dinero en efectivo. Se trataba de casi todo el que guardaba en casa y gran parte del que había en su cuenta corriente. Era un dispendio mortal para sus exiguos ahorros de parado, pero sabía que a Raquel le resultaría imprescindible para sobrevivir.

—Procura comportarte con naturalidad —le aconsejó—. Da paseos por el exterior, no te encierres todo el día en la habitación... Puedes pedir que te suban la comida Intentaré venir a veros a lo largo de la semana, pero creo que casi sería mejor que nos mantuviéramos separados. Tienes mi teléfono: llámame si lo necesitas.

—Lo haré —murmuró ella. Entonces esbozó una sonrisa que se apagó casi enseguida, como si unos labios pudieran parpadear—. Gracias por todo.

Rulfo se acercó a besarla, pero se detuvo a medio camino y observó por un instante las sombras difusas, las oscuridades recientes que merodeaban en su mirada: cada día cambiaba un poco más, se alejaba de la Raquel que había conocido. Le resultó imposible determinar si aquella transformación era afortunada. Por una parte, parecía más fuerte; por otra, mostraba más temor que nunca: como si hubiese canjeado su tranquilidad por una personalidad férrea y definida. Al comprobar que el niño ya estaba despierto se agachó a su lado.

—Cuida de tu mamá. Estoy seguro de que eres muy valiente.

La respuesta le dejó paralizado:

—Ella no es mamá.

Se quedó mirando aquellos ojos livianos que lo escrutaban en la sombra.

—¿Qué?

—No es mamá —repitió el niño.

Instintivamente, Rulfo se volvió hacia Raquel. Se encontraba en el otro extremo de la habitación, agachada, guardando el dinero en la bolsa donde llevaba parte de la ropa. No parecía haberlos oído.

—¿No es tu mamá? —susurró Rulfo.

El niño negó con la cabeza. Entonces agregó:

—Es algo mamá, pero no toda.

Rulfo frunció el ceño y volvió a mirar a la muchacha, que seguía en la misma postura. Se había recogido el pelo y el tatuaje del cóccix era claramente visible. Él cayó en la cuenta de que se había olvidado por completo de aquel tatuaje. De repente percibió algo. Se acercó sin que ella lo advirtiera y se inclinó. Comprobó que lo que había tomado al principio por un círculo lleno de arabescos eran palabras dispuestas en forma geométrica. Estaban en inglés, muy apretadas, pero pudo descifrarlas antes de que ella se volviera.
A sepal, petal and a thorn
. «Un sépalo, un pétalo y una espina.»

No toda.

—¿Cuándo te tatuaste eso? —preguntó.

—¿Qué?

—El tatuaje de la espalda. ¿Cuándo te lo hiciste?

La muchacha se incorporó, sorprendida. Su rostro mostró extrañeza.

—No recuerdo. —Era cierto. Ni siquiera sabía que llevaba un tatuaje en el cuerpo. Supuso que, al igual que el resto de las cosas que empezaba a conocer sobre ella misma, aquello también era un enigma—. Fue hace muchos años...

Se despidieron. Rulfo salió del motel tras cerciorarse de que la recepcionista era distinta de la que los había atendido por la noche. Durante el trayecto hacia Madrid no hizo otra cosa que darle vueltas a lo que el niño había dicho y a aquel tatuaje. Al llegar a su casa le bastaron unos cuantos minutos para comprobar la procedencia de las palabras.

Se trataba del primer verso de un poema de Emily Dickinson.

Llegó el viernes sin que hubiera novedades. Había comprado los periódicos y visto los informativos de la cadena autonómica todos los días, y cada vez que lo hacía, pensaba que, en esa ocasión, darían la noticia. Pero no había nada. Por un lado le alegraba aquel sorprendente vacío, por otro no le gustaba. Razonó que, teniendo en cuenta que Patricio dirigía un negocio ilegal, era lógico que sus compinches no se presentaran alegremente en la policía para denunciar su desaparición, pero ¿era posible que nadie hubiese percibido si ausencia después de cuatro días? ¿Y que nadie hubiese encontrad su cadáver aún?

El viernes se quedó un instante sentado en el comedor, sin sabe muy bien qué hacer. Faltaban cuatro días para el treinta y uno de octubre, y aquella espera le alteraba mucho más que todo lo que había vivido durante el último fin de semana. Pensaba que no había empleado bien el tiempo: se había limitado a vegetar y asegurarse mediante llamadas telefónicas, de que Raquel y el niño seguían bien Pero el día de la cita se aproximaba, y aún no sabía qué iba a hacer Sintió un repentino acceso de ira y golpeó la mesa con ambas manos. Entonces decidió volver a llamar al motel, solo para hablar otra vez con ella. Casi en connivencia con su deseo, sonó el teléfono.

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