Había resentimiento en su voz; Larissa sabía cuánto lo irritaban las restricciones oficiales.
—Sí, señor —repuso Ojos de Dragón—. ¿Me permitís una sugerencia? —Aquel alarde de tacto era por Larissa, pues Ojos de Dragón jamás pedía permiso para expresarse con libertad cuando estaba a solas con Dumont.
El capitán asintió—. Tomaos unos momentos e id a ver a los hombres uno por uno; enseguida empezarán a venir los curiosos para husmear en el navío del asesinato y debemos estar prevenidos.
Dumont asintió una vez más y, dándole un golpecito en la espalda a Larissa, se separó de ella.
—Es mejor que vayas a tu camarote a prepararte —le recomendó.
La muchacha hizo un gesto afirmativo y se alejó despacio hacia las escaleras bajo la verde mirada de Dumont.
Ojos de Dragón lo devolvió a la realidad con un toque en la espalda, y los pensamientos sobre su embrujadora pupila se desvanecieron; había asuntos más urgentes que requerían su atención.
El día resultó duro para los habitantes de
La Demoiselle
, pues todos estaban en tensión y surgían discusiones constantemente. Larissa se encerró en su camarote y trató de no pensar en Liza, pero sin éxito. Se recostó en la cama con las manos unidas bajo la cabeza y se quedó mirando el techo.
Su camarote, al igual que los demás excepto el de Dumont, que resultaba lujoso en comparación, era reducido; sólo cabían la litera, una pequeña cómoda de madera y una mesa con una silla. No tenía nada suyo, aparte de un par de chucherías adquiridas por capricho en cualquier puerto. Conservaba un único objeto del pasado, que ocultaba en uno de los cajones: un relicario de plata con un mechón de cabello rubio, un bucle infantil de su propio pelo antes de que se volviera blanco.
El cuarto podría haberse calificado de espartano, pero a ella le gustaba así; no necesitaba nada más porque cifraba su felicidad en la danza.
Una brusca llamada a la puerta la rescató de sus ensoñaciones; la abrió a una humana alta de unos cuarenta años, con el pelo negro como el azabache, veteado de blanco y recogido hacia atrás en una cola de caballo. Iba vestida con una túnica de piel bien conservada bajo la que llevaba una cota corta. El fajín morado brillante con que se ceñía la cintura indicaba que pertenecía a la milicia local. Tenía una espada envainada y el rostro y los grises ojos duros como el acero.
—Señorita Bucles de Nieve, soy la capitana Erina y vengo a interrogaros sobre el asesinato de la señorita Liza Penélope.
A Dumont no le pasó inadvertido que Tahlyn había enviado a miembros de alto rango para efectuar el interrogatorio entre la tripulación, un hecho que no le gustaba nada. Pasó todo el día al borde de un ataque de nervios y procuró mantenerse ocupado impartiendo órdenes de arreglar unas cosas u otras para que los inquietos navegantes tuvieran también algo que hacer. Erina dio permiso a Ojos de Dragón y a Brynn, otro marinero, para ir a la ciudad a comprar provisiones, con la condición de que sería la última vez que cualquiera abandonara
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hasta que concluyera el caso. Dumont aceptó, y el semielfo y su compañero regresaron con ocho ovejas, cuatro cerdos, dos novillos y varios pollos, así como grandes cantidades de fruta, verdura y grano. Parecía que prepararan un encierro prolongado… o un viaje muy largo.
Aquella noche, Dumont se dirigió sigilosamente a la proa de la cubierta principal, silbó cuatro notas nítidas y una diminuta llama apareció en su índice derecho. Se llevó a la pipa el fuego azul, que ardía sin quemar el dedo, y la encendió aspirando con deleite.
La multitud de mirones que se había apiñado en el muelle a lo largo del día había desaparecido ya; Dumont aún no había conocido una sola ciudad portuaria donde la gente decente se aventurara de buen grado a salir por la noche, y Fuentes de Nevuchar no era la excepción. De improviso distinguió algo que se movía al lado de la calzada, y forzó la mirada.
—Ojos de Dragón —llamó.
—¿Sí?
—Ven aquí y dime lo que ves allá.
El semielfo escudriñó en la dirección que Dumont le indicaba con discreción.
—Un humano, no elfo, que nos observa. Es alto y pálido y lleva capa.
—¿No lleva fajín?
—No, pero seguro que está ahí vigilando por mandato de alguien.
—¿Un kargat? —inquirió el capitán tras una intensa pipada.
—Podría ser. —La luna salió de detrás de una nube y, por un breve instante, inundó de luz lechosa la calle empedrada. El hombre que vigilaba se apartó del claro con rapidez, sin aspavientos, pero Ojos de Dragón tuvo tiempo de percibir algo alarmante—. ¡Raoul!
—¿Qué sucede? —replicó Dumont, con el entrecejo fruncido por el matiz de alarma presente en la voz de su amigo, algo insólito en él.
—Ese hombre no proyecta sombra.
Dumont se quedó helado. Que él supiera, sólo existía una clase de seres que no tuvieran sombra a plena luz de la luna; unas criaturas con las que jamás se había implicado, ni lo deseaba: los vampiros.
—Bien —dijo tras una larga pausa—, al menos ese maldito ser no puede cruzar el agua. Avisa a Gelaar y reuníos los dos conmigo en mi camarote dentro de cinco minutos; tenemos que salir de este agujero. Es posible que los kargat tengan órdenes de detenernos por la fuerza.
Larissa dormía cuando los motores de la nave cobraron vida, pero era sensible a los cambios que se efectuaban en
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y se despertó de inmediato. La cama vibraba lo suficiente como para saber que iban a toda máquina; tomó una bata, se la puso deprisa y salió descalza. La noche se llenó súbitamente de ruidos mientras corría por la cubierta; al parecer, el intento de huida no había pasado inadvertido para los que estaban en la costa. Larissa se acercó a la barandilla y echó un vistazo al muelle, que se alejaba por la popa a una velocidad increíble. La milicia había abordado las barcas ancladas cerca de la orilla.
Unos gritos que provenían del piso inferior le llamaron la atención y se asomó. Dumont ni siquiera se había molestado en izar la rampa, y seis hombres tiraban de las cuerdas con todas sus fuerzas, afanándose por sacarla del agua y depositarla de nuevo en la cubierta.
—Larissa, ¿qué ocurre? —preguntó Casilda angustiada.
—Creo que nos estamos fugando, pero no sé adonde piensa llevarnos mi tío; por muy rápidos que seamos, estamos en su terreno. Mira. —Señaló hacia las barcas que intentaban darles alcance—. Tendremos que parar a repostar en algún momento y…
—Larissa, no vamos hacia tierra —la interrumpió Casilda con la voz sofocada y mirando hacia la proa.
La bailarina siguió la mirada de su amiga y se quedó sin aliento. Ante ellos se levantaba un espeso banco de niebla blanca, y Dumont conducía
La Demoiselle du Musarde
directamente hacia allí.
—No es posible —musitó Larissa, con su bello rostro contraído por el horror.
Ningún capitán, por poco sentido común que tuviera, abandonaba jamás el puerto con una niebla tan cerrada, pues era imposible navegar en esas condiciones; pero Dumont estaba haciendo algo aún peor: llevaba
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al corazón de unas brumas letales y sobrenaturales que muy pocos barcos habían cruzado jamás.
La bailarina sólo podía mirar pasmada y en silencio cómo el manto blanco se cerraba en torno al barco y Fuentes de Nevuchar desaparecía de la vista.
—¿Estáis loco?
—¡Nos mataréis a todos!
—Capitán Dumont, ¿qué está pasando aquí?
Una avalancha de preguntas apremiantes recibió al capitán cuando entró en el teatro. Parecía cansado, tenía los ojos enrojecidos y las arrugas de la boca más pronunciadas de lo habitual; Ojos de Dragón lo seguía, pegado a él como una sombra silenciosa.
Brynn, un marinero pelirrojo de ojos castaños y mirada imperturbable, se apoyó en la puerta y la cerró de un golpe; el inesperado portazo hizo que algunas cabezas se volvieran con temor y logró que todos guardaran silencio.
—No estoy loco —comenzó Dumont, paseando de un lado a otro sin perder de vista a su auditorio—. Pero me arriesgo a llevar
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entre las brumas después de haberlo pensado bien. Atrás dejamos a la policía, que amenazaba mi barco y, por tanto, vuestra vida. —Hizo una pausa y se irguió en toda su estatura—. ¡Sardan! —aulló. El tenor levantó la cara con un sobresalto; estaba pálido—. ¿Crees que les gustaría que te dedicaras a perseguir a las lindas elfas de Fuentes de Nevuchar? ¿Y tú, Pakris? —Una mirada rebosante de temor se enfrentó a la del capitán—. ¿Cuántos malabaristas crees que caben en una ciudad tan pequeña? ¿Te gustaría recorrer Darkon por las noches cuando perteneces al barco en el que se ha cometido el asesinato, eh?
Hizo una pausa para que sus palabras penetraran en la mente de todos y después prosiguió.
—En mi opinión, el barón Tahlyn asesinó a Liza e intenta culparnos a nosotros, a alguien del barco. Podría tratarse de cualquiera, con tal de que uno de nosotros pague por ello. —Sacudió la cabeza apesadumbrado—. No estoy dispuesto a permitir que uno de mis hombres cargue con semejante delito; recordad que formamos una familia.
—Y por eso nos lleváis directos a la niebla —replicó una muchacha del coro.
Dumont le clavó una mirada fría, y la joven e impetuosa bailarina se amilanó sobremanera ante los gélidos ojos verdes.
—No nos seguirán a las brumas. Tanto Gelaar como yo tenemos algunos conocimientos de magia y confío en mi tripulación plenamente. Tocaremos tierra pronto, sanos y salvos, y después todo este desagradable incidente no será más que un recuerdo.
«O una pesadilla», se dijo Larissa con inquietud. Nadie que hubiera atravesado la temida frontera brumosa había regresado jamás para contarlo.
Sintió que Dumont la miraba y levantó los ojos hacia él con la sombra de una sonrisa en los carnosos labios. Una vez más se recordó que tío Raoul no le había fallado nunca.
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viró dando la espalda a la costa… y a las complicaciones, y se internó en las brumas; la niebla se cerró sobre sus costados y la engulló por completo.
Larissa se sentía inquieta en la cubierta, sin ver nada más que espesas nubes; ni siquiera entreveía el agua desde ningún punto, excepto desde el piso principal, pero en ningún momento penetraba el blanco sudario más allá de un metro.
Aún la alarmaban más los extraños aullidos, gritos y gruñidos que rasgaban el aire inesperadamente y cesaban con la misma brusquedad. Parecía que hubiera criaturas inconcebibles al acecho, justo fuera del alcance de la vista, y que sólo la suerte y la invisibilidad mutua libraran al barco de un asalto a manos de terrores sin nombre.
La gente se acostumbró a hablar en susurros y a salir al exterior lo menos posible, y sólo se acercaban hasta las barandillas empujados por la necesidad.
De pronto, la tarea de sondar se convirtió en algo tan desagradable, que hasta los marineros más leales palidecían al llevarla a cabo. Para «sondar», un hombre de la tripulación permanecía solo durante varias horas a bordo de una yola, a babor o a estribor, y comprobaba la profundidad de las aguas con una plomada. Había contraseñas diferentes para las diversas profundidades, para facilitar la comunicación en las noches oscuras, o con niebla espesa. Un trozo de franela blanca atada a la cuerda significaba metro y veinte de profundidad; un trozo de cuero, un metro ochenta centímetros; un paño rojo, dos metros setenta; la señal número dos consistía en una correa de doble cabo e indicaba los tres metros y medio, el calado ideal para el barco de vapor; para la número tres se utilizaba una correa de tres colas y para la cuatro, una sola tira de cuero con un redondel agujereado.
Durante aquella travesía, que deshizo los nervios de todos, el marinero encargado de la sonda anunciaba continuamente en voz alta: «No hay fondo».
Dumont animaba a la compañía a ensayar y a la tripulación a que se mantuviera ocupada. Al principio, parecía que la nave estuviera bajo los efectos de un encantamiento ligado a la espantosa niebla; los artistas se apretujaban en las salas interiores, y el encargado de la sonda voceaba sus informes en un tono áspero y desabrido que parodiaba su habitual voz clara y musical. Los actores, por su parte, temían elevar la voz incluso en el cobijo de las zonas de ensayo.
Dumont no tenía contemplación alguna con sus temores; reprendía a los cantantes sin piedad para que lanzaran la voz a pleno pulmón y obligaba a los bailarines y a los músicos a que interpretaran con mayor vigor. Asimismo, avergonzaba a la tripulación con su propia osadía, y los espoleaba con su desprecio y la amenaza implícita de su ira.
A medida que transcurrían los días sin que nada surgiera de la niebla, excepto los mismos gritos y gruñidos espeluznantes, la vida a bordo de
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volvía a la normalidad. Cada cual se entregaba a su trabajo, ansiosos todos por apartar el pensamiento de las brumas sobrenaturales y de los misteriosos ruidos que los obsesionaban.
El noveno día, Casilda se levantó temprano con la intención de pasar una hora antes del desayuno ensayando el solo final. Salió del camarote, frunció el entrecejo al ver la omnipresente niebla y se dirigió hacia la escalera por la húmeda cubierta.
Ojos de Dragón también estaba despierto y activo, sentado en la escalera exterior que comunicaba con el piso superior. Él era el único de la tripulación a quien no parecía afectar el horripilante ambiente. Casilda hizo un frío gesto de saludo con la cabeza y mostró sus deseos de pasar de largo.