Desanimada, la bailarina volvió a concentrarse en la gran ciudad a la que se aproximaban. Ahora la percibía mejor, y había algo que le resultaba curiosamente familiar; estaba segura de que confundía aquel puerto con algún otro de los que había visto en los ocho años que llevaba a bordo.
Otro detalle le llamó la atención, un poco más allá de la zona de muelles; al parecer, la población de aquel lugar no había logrado contener la naturaleza por completo, pues, a la derecha de la ciudad, un bosque exuberante dominaba el paisaje. Sin embargo, no se semejaba a los bosques que había visto hasta entonces; los árboles eran enormes y crecían rectos hasta las mismas orillas de las aguas pantanosas, e incluso dentro de ellas. Las retorcidas raíces rompían la superficie de color chocolate como verdaderas rodillas de viejo. Una extraña substancia, una especie de cabello verde grisáceo, se enredaba en la copa de los árboles, y la superficie de las aguas estaba repleta de vegetación, aunque, más adelante, el río ganaba terreno a medida que se internaba en la tierra.
La joven frunció el entrecejo. ¿Por qué le resultaría conocido y extraño al mismo tiempo aquel paisaje? No le gustaba pensar en su vida anterior, cuando no estaba bajo la tutela del capitán Dumont, antes de encontrar su hogar en
La Demoiselle
. A pesar de todo, en ese momento, un recuerdo saltó a primer plano.
Sacudió la cabeza tratando de apartarlo, pero fue en vano, y tuvo que sujetarse a la barandilla porque las piernas se le quedaron sin fuerza de repente. Reconocía el litoral, sabía el nombre de la isla y de la ciudad y, mientras corría hacia el camarote de su tío, más asustada por el lugar, de apariencia inocente, que por el horrendo monstruo de la niebla, oyó el redoble de unos tambores en la distancia.
El camarote de Dumont estaba situado justo bajo la cabina del piloto, y Larissa aporreó la puerta con ambos puños, consciente de que se estaba comportando como una criatura, pero demasiado aterrada como para preocuparse por ello.
—¡Tío! —gritó con la voz desgarrada. Dumont abrió la puerta inmediatamente, y su rostro se transformó en cuanto vio de quién se trataba.
—Larissa, cariño, ¿qué sucede?
—Yo…, yo…, la isla… —balbució, sin color en las mejillas.
Dumont le ofreció la mano para ayudarla a entrar.
—Vamos adentro y me lo cuentas —le dijo en tono tranquilizador.
El camarote de Dumont era el más grande del barco, y estaba amueblado con lujo. Había un armario guarnecído con un ostentoso espejo de luna, dos acogedores sillones, una gran cama con dosel y una mesa de caoba labrada. Objetos procedentes de más de doce tierras diferentes atestaban la habitación, desde tapices hasta grabados y extraños artefactos que nadie se habría aventurado siquiera a identificar.
El capitán condujo a la turbada joven hasta el lecho y la obligó a sentarse.
—Respira hondo —le indicó— y, cuando te recuperes un poco, me cuentas qué es lo que te ha afectado tanto.
La bailarina así lo hizo, aunque todavía jadeaba.
—Conozco este lugar —dijo con voz entrecortada.
—¿De verdad? —inquirió Dumont enarcando una ceja.
Larissa asintió; el cabello enredado le caía sobre el rostro enrojecido.
—Estuve aquí en algún tiempo, hace mucho, con mi padre. La isla se llama Souragne. Aquí fue donde… el pelo se me volvió blanco. Mi padre me dijo que había estado a punto de sucederme algo malo en el marjal. —Miró a Dumont con un ruego en los ojos que hizo estremecer el corazón del capitán—. Tengo miedo, tío; ya sé que es una tontería pero…
Con ternura, Dumont la rodeó con el brazo, le atrajo la cabeza hacia el pecho y apoyó la mejilla en su blanco cabello.
—Vamos,
ma petite
—la consoló—, estoy aquí para cuidarte. No soy como tu padre; yo no voy a abandonarte. Lo sabes muy bien, Larissa. —Notó que asentía con la cabeza—. Y, si alguien de ahí fuera pretende hacerte algo malo, va a tener que vérselas conmigo.
Larissa rió, aunque todavía temblaba, y se separó de Dumont.
—Sé que es una locura mía —repitió—, pero al ver esa ribera… Tío, no recuerdo nada pero reconozco ese lugar, no sé por qué. ¡Y los tambores! ¡Qué misteriosos son!
—¿Qué tambores? —preguntó Dumont, ceñudo—. Yo no oigo nada.
—Creí escuchar… —Larissa palideció—, bueno, seguro que son imaginaciones mías, porque ahora no los oigo.
—¡Qué rara eres, chiquilla! —exclamó el capitán con una carcajada profunda y sonora—. Te enfrentas con criaturas de la niebla sin pensarlo dos veces, y en cambio te asusta una isla diminuta del pantano. Ahí no hay nada que pueda hacerte daño, pequeña, te lo aseguro. No salgas del barco, si no quieres.
El tono de su voz había adquirido una sutil inflexión de superioridad. Un fuerte sentimiento de vergüenza hizo recuperar a la joven el orgullo que había perdido al avistar la isla. Para ella era más importante la opinión que Dumont tuviera de su valor que la necesidad de consuelo.
—No, tío, no hace falta —replicó crispada. Se puso en pie y trató de serenarse—. Ya me encuentro bien. Me voy a mi camarote un rato. Gracias.
Dumont siguió sus gráciles movimientos, de los que emanaba una especie de fuerza inocente, hasta que salió de la habitación y cerró la puerta con firmeza tras de sí. Poco a poco, una sonrisa asomó a sus labios; la repentina visita de Larissa le había dado una idea.
A Jack
el Hermoso
, el feísimo piloto de
La Demoiselle du Musarde
, no le parecía precisamente un lugar de pesadilla; había sitio más que suficiente para las maniobras de atraque y ya comenzaba a congregarse una muchedumbre en el muelle. En esos momentos se encontraba solo en la cabina del piloto debido al ataque del monstruo de la niebla y al posterior entusiasmo por haber avistado tierra.
La cabina era más espaciosa y cómoda de lo habitual. Los pilotos, Jack
el Hermoso
, Tañe y Jahedrin, se turnaban cada seis horas; solía haber siempre dos pilotos, o uno y un subordinado. El timón era inmenso, mucho más grande que los hombres que lo manipulaban, y resultaba difícil hacerlo girar. Por lo general, uno de ellos se situaba en uno de los radios y apoyaba todo su peso para contribuir a moverlo. El hecho de que el pilotaje requiriera unas grandes condiciones físicas eliminaba la posibilidad de que el inteligente y menudo Ojos de Dragón ocupara el puesto, aunque en verdad pocos pilotos dominaban la navegación como el agudo semielfo.
Había además una cómoda hamaca para los que desearan hacer compañía al piloto. El silbato estaba al alcance de la mano, cerca del timón, así como el megáfono y el telégrafo de a bordo, mediante los cuales el piloto se comunicaba con la sala de máquinas situada a popa. Unas amplias ventanas permitían ver la anchura del río de frente y de babor a estribor. Detrás del puesto del piloto, una estrecha escalera comunicaba directamente con el camarote de Dumont.
Jack estiró una mano y bajó la manivela del telégrafo a la posición «lento». Sonrió para sí, y las tres pálidas cicatrices que le cruzaban la cara, desde la sien derecha hasta la oreja izquierda, se arrugaron grotescamente con el gesto. Jack, alto y fornido, estaba muy orgulloso de sus cicatrices; según alardeaba, las había ganado en un combate cuerpo a cuerpo, con un lobo negro, en Afekandale. Cuando se emborrachaba, cosa que sucedía a menudo, exageraba el relato hasta convertir a su oponente en un hombre lobo. «… Y era un hombre muy encumbrado, os lo aseguro. ¡Uuuy! Podría contaros un montón de historias de barcos de río en aquel país», solía añadir con voz estropajosa.
Los que lo escuchaban, y conservaban un punto de sobriedad como para preocuparse por esos cuentos, intercambiaban una mirada. Tal vez Jack
el Hermoso
contara la verdad, solían murmurar entre ellos, pero bien sabían los dioses que había aparecido una noche en
La Demoiselle
tembloroso y rogando que le dieran un puesto de trabajo que lo llevara lejos de Arkandale…
¡Oh, qué hermosa doncella es! ¡Una doncella hermosa de verdad, pero mi triste corazón es cautivo de la dama del mar!
La dama del mar es tan bella que me ha hechizado, y ahora estoy condenado a amarla sólo a ella.
Todo lo que le faltaba a Jack de sentido musical, y era mucho, lo suplía con creces a base de entusiasmo y volumen. Ése era el tema que más le gustaba de
El placer del pirata
y atacó la canción con entusiasmo para su propio deleite, celebrando haber avistado tierra por fin tras tanta confusión en la niebla.
—¡Maldito seas, Jack! ¡Te he prohibido que cantes en el barco! —aulló Dumont, que surgió de su camarote por las escaleras.
Jack se encogió como un perro apaleado; los capitanes solían tener supersticiones propias, y Dumont tenía la suya con respecto a las canciones a bordo. Sólo los miembros de la compañía tenían permiso para cantar, pero debían limitarse a las canciones del repertorio.
—Lo siento, capitán, se me había olvidado. Ya sabéis que no tengo mala intención, señor.
El enojo de Dumont no disminuyó. Lo que Jack decía era cierto, desde luego. Él nunca «tenía mala intención», ni siquiera cuando se embriagaba y amenazaba con reducir el barco a virutas; ni tampoco cuando miraba con lujuria a las muchachas más atractivas del público, que se ofendían, protestaban y juraban no volver a pisar
La Demoiselle
nunca más. Por supuesto, tampoco cuando cantaba en contra de las ordenanzas.
De todas formas, Jack cumplía sus funciones, y cuando estaba sobrio era el mejor piloto de a bordo; ni siquiera Ojos de Dragón poseía el instinto del experto lobo de mar para manejarse en terreno desconocido. Era un subalterno fiel y esforzado, que agradecía el puesto de trabajo a Dumont casi con patetismo.
—Sí —suspiró el capitán por fin—, sé que no tienes mala intención, Jack, muchacho.
—Sois un verdadero caballero, señor, de pies a cabeza; yo siempre lo digo —sonrió Jack, aliviado—. Aquí lo tenéis, mi capitán. —Se apartó y le ofreció el timón. El capitán solía encargarse personalmente de llevar
La Demoiselle
a la dársena, aunque confiaba las demás maniobras de pilotaje a Jack o a los otros pilotos.
Tomó el enorme timón, que sobrepasaba incluso su estatura, cerró sus fuertes manos en torno a la rueda con un sentimiento posesivo y levantó la mirada hacia la costa que se acercaba. Llegó enseguida y tiró del silbato, que respondió con una nota aguda y potente.
—Jacky —musitó Dumont, sin apartar los ojos del muelle y girando el timón despacio hacia estribor—. ¿Viste la batalla con la criatura de la niebla?
—¡Claro que sí, señor! ¡Qué idea tan brillante, levantar una ola contra…!
—Sí, sí, pero ¿viste cómo arriesgaba la vida ahí fuera la señorita Bucles de Nieve?
Jack tragó saliva; estaba claro que el jefe quería oír unas palabras determinadas, pero no sabía qué decirle.
—Esto… sí, señor, la vi. —Se aventuró a proseguir—: ¡Qué valiente, para una niña! ¿Verdad, señor?
Dumont lo miró con dureza, y Jack reculó un poco más.
—¡Por todos los dioses, hombre! ¡Es la bailarina principal y,
además
, mi protegida! ¡Valiente o no, no tiene que estar en cubierta cuando hay peligro! —Respiró hondo para recobrar la calma—. Tengo que darle una lección a la señorita Bucles de Nieve, y me gustaría que me ayudases.
—¿Yo, señor? —inquirió el piloto con los ojos desorbitados—. ¡Pues claro, señor!
Dumont reprimió una sonrisa y siguió hablando en tono tranquilo y confidencial.
—Me alegro de encontrarte tan dispuesto, Jack. Dentro de unos momentos empezaremos a atracar. Yo me acercaré a tierra a ver al gobernador de esta ciudad y después, mañana, cuando hagamos el…
—¡… el desfile! —exclamó Jack, contento—. Capitán, ¿me dejáis ir a ver el desfile?
La idea de ver en directo las actuaciones que escuchaba todas las noches a través de los tabiques de los camarotes de la tripulación emocionaba al piloto. Los actores del barco-espectáculo tenían por costumbre desfilar por la avenida principal disfrazados y representar una o dos escenas de la obra. La mayoría de las ciudades adonde llegaban tenían gran escasez de diversiones, y aquella pequeña muestra de la magia y la música de que podrían disfrutar en
La Demoiselle
era garantía suficiente para asegurarse el lleno total.
Dumont siempre había sido estricto en mantener separada a la tripulación del grupo de artistas, y los marineros tenían prohibido presenciar los desfiles. Al parecer, y para decepción de Jack, esta vez tampoco iba a ser la excepción.
—No, Jacky, eso no puedo hacerlo; ya conoces las reglas. —Jack se entristeció, y el pesar que reflejaron sus familiares rasgos afeó aún más su rostro—. Como te iba diciendo, haremos el desfile tradicional y luego, cuando los artistas y la gente del pueblo se dispersen por ahí, la señorita Bucles de Nieve sufrirá el acoso de un…, digamos que de un personaje tenebroso. —Miró a Jack significativamente.
—¿Yo? —preguntó éste con las cejas juntas.
—Tú, Jacky, muchacho; pero disfrazado, claro está. Amenazas a la indefensa señorita y yo acudo a salvarla. Después, desapareces en la oscuridad y regresas al barco mientras yo le explico a la señorita Bucles de Nieve lo peligroso que es arriesgarse a lo tonto. —Lo miró a los ojos con intensidad—. Cuento contigo, ¿verdad, Jack? —Jack
el Hermoso
asintió enfáticamente—. Me lo imaginaba. ¿Por qué no vas al comedor y le dices a Brock que te prepare algo especial? Díselo de mi parte.