—No naciste para esto, mi amor —musitó con dulzura—. Eras una criatura de luz; atarte a la materia terrenal fue un error, y esa otra existencia es una aberración. —Levantó los brazos, cerró los ojos y pensó en el fuego—. Vuelve a ser de luz.
El cuerpo de Fando estalló en una cegadora bola de fuego. Ondina, fiel a su palabra, siguió tirando de la barca en línea recta, y Larissa supo que la nereida no la abandonaría hasta que la carne se hubiera consumido por completo. La joven capitana de
La Bailarina del Río
contempló las chispas que danzaban y se extinguían en el aire, esperando, contra toda esperanza, ver un destello más hermoso que los demás alzarse libremente hacia las alturas… pero no fue así.
Ya habían tenido suficientes muertes; había llegado el momento de las reparaciones, de procurar la salud. Larissa empezó a bailar otra vez y, apenada, sintió a los
feux folléis
todavía prisioneros; con un pensamiento y un movimiento grácil les devolvió la libertad. Todos a una volaron hacia el cuerpo que ardía; descendieron en picado y revolotearon alrededor del camarada perdido. Ella los contemplaba y bebía en su belleza; de repente, el corazón le dio un brinco en el pecho al comprender que estaban «diciendo» el nombre de Fando, dedicándole su último y particular adiós entre vivos colores.
—Perdonadme —musitó, aunque sabía que ya la habían perdonado—. Yo también lo amaba.
Después, para evitar un nuevo torrente de lágrimas, se concentró en la madera que pisaba. Se enraizó y recorrió con la conciencia todo el barco, tomando nota de las «heridas» de
La Bailarina del Río
. Sus pies comenzaron a moverse y centró el pensamiento en las zonas que necesitaban ser reparadas.
Los que habían acudido a verla despedirse de Fando miraron sorprendidos alrededor cuando la nave empezó a repararse por sí sola. Los fragmentos pintados de las paletas de la enorme rueda se unieron y encajaron perfectamente entre sí, aunque necesitaban otra mano de pintura. Las astillas que habían pertenecido al magnífico grifo del mascarón de proa se juntaron y formaron de nuevo la figura mitológica, que voló hasta su lugar habitual y se inmovilizó.
Las partes metálicas, como los goznes de las puertas, las barandillas retorcidas y otras, necesitarían la intervención de un herrero. La magia de las flores y las frutas que Larissa poseía sólo podía arreglar cosas que hubieran estado vivas alguna vez. De todas formas, el barco ofrecía seguridad y estaba en condiciones de reemprender el viaje entre la niebla y de enfrentarse a las venturas o desventuras que en ella se ocultaran.
Las brumas infames y peligrosas acechaban río abajo, pero, por el momento, a Larissa no le importaba. Había encontrado un lugar donde solazarse, y se dejaba llevar por la alegría agridulce que le proporcionaba la danza, para impedir que se le partiera el corazón.
Sardan, cautivado, la contemplaba apoyado en la barandilla. Jahedrin se puso a su lado.
—Creía que no era más que una niña —comentó el piloto en voz baja.
—Y lo es —replicó Sardan lleno de admiración y afecto—. Es una niña, bailarina y hechicera, y es una mujer más tenaz que toda la tripulación junta. Pero ¿sabe que es, además? —Jahedrin negó con la cabeza, y Sardan lo miró—. Nuestra capitana.