—¡Jahedrin!
—¿Qué sucede, Sardan? —preguntó el piloto, sobresaltado.
El tenor señaló con un dedo tembloroso, y el adormilado piloto, tambaleándose, se asomó a mirar; también él se quedó blanco como la cera.
La profusa vegetación de las márgenes y del lecho del río se movía. Las ramas se alargaban y se enredaban unas con otras sobre el agua, lenta pero inexorablemente; los árboles salían de sus hoyas y formaban una represa; las algas fluviales crecían y se agitaban en el aire nocturno… El camino no tardaría en quedar obstruido por completo.
Jahedrin se puso en acción al punto. Tiró de la sirena tres veces, con fuerza, rasgando el silencio de la noche. Después, tras apartar a Sardan con el hombro, se lanzó sobre el telégrafo y cambió la palanca a la posición «marcha atrás». Tomó el megáfono y silbó por él con un sonido agudo dirigido a la tripulación de la sala de máquinas.
—¡Atrás, atrás! —gritó—. ¡
Ya
!
Antes de que Jahedrin pudiera darse cuenta, Dumont ya estaba allí, a su espalda, atisbando por la ventana con ojos escrutadores. La niebla se levantaba del agua estancada como el vapor del agua hirviente; pequeñas nubes fantasmales de bruma que, sin embargo, conseguían oscurecer la visión. A través de los huecos que aún quedaban en la cortina que se espesaba por momentos, vislumbró la barrera vegetal y percibió que se movía.
La nave aminoró la marcha, se detuvo y la reemprendió con un estremecimiento, pero en sentido contrario a la masa de plantas invasoras.
—Detén la marcha atrás —ordenó Dumont al piloto; rozó a Sardan al pasar como si el rubio cantante no estuviera allí.
—¿Cómo, capitán? —inquirió Jahedrin, en total confusión.
—¡Detén la marcha hasta nueva orden! —bramó Dumont.
Tenía una corazonada, y durante los últimos veinte años había aprendido a escucharlas. Bajó las estrechas escaleras hasta su camarote con estrépito, cogió el Ojo y la espada y luego corrió hacia la popa por la cubierta principal.
La gigantesca rueda que propulsaba el vapor estaba inmóvil; en aquella calma, Dumont oía el goteo de las rojas paletas sobre el río. Se colocó el colgante delante de un ojo y atravesó la oscuridad y las brumas con la mirada; tal como se temía, por la parte de atrás se estaba formando otra barrera igual. Algo… o alguien intentaba atraparlos.
Inspeccionó las aguas detenidamente, pero no descubrió nada más. Se colgó el dije al cuello y en vano intentó oír algo. De pronto… le llegó un latido profundo que parecía el redoblar de tambores.
¿No había oído Larissa tambores la primera noche que habían pasado en Souragne?
La cólera se apoderó de él e, impotente, descargó un puñetazo sobre la barandilla. Un
feu follet
que tenía al lado centelleó espantado y se apagó, como temiéndose lo peor. Dumont ni siquiera se percató.
—¡Posición de ataque! —iba gritando como un poseso mientras regresaba a la cabina del piloto a toda velocidad y golpeaba en todas las puertas al pasar. Bajó los escalones de dos en dos hasta la cubierta inferior y procedió a despertar a los miembros de la compañía—. ¡Al escenario! —ordenaba cada vez que un rostro adormilado lo miraba desde la puerta—. ¡Rápido!
Los artistas murmuraban, pero se apresuraban a obedecer.
—Capitán Dumont, ¿qué sucede para que molestéis a mis hombres a estas horas? —preguntó Lond con frialdad desde la cubierta superior.
La puerta de su camarote estaba entornada, y a través del resquicio salía un tenue resplandor rojo. El mago miraba al capitán de
La Demoiselle du Musarde, y
su silueta delgada y embozada apenas se distinguía entre las sombras; allí donde apoyaba las manos sobre la barandilla, los
feux follets
se apagaban.
—Echad un vistazo por proa y por popa y comprenderéis por qué preciso a mis hombres en la cubierta principal —replicó Dumont, ceñudo—. Voy a necesitar vuestra colaboración para defender el barco. —Sin esperar la respuesta de Lond, se apresuró hacia la sala de teatro, donde los artistas, en diversos estados de desnudez, aguardaban irritados en los asientos.
—¡Al escenario! —ladró. Se enfrentó a los actores con el rostro congestionado—. Y ahora, hatajo de malcriados, poneos a cantar.
Los actores se miraban unos a otros sin comprender. Un muchacho del coro, un jovencito caprichoso que sustituía a Sardan en ocasiones, replicó enfadado:
—¡Capitán! ¿Estáis loco? ¿Tenéis la menor idea de la hora que es?
Dumont se plantó en el escenario de un salto con la espada en ristre y atravesó al desafortunado aspirante con la pulida hoja; los ojos se le salieron de las órbitas, y el muchacho cayó al suelo. Alguien gritó, y Dumont se giró en redondo, con la espada goteando sangre. Sus ojos de jade registraron los rostros en busca del autor del grito.
—¿Alguno más desea discutir mis órdenes? —Se produjo un silencio sepulcral; todos lo miraban paralizados de terror—. Bien, y ahora, ¡a cantar, malditos seáis!
—¿Qué queréis escuchar, señor? —inquirió con voz trémula Elann, la elfa que sustituía a Cas.
—El número de apertura; después, «Ella aguarda a su amado» y luego «Frío como el agua». ¡Cuando terminéis, seguid cantando hasta que os diga lo contrario!
Se precipitó fuera de la sala en cuanto comenzaron a oírse, vacilantes, los primeros compases del tema indicado. Tan sólo se detuvo a cerrar la puerta con un encantamiento y después se dirigió a las habitaciones de Lond.
Fando se puso a escuchar en tensión. Sí, estaban cantando.
—¡Oíd! —exclamó—. Están cantando en el teatro; tenemos que contrarrestar el efecto, si podemos. ¿Quién sabe alguna canción?
—Yo, pero no comprendo qué quieres… —le contestó Cola Bermeja mirándolo de hito en hito con la cabeza ladeada.
—Las canciones son encantamientos —explicó Fando en pocas palabras—. Si se ponen a cantar a estas horas, significa que mis amigos están abordando el barco. Si marcamos un ritmo que contrarreste…
—¡No digas más,
mon amí
!
El zorro echó hacia atrás su bermeja cabeza y comenzó a canturrear una canción en su lengua nativa; Cola Bermeja poseía una sorprendente y cristalina voz de barítono.
Gráculus, el cuervo, todavía estaba bajo el encantamiento que sellaba su jaula, y el gato de color no tenía la menor idea de lo que sucedía, de forma que guardaba un solemne silencio. El pseudodragón, en cambio, elevó un lamento fúnebre con alaridos estremecedores que hicieron levantar la cabeza a Panzón.
Ya le habían vuelto a crecer todas las patas, pero aún las tenía cubiertas de sangre seca, y el peludo pescuezo seguía prisionero del collar.
—Yo sé marcar el ritmo y cantar al mismo tiempo —anunció con orgullo.
—A veces, Panzón —dijo Fando con el corazón henchido y las lágrimas al borde de los ojos— creo que eres más genial que Orejasluengas.
El
loah
conejo entonó una canción de versos ramplones que relataba cómo siempre era él quien preparaba el puchero, pero Orejasluengas se lo comía primero; al mismo tiempo, marcaba con la vigorosa pata trasera un ritmo atronador. Fando, por su parte, atacó una canción de caza que había escuchado una vez a Deniri.
La bodega era un caos de sonidos, pero Fando estaba seguro de que jamás había oído música más dulce, y su corazón se fortalecía con cada nota.
Cuando el navío, sin previo aviso, se detuvo e inició la marcha atrás, muchos de los frascos mágicos que Lond tenía en el camarote cayeron; algunos se rompieron y su horrible contenido se esparció por el suelo en charcos pegajosos; pero el perverso mago consiguió atrapar unos cuantos en el aire antes de que se estrellaran. La algarabía del piso inferior lo distrajo un momento y, tras hablar con Dumont, regresó al camarote. En esos instantes estaba colocando en una caja los materiales que se habían salvado, para protegerlos de otros posibles movimientos bruscos.
Oyó una fuerte llamada en la puerta pero no respondió enseguida. Al cabo de un rato, hizo un gesto con la mano sin prestar mayor atención, y la puerta se abrió. Ya sabía quién era: Dumont; sólo el capitán osaría molestarlo. Efectivamente, Dumont asomó la cabeza.
—Os necesitamos en cubierta —gruñó—. Nos atacan.
—Me reuniré con vos más tarde, capitán —contestó con calma, sin molestarse en levantar la mirada de lo que estaba haciendo.
Dumont, que ya se marchaba dando por sentado que Lond reaccionaría al instante, se detuvo y miró al hechicero con una mezcla de rabia e incredulidad.
—Venid conmigo ahora mismo, maldito seáis. ¡Este barco es mío, Lond, y cuando doy una orden se cumple!
Lond levantó la mirada, y Dumont percibió el brillo de sus fríos ojos en las oscuras sombras de la capucha.
—Al parecer, capitán, no sois consciente de la envergadura de los acontecimientos que se han desarrollado últimamente en este barco, que en tan alta estima tenéis —replicó en tono gélido—. Vuestra tripulación me obedece a mí, ahora. Con un puñado de polvo y la palabra justa podría arrebataros el alma en este mismo instante sin el menor problema. Sois el capitán por mi gracia, no por vuestra jactancia. Y no temáis, pues la salvaguarda de mi persona, tal como están las cosas, depende del barco; por lo tanto, lo defenderé, pero vos no me diréis cuándo ni cómo.
—Por el momento, tratad de defenderos a vos mismo, es decir, si estáis lo bastante sobrio. Sería divertido ver a un hechicero borracho intentando hacer encantamientos; los resultados son interesantes a veces. —Rió quedamente para sí.
Dumont enrojeció de rabia y de vergüenza. Lond tenía razón: el barco ya no le pertenecía. Se tragó el orgullo y dijo:
—Entonces, otorgadme al menos el control de vuestros siervos; los necesito para las maniobras del barco y para organizar la defensa en caso de que…
Irritado, el negro hechicero hizo un ademán hacia Dumont.
—Os obedecerán hasta que yo los necesite. Id a defender vuestro barco, capitán. Esta conversación me hastía.
Dumont ya no sentía más oprobio; sólo odio y cólera. Salió como un rayo de allí y cerró de un portazo. En cuanto abandonó la hedionda habitación, respiró hondo el aire húmedo y examinó las posibilidades.
Tenía una tripulación de muertos vivientes, que se estaba reuniendo en la cubierta principal; le quedaban dos pilotos humanos todavía, una compañía de artistas aterrorizados y un puñado de prisioneros que con toda segundad estaban deseando alzarse contra él… De repente, sonrió.
También tenía a Gelaar.
Se apresuró a llegar al camarote del elfo ilusionista, pero Gelaar ya estaba despierto y en cubierta. Dumont le plantó una mano fuerte en el hombro, y el mago se giró en redondo al momento, aunque no se olvidó de disfrazar el odio de sus ojos antes de que el capitán lo percibiera.
—¿Qué deseáis, capitán?
Dumont escudriñaba el río. La niebla se había espesado y la luna perfilaba sus húmedos contornos; las orillas, no muy alejadas, quedaban sumidas en las sombras. La clarividencia sólo le servía para confirmar que allí había algo oculto por medios mágicos.
—Si yo no los veo, ellos a mí tampoco —musitó para sí—. Invoca ruidos —dijo, volviéndose hacia Gelaar—, voces de hombres, una tripulación activa que se apresta al combate. No te muevas de esta cubierta hasta que yo te lo diga; aquí estás más protegido que en la principal.
Gelaar asintió. Rebuscó en el bolsillo hasta encontrar una pequeña bola de cera y amasó el material entre las manos para darle plasticidad; luego arrancó un trocito y conformó una oreja, se levantó las mangas de la pesada túnica y de inmediato comenzó a pronunciar un encantamiento.
Casi al instante empezaron a oírse voces. Gelaar era un ilusionista muy poderoso, y Dumont se permitió una leve sonrisa al reconocer el hablar de marineros concretos que hacían comentarios típicos.
—Estáis ahí, capitán; bueno, ya hemos preparado todo. Es imposible que nos ataquen, protegidos como estamos —dijo la voz de Ojos de Dragón.
Dumont dejó de sonreír. «Amigo mío —pensó—, qué no daría yo por volver a oír ese deje de humor frío en tu voz».
Se sacudió; ponerse sentimental en esos momentos no ayudaría a salvar
La Demoiselle
.
—Haz que hablen sobre los poderosos guardianes del barco y que después éste brille en todo su esplendor.
Gelaar obedeció. Las voces de hombres ilusorios comentaban animadamente los últimos encantamientos de Dumont, y, de repente, el barco comenzó a irradiar una fría luz azul salpicada por doquier de luminosos
feux follets
. Era cierto que el barco tenía guardianes, invocados y reforzados por la música de
El placer del pirata
, que se habían puesto en acción tan pronto como los actores entonaron los primeros compases. La luminosidad creada por Gelaar era puro embellecimiento, pero cualquiera que se atreviera a atacar el barco-espectáculo cuando los guardianes estaban en pleno apogeo, tendría que luchar por cada centímetro ganado.
Dumont se dirigió hacia la cabina del piloto bañado en la ilusoria luz. Tañe y Jahedrin ya se encontraban allí, tensos, completamente vestidos y bien armados.
—¿Qué sucede, capitán? —preguntó Tañe, que movía los ojos sin cesar tratando de penetrar en vano el casi sólido muro de niebla—. ¿Qué son esos tambores?
—No estoy seguro —confesó Dumont—. Ahí fuera hay algo y creo que pretende abordarnos.
—He encontrado una que creo que puedo manejar y…
¡Ah! —Sardan, que subía corriendo la escalera con una espada en la mano, se detuvo al ver a Dumont.
—¿Qué estás haciendo aquí, muchacho? —preguntó al actor principal con el entrecejo fruncido—. ¿Por qué demonios no estás abajo en el teatro cantando con tus malditos compañeros?
—Quiero luchar —repuso Sardan, sonrojado pero resuelto.
Dumont iba a oponerse pero por fin cedió.
—De acuerdo. Al menos morirás con la misma valentía que los demás. Vamos a la cubierta inferior; no hay necesidad de quedarse aquí mientras estemos parados —dijo saliendo de la cabina para dirigirse a la cubierta principal. Los tres hombres lo siguieron. Sólo una levísima brisa anunció la embestida de los murciélagos. Miles de seres alados descendieron sobre
La Demoiselle
e inundaron la cubierta, iluminada de azul, batiendo las correosas alas sobre las cabezas de los marineros y buscando puntos de apoyo entre las ropas. Hundieron sus afilados dientes en el rostro de los hombres, ansiosos por devorarles los ojos.