Con cautela, Larissa tomó una cucharada de sopa; estaba deliciosa y espesa como una salsa. La carne de tortuga tenía un aroma incomparable, con un toque picante y agrio.
—¿Limón? —aventuró.
—¡Qué paladar tan fino tienes,
mademoiselle
Bucles de Nieve! —alabó Misroi sonriente—. Sí, limón.
Misroi era un anfitrión encantador. En contra de su voluntad, y a pesar de los horrores que poblaban el lugar, Larissa se distendía de vez en cuando e incluso le reía algunas bromas. No tardó más que unos segundos en terminar con la sopa, devoró una ensalada de verduras amargas de las riberas del pantano y se abalanzó con alegría sobre un plato de arroz con cangrejos de río. Levantó los párpados de repente y bebió agua con ganas. Misroi rió de nuevo.
—Muchas especias, ya lo sé, pero así es la cocina típica de nuestra humilde isla. Tal vez el plato siguiente te agrade más. —Larissa olió con gran apetito el plato principal, que acababan de dejar frente a ella—. Conejo con salsa de vino —le informó Misroi, que se frotaba las manos anticipándose al placer de la comida—. Es la especialidad del
chef
. —Atacó el manjar golosamente.
Sin embargo, a Larissa se le había terminado el apetito.
—Jean —pronunció en voz baja y aterrada.
Misroi levantó una ceja negra e inquisitiva al tiempo que se llevaba el tenedor a la boca.
—Perdón, ¿cómo has dicho? —Tomó un gran bocado, y la salsa le cayó por la barbilla; abstraído, se limpió con el dorso de la mano.
—¿Vuestro cocinero se llama Jean? —preguntó tras aclararse la garganta—. ¿Es el cocinero de la taberna Dos Liebres?
—Pues sí; antes de atragantarse con un hueso tenía una taberna —contestó Misroi con la boca llena—. Si lo conocías, entonces sabrás que cocina bien, y la muerte no ha afectado su talento. Come. —Señaló el plato de ella con el cuchillo y después cortó otro bocado.
Larissa lo miraba en silencio desde la otra punta de la mesa, mientras él seguía disfrutando abiertamente de los manjares sin sentir el menor reparo porque el banquete hubiera sido preparado por un cadáver. La muchacha dejó la servilleta en la mesa con mano temblorosa y separó la silla.
—Se me ha pasado el hambre. —Se levantó y se marchó con el corazón destrozado.
Casi había llegado a la escalinata cuando su anfitrión la detuvo bruscamente por el codo.
—¡Qué grosería, querida mía! No te he dado permiso. —Asqueada, Larissa se desasió, y él le hizo dar media vuelta para que lo mirase a la cara; la miró a su vez con rabia en los ojos—. No pongas a prueba mi paciencia, linda bailarina. Tu vida depende de mi capricho, igual que tu muerte. Puesto que rehúsas cenar conmigo, tal vez prefieras bailar.
La tomó de la mano con firmeza, atravesaron otra vez el vestíbulo principal y cruzaron unas puertas situadas en el extremo opuesto. Pasaron ante el espejo que tanto había asustado a Larissa al llegar a la
Maison de la Détresse, y
otra vez la joven se sobresaltó al percibir sus movimientos.
Arrastrándola tras de sí, Misroi entró en un salón de baile, glorioso en otro tiempo. La pintura de las paredes tenía manchas de humedad y desconchones, y el clavicordio, olvidado como un juguete en un rincón, parecía no haber sentido el roce de unas manos durante muchas décadas.
—Toca —gritó Misroi, y, al instante, una suave melodía surgió del instrumento.
Larissa se encontró de pronto estrechamente abrazada contra el pecho del señor de los muertos vivientes. Con la mano derecha, éste apretó con fuerza la izquierda de la joven y con el brazo izquierdo le ciñó el fino talle. Larissa se levantó la falda con la mano libre para no pisarla al bailar; después alzó la cara hacia Misroi y vio que la observaba complacido.
—Veo que sabes bailar el vals. —Aflojó un poco el opresivo abrazo—. Hace mucho tiempo que no lo bailo. De momento, disfrutemos de la música y establezcamos una tregua, ¿de acuerdo?
La melodía era dulce y Misroi un bailarín excelente; Larissa, aún sin bajar la guardia, seguía sus pasos con gracia y agilidad.
—¿Es ésta la danza de los muertos que tanto deseabais enseñarme, lord Misroi? —inquirió Larissa con osadía al cabo de un rato.
La pregunta le pareció muy divertida y dejó escapar una sonora carcajada que levantó ecos en la grande y vacía sala.
—No, linda bailarina; esto no es más que puro entretenimiento personal. Las lecciones vienen después. —Le dedicó una sonrisa—. Ahora sólo bailamos.
A la mañana siguiente, según las órdenes que había recibido, Larissa se reunió con Misroi en los establos. Llevaba el traje que le habían dejado sobre la cama la noche anterior: pantalones de montar, blusa, botas y capa. Mientras se vestía, se había preguntado cómo sabría su talla el señor de los muertos vivientes, pero después pensó que prefería ignorarlo.
La tierra bajo las botas estaba blanda por el aguacero del día anterior y el sol lucía con fuerza calentando el aire espeso y húmedo; los fétidos olores eran más intensos tras la lluvia, y Larissa arrugó la nariz al pasar por el camino de gravilla en dirección a las cuadras.
Las caballerizas estaban tan descuidadas como el resto de la casa, aunque los caballos no tenían mal aspecto; una pequeña yegua ruana estaba atada a un poste en el patio empedrado, y un mozo no muerto la limpiaba con actitud de autómata. Larissa se alegró de que la bestia, al contrario que las que tiraban de la carroza, estuviera viva.
El sonido de unos cascos le hizo volver la cabeza, y vio a Misroi con un corcel negro; el animal parecía cansado, como si acabara de hacer una larga galopada y lo hubieran dejado empapado de sudor. El noble bruto seguía despacio a Misroi, con la cabeza tan agachada que casi rozaba el suelo con el hocico.
—Buenos días, Larissa —saludó el señor de la
Maison de la Détresse
—. Espero que hayas dormido bien.
Larissa esbozó una sonrisa; en realidad, había permanecido echada durante horas preguntándose quién habría sido la última persona en ocupar la cama con dosel y preocupada por si estaría a salvo de intrusos en medio de la noche, fueran vivos o muertos. Había dejado una vela encendida al lado del lecho y fue muy desagradable despertarse tras unas pocas horas de sueño inquieto y comprobar que la habían retirado de su sitio.
Había tenido pesadillas intermitentes, pobladas de muertos y seres agonizantes, y su conciencia, amodorrada, la había acusado de asesina. Había destruido
La Demoiselle
igual que lo había hecho con el ciprés del bosque, pero, en esta ocasión, había lanzado la cabeza hacia atrás y se había reído a salvajes carcajadas de placer. Respondió a su anfitrión con cortesía.
—He dormido tan bien como era de esperar, lord… Antón.
—Sabes montar, supongo.
—Un poco. —«Poquísimo», pensó para sí.
Colocaron la silla y los arreos a la montura, y Misroi subió al corcel negro con movimientos ágiles y flexibles. Alargó el brazo hacia Larissa y la alzó hasta sentarla delante de él.
—Pues hoy, querida mía, vas a montar más que un poco. ¡Arre,
íncubus
!
Fustigó con fuerza al caballo, y la abatida bestia inició un súbito y sorprendente galope.
Larissa estuvo a punto de caerse de la silla, pero se mantuvo firme aferrándose a las duras crines con desesperación,
íncubus
, sin disminuir la velocidad, se lanzó por el camino haciendo honor a su nombre. De repente, con crudeza, Misroi hizo girar la cabeza del animal hacia la derecha y éste saltó a un campo en barbecho; los terrones saltaban por el aire bajo sus cascos.
—Siente su poder, Larissa —siseó al oído de la joven—. Toda esa fuerza está bajo mi poder. —Fustigó de nuevo al animal, e
íncubus
saltó hacia adelante a mayor velocidad aún; la espuma que le salía por la boca salpicaba las mejillas de Larissa, y en las manos notó que las crines comenzaban a empaparse de sudor—. Es emocionante, ¿verdad? Pensar que toda esta fuerza está bajo nuestro control… —prosiguió Misroi con la voz cada vez más tensa.
Volvió a golpear al animal con la fusta, y la noble bestia sacudió dolorida la negra testuz.
Larissa jadeaba y se inclinaba cada vez más sobre el cuello de la montura; el olor almizclado del sudor de
íncubus
le llegó a la pituitaria. Sabía que Misroi estaba forzándolo mucho, en exceso, y que seguramente había empezado a sangrar a causa de los latigazos. Una parte de ella se rebelaba contra tanta crueldad gratuita, pero Misroi tenía razón: aquella forma salvaje de galopar era excitante, y el corazón le latía desaforado.
Contuvo la respiración al ver un árbol caído un poco más adelante, en medio de la trayectoria de
íncubus
. El caballo piafó, se concentró y salvó el obstáculo limpiamente; aterrizó sin rozar el suelo apenas y continuó al mismo ritmo. Larissa oyó su propia risa, y la parte de su mente que permanecía en calma la registró como carcajada chillona y cruel.
Chas
, sonaba la fusta.
Chas, chas
.
Misroi volvió a tirar de las bridas con violencia; la cabeza del animal viró y tomó otra dirección. La espuma que echaba por la boca estaba teñida de sangre, y los ojos se le pusieron en blanco, como desbocado. Su galope, sustentado en descargas de adrenalina, comenzó a desfallecer; ya no tenía nada más que ofrecer a su amo.
Pero Misroi seguía azuzándolo, y Larissa seguía pendiente de todos los cambios, rebosante de una excitación descontrolada mezclada con horror.
Chas
.
Incubus
lanzó un relincho grave y estremecido al estallarle el corazón, y cayó sobre las patas delanteras. Misroi saltó con Larissa en brazos antes de que el animal reventado rodara sobre el lomo con todo su peso. Larissa temblaba y buscaba aire para respirar; las lágrimas le inundaban las mejillas mezclándose con los hilillos de sudor.
—¡Lo habéis matado! —chilló, mirando, enferma de pesar, el cadáver del corcel negro. Vio las finas marcas de sangre en los flancos, donde el látigo lo había golpeado.
Misroi, en cambio, estaba exultante.
—¡Lo
hemos
matado! Estabas tan embriagada de velocidad y poder como yo, Larissa; no puedes negarlo. No dijiste una sola palabra en contra, ni hiciste un solo gesto de reprobación.
El dolor le atenazó el corazón, y un sentimiento de culpa la invadió. Misroi tenía razón. El señor de Souragne se arrojó de rodillas ante ella con los ojos febriles y la agarró por los hombros.
—Eres como yo, Larissa; somos espíritus gemelos, tú y yo. Fue lo primero que pensé nada más verte, cuando me di cuenta de que podía enseñarte la danza de los muertos; ahora estoy completamente seguro. ¡Fíjate qué cosas podemos hacer juntos! —Sin importarle el barro, se arrastró de rodillas hasta el cuerpo de
íncubus
y tomó la enorme cabeza del animal entre las manos; le retiró las crines de la sudorosa frente con ternura, aplastó la mejilla contra la del animal y cerró los ojos.
íncubus
se agitó y, con un gemido ronco, apartó la cabeza de las manos de Misroi. Tambaleándose un poco, se levantó con rigidez, y Misroi se volvió hacia Larissa con los ojos inflamados.
—¿Ves? ¡No hemos perdido nada!
íncubus
está muerto, pero todavía puede llevarme donde quiera. Y esa necia Doncella siempre pendiente de trabajar
con
las fuerzas de la naturaleza… ¡Paparruchas! Es muy poco para nosotros. Nosotros podemos
encarnar
las fuerzas de la naturaleza, de la muerte… y de la muerte en vida.
—Sois un monstruo —susurró Larissa mirándolo fijamente.
—Todos lo somos, linda bailarina —replicó Misroi enseñando sus blancos dientes—. Oculto en el fondo de cada uno de nosotros, hay un monstruo; unos se pasan la vida luchando contra él, y fracasan; otros coexisten con la bestia pero nunca llegan a ser felices. —La obligó a agacharse y la tomó por los hombros—. Larissa —ronroneó—, tú y yo le
rendimos honores
.
Larissa apoyó las manos sobre el pecho de Misroi e intentó alejarlo de sí.
—¡No! ¡Estáis equivocado! ¡Yo no soy como vos!
—Ya lo veremos, linda bailarina; ya lo veremos —repuso, escrutándola con ojos que habían perdido algo de brillo.
Mientras bajaba la escalera, Larissa oyó el clavicordio, que comenzaba a tocar. Misroi, vestido con la misma elegancia de la noche anterior, entró en el vestíbulo, escasamente iluminado, y la miró con la paciencia de una fiera depredadora. Extendió una mano sin decir palabra e imprimió un leve giro a la muñeca con naturalidad, de modo que el vuelillo de encaje de los puños quedó plano sobre la manga de la casaca. La esperaba para enseñarle la danza de los muertos.
«Eres como yo». El corazón le dio un vuelco. ¿Y si Misroi tenía razón?
Con un esfuerzo de voluntad, siguió descendiendo a pasos lentos y regulares. Misroi esbozó una sonrisa, y Larissa se preguntó si, al igual que las fieras salvajes, habría olido su miedo. Le dio la mano.
—¿No cenamos antes del baile? —inquirió con el tono más tranquilo que pudo aparentar.
—Primero el baile, después la cena.
Los primeros pasos de la danza de los muertos eran inocuos, unos compases de vals sostenidos y majestuosos. Después, casi imperceptiblemente, la música comenzó a cambiar de una tonalidad mayor a otra menor, se hizo más grave y amenazadora y el tiempo varió con la misma sutileza. En un momento determinado, Larissa levantó los ojos hacia Misroi y ya no pudo volver a apartarlos. Por un instante, pensó en la gigantesca serpiente no muerta de la pesadilla y en la forma en que la había hipnotizado; siguió con la mirada fija en las profundidades azules de los ojos de su mentor, atrapada.
Los dedos de Misroi se le clavaban en la cintura, a pesar de las múltiples capas de tela; el bailarín se inclinó y puso la mejilla, arrebolada y caliente como si tuviera fiebre, contra la de Larissa, que se había quedado helada de repente.
Sigue bailando
.
Larissa cerró los ojos. No sabía si la voz era en verdad de Misroi o si sólo se lo imaginaba, pero no importaba; era incapaz de desobedecer y, lo que resultaba más extraño todavía, no sentía deseos de rebelarse. El señor de los muertos vivientes y la bailarina cruzaron la sala bailando enlazados. Larissa tenía la impresión de que apenas rozaba el suelo con los pies; empezó a perder la noción del espacio y de la pareja con quien bailaba, e incluso la de su propia identidad, y sucumbió totalmente a la sensación de poder que comenzaba a crecer en su interior.