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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (28 page)

BOOK: La danza de los muertos
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—Ha llegado el momento de las verdades —dijo en voz baja—. Debemos hablar ahora, si no queremos arrepentimos después de haber callado.

—Tienes razón —repuso ella en el mismo tono, mirándolo fijamente—. Lamento lo que te dije antes, pero es que… bueno, fue tan inesperado, por llamarlo de alguna manera… Todavía no sé lo que pienso al respecto.

—Está bien, no te preocupes. Tienes miedo y lo comprendo.

—No, no está bien. Te he hecho daño, he sido cruel contigo.

—Ya está olvidado.

—Ahora te toca a ti —dijo Larissa de pronto, en un intento de aligerar el ambiente—. ¿Quién decidió tu aspecto como hombre?

—La Doncella —replicó el
feu follet
—. Se imaginó al marinero de agua dulce perfecto: joven, fuerte, un tanto atractivo, como para asegurarse la popularidad pero sin destacar demasiado. —Sonrió—. Y aquí estoy yo.

—¿Cuántos años tienes?

—Mi cuerpo es de unos veintipocos, y yo llevo por estos lares unos… ¡Oh! No lo sé, unos cien años, más o menos, según vuestro cómputo. Nosotros, los
feux follets
, no medimos el tiempo; sencillamente existimos hasta que… dejamos de existir.

Larissa parpadeó sorprendida, y un aluvión de preguntas le vino a la mente.

—¿Fando es tu nombre de verdad?

—No —confesó entre carcajadas—. Cuando me lo preguntaste en aquella taberna, no sabía qué decirte. Todavía era un novato en cuestiones humanas y desconocía casi todas vuestras costumbres. Se me había olvidado que necesitaba un nombre que pudiera pronunciarse en lenguaje humano, así que te dije lo primero que se me ocurrió. —Al ver la mueca de incomprensión en el rostro de Larissa, prosiguió—: En el habla local, se dice que una persona es nefanda cuando ha sido encantada por los fuegos fatuos o por los
feux follets
; nefando… fando.

—¿Tienes un nombre de verdad?

—¡Claro! Todas las cosas tienen nombre.

—¿Cuál es?

—No puedo decírtelo —contestó tras un silencio.

—No quieres confiármelo —le replicó dolida, aunque aceptaba la negativa—. Bien, por la forma en que reaccioné antes, no puedo reprochártelo.

—¡No, no lo entiendes! —exclamó, apretándole la mano—. El lenguaje de mi pueblo no es oral; nos comunicamos por medio de los colores, de la intensidad y otros signos de esa clase, y no sé cómo traducirlo, nada más.

De repente, se le ocurrió una idea y una sonrisa le asomó a los labios.

—Espera un momento —le dijo, mientras se ponía en pie—, a lo mejor sí puedo. —Se dirigió al límite del bosque y regresó a los pocos instantes con cuatro o cinco
feux follets
detrás—. Observa, ellos te dirán cómo me llamo.

Los
feux follets
revolotearon un poco y formaron un círculo en el aire; se oscurecieron y, de repente, todos al mismo tiempo relumbraron otra vez. Los colores se cruzaban en rizos, titilaban y se mezclaban en un derroche de tonos escarlatas, violetas, turquesas y rosas. También aumentaba o disminuía la intensidad de las luces, así como el tamaño, desde puntitos diminutos de luz hasta esferas brillantes mayores que la cabeza de la joven. Se apagaron todos a una y enseguida volvieron a lucir con normalidad.

Larissa estaba fascinada; durante su breve existencia a bordo de
La Demoiselle
había tenido el privilegio de contemplar muchas maravillas, pero jamás había presenciado un espectáculo tan prodigioso como el nombre de Fando.

El joven se sentó a su lado; irradiaba alegría y emoción.

—Yo tampoco lo había visto nunca con ojos de hombre. Es bonito, ¿verdad? ¿Te ha gustado?

Lo miró con los ojos muy abiertos, pletórica de un júbilo tan intenso que casi le causaba dolor. El muchacho malinterpretó su expresión a la tenue luz de la hoguera y se entristeció. Larissa le tomó la mano con un pequeño grito de protesta, sabiendo que leería su emoción correctamente a través del tacto.

—Entonces… te ha gustado —dijo Fando con alegría en el rostro.

—Fando… —Larissa lanzó una carcajada entrecortada, casi un sollozo—, es… Me ha gustado muchísimo.

Fando le apretó la mano con más fuerza, tanta que casi le hacía daño, pero Larissa no quería retirarla. Se enfrentó a la intensa mirada de su amigo, sin pestañear, cautivada, trémula.

—Larissa… —El joven se humedeció los labios—. Yo… —Ahora le tocaba a él rebuscar las palabras—. Todavía no comprendo del todo a los hombres —musitó por fin con una risa extraña—. No sé muy bien qué me pasa.

Larissa sabía lo que le sucedía, porque ella sentía lo mismo. Recordó el desastroso momento en que se había identificado con el fuego durante la lección, y advirtió que en esos momentos hervía en el mismo gozo salvaje. Le tomó las manos con las suyas ardientes.

—Larissa —murmuró Fando, con lágrimas en los ojos—, ¡qué hermosa eres!

—Tú también —repuso ella; apenas lograba articular las palabras. Levantó una mano temblorosa para acariciarle la cara y pasó los dedos sobre el vello de las mejillas, sin afeitar desde hacía dos días—. Tu forma, tu nombre, tu manera de ver las cosas, tu espíritu… —Se le borró la visión de pronto y lo vio como a través del agua. Parpadeó varias veces seguidas porque los ojos le escocían—. ¡Oh, Fando! ¡Estoy llorando! ¡
Estoy llorando
!

Se acercó para consolarla, para calmarla, pero Larissa no quería calmarse. Buscó su boca con ansiedad, y el sufrimiento, acallado durante ocho años, surgió convertido en una pasión ardiente y redentora. Fando se quedó sorprendido un momento, pero enseguida su cuerpo de hombre siguió el camino que su corazón de
feu follet
había iniciado y respondió al beso con idéntico ardor.

El capitán Dumont, sentado en su camarote, trataba de controlar el temblor de las manos. El muerto viviente lo miraba con ojos vacíos, sin expresar aprobación ni censura.

Dumont supuso que aquel deseo enfermizo de conservar la compañía del corrompido Ojos de Dragón debía de formar parte de su progresivo hundimiento en la desesperación. El piloto muerto ocupaba una silla frente a él y lo miraba fijamente sin hablar, mientras las palabras salían a borbotones por la boca del capitán como sangre de una herida.

—Todo iba tan bien… —murmuró Dumont—. Iba
tan bien
… Te acuerdas, ¿verdad?

Subrayó las palabras inclinándose hacia adelante.

—Tenía… —contó con los dedos— dinero, fama, influencia y mi maravillosa colección. Y a Larissa, una niña tan dulcísima… Entonces, metí la bella
Demoiselle
en este pozo negro de pantano. —Calló un momento y se esforzó por detener los temblores producidos por el alcohol—. Y he perdido a toda la tripulación. Y he perdido a Larissa. ¿Qué demonios voy a hacer cuando consiga salir de aquí? ¿Eh? ¡Di algo, maldito mudo!

Ojos de Dragón se limitaba a mirar y callar. Dumont maldijo, rojo de furia, y lanzó un vaso vacío al muerto viviente. El vaso rebotó en el cráneo del semielfo y cayó rodando al suelo, pero el segundo de a bordo ni se inmutó.

Dumont bebió un trago con avidez, directamente de la botella de whisky, y se pasó la manga por los labios empapados.

—¡Ay, amigo mío! —susurró—. ¿Cómo pude consentir que te hicieran esto?

Impulsivamente, tomó la mano del zombi, y sus dedos callosos se cerraron sobre la carne blanca y podrida, fría y blanda.

Llamaron a la puerta con timidez, y Dumont parpadeó en un intento de recomponerse, respiró hondo e hizo un gesto a Ojos de Dragón, quien se levantó a abrir la puerta.

—Capitán… —dijo Yelusa.

Dumont levantó la vista, amodorrado. La redonda cara de la mujer lechuza no tenía el gesto habitual de resentimiento rencoroso: sonreía.

—¿Informes? —barbotó Dumont.

Yelusa extendió las manos encadenadas en un ademán triunfante.

—Antes quítame esto, tal como prometiste; tengo la información que deseas.

DIECISIETE

Fando se apoyó en el codo y se incorporó para mirar a Larissa, que dormía a su lado después de hacer el amor. El cabello se extendía alrededor de su cabeza como un halo salvaje, y respiraba profunda y regularmente, con los labios entreabiertos.

Fando acarició con delicadeza un mechón perdido de cabello blanco que reposaba sobre la mejilla de la joven, y añadió a la caricia un beso muy leve. Deseaba quedarse allí más que cualquier otra cosa en el mundo, con su cuerpo humano recién estrenado pegado a la calidez del de la muchacha, pero era imposible. Ya se había demorado en exceso y tenía que regresar a
La Demoiselle
.

Con el mayor sigilo posible, se levantó y procedió a vestirse; después, miró hacia atrás por última vez y se dirigió a la yola para volver a bordo del vapor.

La noche parecía respetar el embrujo que envolvía al joven. Todo estaba en calma, y el rumor de los marjales resultaba inocuo y acogedor. Nada malo podía afectarlo en esos momentos, pensaba, presa de vértigo; quería saltar de alegría. Larissa lo amaba, había compartido su ser con él, y no estaba dispuesto a doblegar su felicidad en aras de la realidad… al menos, no de momento.

Al abordar
La Demoiselle
su sonrisa perduraba aún, pero se borró tan pronto como cruzó la mirada con los oblicuos ojos del semielfo.

—El amo quiere verte —le comunicó sin emoción.

—¿El capitán? —inquirió el joven, helado por dentro—. ¿Por qué, Ojos de Dragón? Anoche me fui con su permiso.

—No, Dumont no; el amo, Lond.

Fando se quedó inmóvil y sin aliento durante unos breves instantes. Después, sin más dilación, se dirigió hacia la borda. Ojos de Dragón lo agarró por la camisa y lo devolvió a cubierta; sin cambiar su actitud en ningún momento, el semielfo echó la cabeza hacia atrás y emitió un aullido horrendo que hizo estremecer a Fando. Cuatro muertos vivientes más acudieron prestos a la llamada, carentes de toda manifestación emocional.

El joven fue arrastrado y arrojado al camarote de Lond. Cayó al suelo cuan largo era, se golpeó la barbilla, y un olor terrible le asaltó la nariz hasta casi hacerlo vomitar. Logró controlar la respiración y poco a poco, con cautela, se sentó y miró a su alrededor.

El camarote de Lond parecía salido de una pesadilla; una luz amarillenta, que salía de no se sabía dónde, alumbraba toda una serie de horrendos artefactos mágicos. Esparcidos con descuido por doquier había cadáveres de animales destripados, desde pájaros y gatos hasta la cabeza putrefacta de una vaca; moscas bien cebadas revoloteaban ociosas entre la carne en descomposición. En la pared había una hilera de pequeños y delicados frascos de cristal con una increíble gama de colores, debidamente tapados con tapones de corcho y etiquetados con caracteres rúnicos. Plumas, huesos, trozos de tela impregnados de sangre, cuchillos y alfileres completaban la horripilante decoración; todo lo que allí se veía olía a miedo, dolor y muerte.

Lond descansaba en un asiento de formas irregulares construido por entero con huesos humanos. Estaba estirado con aire negligente: una silueta negra a sus anchas en su reducido dominio de putrefacción. Por debajo de la capucha, sus ojos destellaban débilmente al reflejar la escasa iluminación.

—Sé bienvenido por fin, Fernando —saludó con voz seca—. Has sido muy listo, pero no lo suficiente. Hay otra persona que desea verte. Ojos de Dragón… —Señaló hacia la puerta con un ademán, y el muerto viviente, sumiso, salió.

El hechicero se inclinó hacia adelante y olisqueó a Fando. El
feu follet
reculó, pero sabía que sería inútil intentar la huida; estaba atrapado, al menos por el momento.

—Estás impregnado del olor del pantano —le gruñó Lond.

—Es natural; he pasado allí la noche. Me adelanté para buscar el rastro de…

—¡Silencio! —lo cortó con un tono gélido que no admitía réplica—. Llevas el olor de
ella
pegado en la piel, y no me refiero a la pequeña bailarina, aunque es posible que también hayas probado sus encantos. —Soltó una carcajada seca.

Fando sintió que la rabia se apoderaba de él. En contra de su buen juicio, se abalanzó sobre el oscuro
bocoru
… y se dio un topetazo contra una pared invisible, sobre la cual rebotó para terminar en el suelo con estrépito; el doloroso impacto lo hizo encogerse como una bola apretada.

Lond rió a carcajadas estentóreas.

—¡Qué lástima que tengas que morir! Sería muy divertido torturarte, pero ¡ay! tengo medios más efectivos para arrancarte la verdad.

Dumont y Ojos de Dragón entraron; el capitán había bebido, pero todavía estaba más o menos sobrio, y su rostro reflejaba una mezcla de furia y sentimiento de desengaño.

—Confiaba en ti, Fernando —le reprochó en tono grave y amenazador—. Cuando Lond dijo que había que seguirte los pasos, esperaba que mi fe en ti quedara justificada. A Larissa le gustabas, y a Ojos de Dragón, y hasta a mí. No tenías un solo enemigo a bordo, eras espabilado, hábil… todo lo que un capitán puede desear.

Sacudió la cabeza despacio y Fando, con un curioso remordimiento de conciencia, vio que el dolor de sus ojos era verdadero.

—Que te condenes por siempre en el fondo del Mar de los Sufrimientos, Fernando; te odio por esa traición más que por nada. ¡Yelusa!

El capitán hizo un gesto brusco, y la delgada mujer lechuza entró en la estancia y cerró la puerta tras de sí.

En un primer momento, Fando no comprendió lo que sucedía, pero, poco a poco, la verdad se le reveló.

—Me has denunciado, ¿verdad? —preguntó, dolido hasta las entrañas por la delación. La mujer miraba furtivamente, como si aún recelara—. Tenía confianza en ti, Yelusa —manifestó el joven; Yelusa evitaba mirarlo—. ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

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