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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (35 page)

BOOK: La danza de los muertos
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—Tengo que admitir que tienes una gran presencia de ánimo —rió el cocodrilo—. Muy bien; esta fea criatura que tienes delante es un lacerto. Te protegerá y te llevará sana y salva a la isla de la Doncella. Y después… —el lagarto se encogió de hombros—, todo depende de ti. Por cierto, excelente con la fusta.

Larissa abrió la boca para replicar cuando vio cambiar la expresión del ser, que ahora era un lacerto que la miraba con fríos ojos amarillos.

—Estoy al servicio de la mata-blanca —dijo, pero ya no era la voz de Misroi, sino la suya, un gruñido impasible.

—Llévame a la isla de la Doncella —le ordenó.

El lacerto inclinó la cabeza y cambió de forma una vez más; se convirtió en un cocodrilo de enormes proporciones y se deslizó en las aguas pantanosas, donde aguardó a que Larissa subiera a su escamosa espalda.

VEINTIUNO

La Doncella del Pantano se había enraizado en el esponjoso suelo en el momento en que Larissa se perdió de vista en la piragua; precisaba enterrar las raíces de vez en cuando y permanecer inmóvil para conservar las energías, y sabía que pronto necesitaría emplear hasta la última gota de fortaleza que pudiera reunir.

Hundió los pies-raíces más aún y sintió cómo absorbían las sustancias nutritivas, que se repartían lentamente por todo su cuerpo. Cerró los ojos, aspiró una gran bocanada de aire, lo expulsó y dejó caer la cabeza. Enseguida detuvo la respiración, sus delicados rasgos se borraron y se transformaron hasta reducirse a meros huecos en la corteza del árbol. Descansa…, descansa…

—Doncella…

La Doncella se agitó en su profundo trance; no deseaba separarse del abrazo de la tierra todavía e intentó no oír la voz.

—¡Doncella!

Sí, así la llamaban, y tenía obligación de responder. Poco a poco, como si emergiera de una espesa capa de barro, fue tomando conciencia del entorno hasta convertirse de nuevo en un ser pensante.

Larissa estaba ante ella, tan pálida como una muerta, con un lacerto en forma semihumana, que la miraba con frialdad.

—He traído a la mata-blanca —le comunicó—. Me ha contado el conflicto.

—Vamos a necesitar el apoyo de los tuyos —repuso la Doncella—. ¿Podemos confiar en vosotros?

—En verdad parece que se acerca una fiesta —respondió enseñando su blanca dentadura—. Acudiremos a la llamada.

Sin añadir una palabra más, se hundió en el río, transformado en cocodrilo, y se alejó nadando sin prisa.

La Doncella dirigió la atención hacia la muchacha. Era evidente que había pasado por pruebas rigurosas, pero, además, su expresión se había endurecido y había cobrado una resolución que antes no poseía. Completamente despierta ya, se dirigió hacia Larissa y la tomó por los hombros con dulzura.

—Cuéntame lo que ha sucedido.

—Nos da permiso para atacar —musitó tras humedecerse los labios—. Me instruyó en la…, en la danza de los muertos.

—¿Qué he hecho? —exclamó la Doncella, contrita—. No… ¡Ay, Larissa! No debes poner esa magia en práctica jamás, ¿comprendes? ¡Es lo contrario de lo que te he enseñado!

—Lo sé —repuso la joven con calma—. Quiere que la utilice, y por eso nos deja atacar; pero sé exactamente lo que es.

—¿Eres consciente del peligro que encierra? ¿Te explicó a lo que te expones cada vez que la ejecutes?

—No me lo explicó —replicó con una mirada inflexible—, pero lo averigüé.

De ninguna manera, ni aunque viviera eternamente, olvidaría jamás la mano de muerta viviente en el extremo de su brazo. Si perdía el control de la danza se convertiría en zombi; pero ya se había arriesgado y había dominado la danza, no la danza a ella.

La Doncella del Pantano abrazó a la extenuada bailarina y le puso una mano verde clara en la sien.

—Lamento que hayas tenido que pasar por tan duro trance, aunque en realidad te ha fortalecido. Ahora estás agotada, pequeña, y, antes que nada, debes reponerte. ¿Me permites que te duerma?

Larissa asintió. La única noche que había pasado en la
Maison de la Détresse
no le había procurado reparo alguno, y en el pantano había descansado sólo unas pocas horas. Sabía que los sueños que la Doncella le imbuiría serían balsámicos, y cerró los ojos al tiempo que una suave niebla le turbaba los sentidos. Con todo cuidado, la Doncella depositó en la tierra a Larissa, ya dormida, y después volvió a sumirse en la meditación.

A través del contacto con el suelo, la mujer-planta percibía débilmente todo lo que acontecía en su isla y en las aguas que la regaban. Sentía el crecimiento lento y silencioso de los enormes cipreses y el curso sinuoso y lento del agua embarrada; notaba las vibraciones de las criaturas pequeñas y benignas o grandes y depredadoras que se movían de un lado a otro… Descansó y se nutrió de la tierra durante una hora; después comenzó la convocatoria.

Su voz no llegaba muy lejos, pues estaba limitada a los confines de la isla, pero otros se encargarían de llevar el mensaje a todas partes; el lacerto ya estaría contándoselo a su pueblo. Tan pronto como empezó a comunicarse, los árboles movedizos de la isla procedieron a extender el mensaje a sus compañeros de todo el pantano por medio de sus tambores.

Las demás plantas sensitivas se pusieron en guardia al escuchar el ritmo de los árboles movedizos; las ramas se agitaron, las flores asintieron y las raíces se removieron bajo la tierra. Despacio, casi con dolor, los árboles emprendieron la marcha; sus hojas susurraban con resignación.

Orejasluengas también recibió la llamada de la Doncella y se sentó sobre los cuartos traseros a escuchar; asintió para sí y se puso a percutir sobre el suelo con su vigorosa pata trasera, transmitiendo en el código de su gente el mismo mensaje. Todos los conejos del pantano oyeron el mensaje de su
loah
y lo transmitieron a su vez a otros oídos expectantes.

Las criaturas menos comunes también atendieron a la llamada. Los árboles plantados cerca de la
Maison de la Détresse
se despertaron y sus hundidos ojos ardieron de odio y de sed de sangre. Poco a poco, los perversos treants reaccionaron a la llamada igual que sus parientes benignos. Los seres que habitaban en los más profundos estratos del pantano salieron a la superficie, y la luz del sol restalló sobre sus pieles escamosas, resbaladizas o pétreas.

A poco menos de un kilómetro río abajo, Deniri y Kaedrin se afanaban en la construcción de balsas para el ataque. Kaedrin cortaba los troncos de los árboles caídos, levantaba y hundía el hacha sin descanso y sudaba en el ambiente húmedo y cálido. Deniri, sin el menor interés, se dedicaba a atar los troncos con lianas. De repente, se detuvo y se quedó escuchando atenta.

—Ahí está —le dijo a su compañero en voz baja.

—¿La señal? No la oigo —repuso, mirándola con curiosidad y sin comprender.

—¡Con el tiempo que llevas en el pantano y todavía no lo oyes! —lo reconvino arrugando la impertinente nariz en gesto despectivo—. ¡Llega a través del suelo!

Kaedrin miró a Charol, la comadreja, que escuchaba atenta. La loba que lo había seguido desde Arkandale, cinco años atrás, estaba alerta y en silencio, con sus ambarinos ojos enfocados hacia algo que él no veía. Hasta la ardilla que llevaba en el bolsillo sacó la cabeza con curiosidad.

Kaedrin se puso a cuatro patas, hundió los dedos en el barro para percibir mejor las vibraciones, y se quedó un rato escuchando la convocatoria; después se levantó y se dirigió a su casa flotante para acercarla a la orilla. Entró por la puerta abierta y comenzó a revolver en un rincón. Deniri fue tras él y lo observó en silencio.

Una armadura de cuero, tiesa por el desuso, salió de un saco; también había una espada oxidada que tendría que amolar para devolverle su filo, y un escudo cuyo emblema no era reconocible desde hacía mucho tiempo.

Mientras Kaedrin trabajaba, una curiosa nutria del río subió a la casa flotante, se acercó despacio al leñador y metió su húmedo y negro hocico en el saco; luego observó al ermitaño con sus brillantes ojos marrones, y Kaedrin le acarició el sedoso pelaje mojado.

—Entonces, vas a hacerlo de verdad, ¿no? —preguntó Deniri al fin, con tono irritado.

—Hace mucho tiempo juré no volver a usar estos objetos por hombre o mujer alguno. Sin embargo, vuelvo a vestirme estas malditas reliquias de guerra por ti, Deniri; por ti y por todas estas otras criaturas a las que he llegado a amar y a valorar.

—¡No tienes por qué hacerlo! —replicó Deniri más enfadada—. No eres más que un hombre. ¿Hasta dónde crees que…?

—Soy el único humano que va a la lucha, aparte de Larissa —arguyó Kaedrin—. Me necesitan, y también aceptarían tu colaboración.

Deniri lanzó un bufido de rabia; su rostro se alargó hasta formar un hocico puntiagudo y el pelo se erizó sobre su cuerpo. Totalmente transformada en visón, se deslizó en el agua y desapareció. Kaedrin sonrió pesaroso; ya volvería.

Lentamente, a medida que el mensaje pasaba de árbol en árbol, de animal en animal, varios seres convergieron en la isla. Muy a su pesar, los zorros no atacaron a las liebres ni los venados huyeron despavoridos ante los monstruosos cocodrilos. Su Doncella los requería y ellos acudían.

Panzón estaba ileso, pues los
loah
sanaban rápidamente, a menos que se los asesinara, lo cual era muy difícil. El enorme conejo no tenía señales de los tormentos a los que lo habían sometido. Cola Bermeja, tirando de los arreos, había conseguido acercarse a él para que descansara sobre su lomo mientras le aflojaba el collar que le constreñía el pescuezo. En esos momentos, el animal descansaba por primera vez desde que lo habían capturado; dormía profundamente, a salvo con Cola Bermeja, aunque de vez en cuando gemía y daba manotazos a los grilletes.

«¡Ah, Panzón, amigo mío! —pensaba Fando con ironía, mirando la inusitada estampa que componían el zorro y el conejo—. Tendrías que haber sido
loah
de los gatos. Siempre caes de pie».

Tampoco Fando tenía heridas físicas, aunque su cuerpo recordaba vivamente el dolor. Ya comenzaba a tensarse ante la idea de un nuevo horror.

Lond era un maestro de la agonía; en ese terreno, al menos, había coronado la senda negra con éxito. El dolor proporcionaba poder, sin duda alguna, además del placer de causarlo a otros seres vivos, pero Fando sabía que ese poder era un arma de doble filo y que el placer era falso. Tarde o temprano se volvería en contra del propio hechicero; Lond sería aniquilado por las atrocidades cometidas en el pasado, y lo único que Fando deseaba era resistir hasta ese momento.

La puerta se abrió para dar paso a tres muertos vivientes, entre los que se contaba Ojos de Dragón. Uno se dirigió hacia Panzón y lo liberó de los grilletes mágicos; otro recogió el extremo de la correa.

—No —rogó el conejo—, por favor…

Sin previo aviso, y con el sigilo de un depredador, Cola Bermeja saltó sobre la garganta del muerto viviente y se la desgarró; cuando el cadáver cayó al suelo, Panzón se puso encima y empezó a escarbar en el pecho con sus afiladas garras y sus penetrantes dientes. El voraz
loah
conejo hurgó entre la carne en putrefacción y emergió, con la cara untada de materia corroída y pulposa como una máscara espeluznante; llevaba entre los dientes el corazón del muerto viviente, y lo devoró en un instante.

Ojos de Dragón tomó el cabo de la correa y tiró de él. El
loah
ahogó una bocanada de aire sin producir ruido; la lengua ensangrentada le colgaba fuera de la boca y tuvo que apresurarse a la zaga de Ojos de Dragón, que ya se marchaba, para que la correa no lo estrangulase.

El tercer muerto viviente se acercó a Fando, quien ni siquiera opuso resistencia. Toda protesta era inútil con aquellos despojos humanos, y luchar contra ellos sólo disminuiría las pocas energías que le restaban.

Los muertos vivientes llevaron a las dos criaturas del pantano a los aposentos de Lond, y Fando apretó los dientes ante la nueva sesión de castigo que se acercaba. Sin embargo, Lond se sentó frente a ellos y se quedó mirándolos en silencio un buen rato; junto a la puerta, y con los ojos ribeteados de rojo, Dumont también los observaba.

—Eres fuerte,
feu follet
—reconoció el mago—. Panzón ha sufrido mucho, pero tú has sabido soportarlo. Ha llegado el momento de cambiar de táctica.

Fando no movió un músculo de la cara, pero el corazón le dio un vuelco. ¿Qué idea habría discurrido ahora la enrevesada mente de Lond? Su primer pensamiento fue para Panzón. Orejasluengas habría comprendido por qué se lo torturaba y habría racionalizado el dolor; para Panzón, en cambio, todo se reducía a una agonía incomprensible. El
loah
permanecía acurrucado contra el suelo, temblando y agitando el hocico.

Lond dio una palmada, y Brynn entró con un saco en cuyo interior se debatía y pateaba una criatura que no veían. Panzón se sobresaltó violentamente y se sentó sobre los cuartos traseros olisqueando con ansiedad, con los ojos muy abiertos por el espanto y una sospecha creciente.

—No —susurró.

Sin responder, Lond abrió el saco y extrajo por las orejas un conejo frenético y convulso.

—Pobre criatura —se compadeció el hechicero en un tono que derrochaba sarcasmo. Con la mano libre tomó un cuchillo de la mesa—. No comprende lo que sucede, ¿verdad que no? Pero vosotros sí.

Con indiferencia, como si grabase un trozo de madera, Lond pasó la hoja, afilada como una cuchilla, por el flanco del animal. El gazapo chilló estremecedoramente, y la sangre comenzó a brotar a través del pelaje marrón.

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