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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (38 page)

BOOK: La danza de los muertos
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Dumont cantó unas notas agudas y vibrantes, y los murciélagos que todavía revoloteaban giraron en otra dirección y desaparecieron en la niebla; los que se habían quedado en la cubierta o aferrados a los hombres siguieron aleteando.

—¡No les hagáis caso! —gritó Dumont—. Hay cosas peores de las que preocuparse.

Jahedrin tenía los brazos cubiertos de pequeñas mordeduras sangrantes, y Tañe y Sardan presentaban heridas en la cara, pero sus ojos estaban intactos. Dumont echó un vistazo a los muertos vivientes y comprobó que habían salido peor parados. Unos cuantos se daban torpes manotazos en el rostro y chocaban entre sí o contra la barandilla. No habían reaccionado con la rapidez suficiente para impedir quedarse ciegos.

El capitán contuvo la respiración y aguzó el oído, al tiempo que hacía un gesto a los hombres para que siguieran bajando hacia la cubierta principal. Los tambores habían acelerado el pulso. Dumont sabía que algunos pueblos utilizaban los sonidos para enviar mensajes, y se preguntaba cómo serían los generales que impartían las órdenes en aquel miserable lugar.

Por el rabillo del ojo vio a Gelaar, que estaba de pie con los párpados cerrados; el elfo movía las delgadas manos suavemente y sus labios pronunciaban un encantamiento. Dumont no sabía con exactitud qué hacía, pero verlo allí le infundía seguridad.

Una imagen más siniestra, bajo el agua, le llamó la atención. La oscuridad y las brumas le impedían ver mucho más allá de
La Demoiselle
, pero justo al lado de la borda percibió un movimiento de las aguas. Corrió a la barandilla, se colocó el colgante en el ojo y miró a través de él.

Al principio le pareció que se trataba de cocodrilos que se acercaban al barco, pero después vislumbró un humano en el agua; pocos hombres se atreverían a nadar en unas aguas infestadas de cocodrilos. Un segundo vistazo le reveló que el vapor iba a ser atacado por todas partes; rechinó los dientes y salió como un tornado escaleras abajo, espada en ristre.

Algunos enemigos ya habían abordado el barco desde el río, pero vio con satisfacción que los muertos vivientes mantenían las posiciones. Se abrió paso entre la barahúnda reinante y mató a dos de aquellos feos gigantones. Un chapoteo a su derecha le advirtió que otro más trataba de asaltar la nave; se giró para enfrentarse al intruso y, aferrado a la barandilla, miró hacia la escala de bronce por donde se llegaba a las yolas.

Se encontró de pronto mirando a los ojos de su bella protegida, que en ese momento asía la escala desde el agua. Llevaba el cabello suelto, flotando como una nube a su espalda y confundido con los rizos de niebla; la luz azul que llegaba del barco formaba una especie de halo misterioso y sobrenatural a su alrededor. El agua negra le lamía la barbilla, y el resto de su cuerpo no se veía.

Lo miró, y Dumont vio en sus ojos azules una ferocidad que no habría sido capaz de concebir en ella unas semanas antes, cuando habían iniciado el viaje rumbo a esa maldita isla. En ese breve instante le pareció que no era humana del todo, aunque su encanto había aumentado con aquel aire salvaje.

—¡Larissa! —exclamó con voz ronca, al ver aparecer una forma escamosa y marrón con ojos amarillos que nadaba rápidamente hacia la muchacha.

Dejó la espada y comenzó a descender la escala con un brazo extendido hacia ella para ayudarla a subir. Su grito había roto el embrujo de la sorpresa, y la joven desapareció bajo la negra superficie sin levantar el agua apenas, como si formara parte de ella. Lo último que Dumont vio fue el blanco pelo que descendía a las profundidades.

Un dolor ardiente le atravesó el brazo, y apenas percibió el fuerte latigazo del agua que lo golpeaba. Se quedó mirando el muñón sangrante del brazo, arrancado desde el codo. El cocodrilo le había desgajado la mano derecha y, tras triturarla con sus dientes, afilados como agujas, la engulló con facilidad.

Dumont se retiró de la barandilla dando tumbos; con la mano izquierda se agarraba la resbaladiza carne viva de la herida en un vano esfuerzo por contener la sangre que se derramaba a borbotones. El agua cercana al barco era un hervidero. El profundo aullido de uno de aquellos reptiles gigantes retumbó por el aire asfixiante de la noche.

«Lond», pensaba Dumont mareado mientras retrocedía trastabillando para apartarse de la lucha. Tal vez Lond pudiera sanarle el brazo mutilado. Jahedrin corrió hacia él y rasgó su propia camisa para improvisar un torniquete. Dumont extendió el brazo, y el piloto envolvió la herida en la tela.

—Lond —dijo con voz reseca.

Jahedrin lo ayudó a subir la escalera y lo sujetó en un momento en que estuvo a punto de perder el conocimiento.

Lond guardó silencio cuando el capitán entró en su camarote. Jahedrin, que veía la habitación por primera vez, juró en voz baja e hizo una antigua señal de protección contra el demonio. Lond se quedó mirando impasible el brazo ensangrentado.

—Tenéis que curarme; mi barco y yo somos la única posibilidad que os queda de salir de aquí —logró articular Dumont.

Parpadeaba deprisa, pues la imagen de Lond se le hacía borrosa. El hechicero rió sin humor.

—Como de costumbre, capitán Dumont, lo habéis entendido al revés. Yo soy la única posibilidad que os queda
a vos
. Por otra parte —añadió—, no creo que de verdad deseéis que os cure; es posible que no os agraden los resultados.

Dumont había vivido siempre como un hombre activo y sano, y la idea de quedarse sin la mano derecha lo volvía imprudente.

—Haced lo que os complazca, siempre y cuando me curéis.

—Como prefiráis —aceptó el mago con un encogimiento de hombros.

Comenzó a rebuscar en la espeluznante colección de artilugios y, como al azar, cogió un cuchillo afilado. Pasó rozando a Dumont y a Jahedrin, quien se apartó por instinto y salió a la cubierta.

—Capitán —dijo Jahedrin con voz desmayada, mirando la macabra habitación—, ¿en dónde nos habéis metido?

Dumont no podía responder, pues el dolor del brazo le ahogaba las palabras.

—En un mundo de pesadilla —dijo al fin—, y no sé si podré sacaros de aquí.

Lond regresó con Brynn y Ojos de Dragón detrás; llevaba algo bajo la capa. Antes de que Dumont comprendiera lo que estaba sucediendo, los dos muertos vivientes lo tenían inmovilizado. Lond se acercó, y entonces Dumont vio lo que el mago embozado llevaba bajo la capa: el brazo desecado de un muerto viviente.

—¡No! —protestó, pero fue en vano.

Oyó la letanía de Lond, y un frío repentino sustituyó la ardiente agonía de la mano amputada, un frío que quemaba en vez de adormecer y que se le extendió por el brazo hasta el hombro. Un dolor brutal lo azotó cuando el hechicero unió el brazo muerto a la carne palpitante. Dumont abrió la boca y lanzó un alarido largo y potente que parecía no acabar nunca. Cuando volvió a ser consciente de sí mismo, se encontró en la cubierta a cuatro patas; la puerta de Lond estaba cerrada, y los muertos vivientes habían desaparecido.

—Capitán… —llamó Jahedrin, que se hallaba acuclillado a su lado.

El brazo izquierdo de Dumont era fornido, estaba curtido y tenía dedos fuertes y vivos; el derecho era apenas un hato de hebras de carne que apenas ocultaban los huesos. Lo movió y, como un espejo de pesadilla, la carne muerta, unida a su cuerpo viviente de forma antinatural, se movió también.

Larissa no llegó a ver la mutilación de Dumont pues había desaparecido bajo el agua, donde respiraba sin dificultad; los guardianes de Dumont habían anulado su invisibilidad en el momento en que tocó el casco del barco.

Se deslizó bajo la quilla plana del barco-teatro en compañía de dos lacertos. Éstos tenían una naturaleza parecida a la especie de Deniri, pues podían adoptar forma animal o humana a voluntad, y a una velocidad increíble. Eran unos aliados formidables, realmente, y la bailarina se congratulaba de tenerlos de su parte. Unos habían preferido presentarse bajo una forma y otros con otra, de ahí la confusión de Dumont al ver hombres y cocodrilos nadando juntos.

Emergieron los tres por el otro costado, y Larissa miró alrededor para ver los progresos de la segunda ola de atacantes. Kaedrin había llegado bogando en una balsa grande y se disponía al abordaje; con él viajaban Orejasluengas, ansioso por tomar venganza, y un lobo delgado y gris sólo un poco mayor que el
loah
conejo.

El leñador había causado a Larissa una gran impresión la primera vez que lo había visto pero ahora le parecía amedrentador de veras. No había la menor ligereza en su musculosa constitución; únicamente predisposición a la lucha. La armadura era antigua, pero serviría, y las viejas armas estaban recién afiladas y templadas.

Él y los lacertos que habían tomado forma humana habían recogido muchas cornamentas de gamo desechadas; Larissa y la Doncella las habían reforzado mágicamente, y los guerreros las traían atadas con cuerdas gruesas y resistentes.

La muchacha se acercó a nado hasta el guerrero e hizo un gesto de asentimiento, al que Kaedrin respondió con otro similar. El ermitaño fijó su penetrante mirada en la barandilla, impulsó con varios balanceos una cuerda con una cornamenta en el extremo y lanzó el improvisado garfio al aire; éste cayó sobre el borde de la cabina de pilotaje con un discreto crujido. Acto seguido, los demás imitaron el ejemplo, apuntando a los diversos pisos de la nave, y procedieron a escalar por las cuerdas. Los no muertos se repartieron por todas las cubiertas para enfrentarse a los intrusos.

Larissa comenzó a hundirse, relajándose y fundiéndose con el agua; luego, sacudió el cuerpo como una sirena y empujó la masa líquida con los brazos en dirección a la superficie. El río obedeció y, como una mano gigante, la levantó con suavidad hasta la altura de la borda, por donde accedió a la cubierta.

Una rápida ojeada hacia abajo le mostró que la vanguardia del ejército del pantano también había tomado el barco sana y salva y, por lo que parecía, defendían sus posiciones. Mientras miraba, un hombre alto de sonrisa perversa y aguda mirada amarilla golpeó certeramente con la espada. El lacerto dejó de lado su falsa apariencia, y ensanchó la sonrisa; una cola potente y escamosa rasgó de un latigazo sus ya innecesarios pantalones. La cola lacerante tumbó a un zombi, y el lobo de Kaedrin se abalanzó sobre su garganta. El lacerto, mitad hombre y mitad reptil, arremetió contra su presa. La espada con la que el desafortunado muerto viviente golpeaba a la bestia no causaba sino meros rasguños en la dura y acorazada piel, y las enormes mandíbulas aplastaron la cabeza del hombre muerto de un solo bocado.

Larissa, estremecida, apartó la vista. Hacía tan sólo unos días no habría soñado siquiera que pudiera aliarse con criaturas tan violentas. Sin embargo, se recordó, los seres contra los que se enfrentaba eran muchísimo peores. Mientras se apresuraba hacia la cabina del piloto, miraba alrededor en busca de Lond; sabía que su camarote estaba en aquel piso pero no encontraba al mago por ninguna parte. Sí vio, en cambio, a Gelaar, de pie y solo en la cubierta principal, pronunciando un encantamiento. Por fortuna, no la había visto.

Se deslizó en la cabina y se dirigió a la escalera que comunicaba con el camarote de Dumont; sabía dónde guardaba las llaves: colgadas de un cráneo con cuernos sobre la cama. Al parecer, la suerte no la abandonaba, pues allí estaba el enorme llavero dorado con sus numerosas llaves.

Se acercó a cogerlo con ansiedad… y sus dedos se cerraron sobre el aire vacío. Sorprendida, lo intentó una vez más, pero allí no había llaves. ¡Era sólo una ilusión! Dejó escapar un desgarrado grito de pánico.

—¿Buscabas esto? —dijo una voz a su espalda.

VEINTITRÉS

Larissa se dio media vuelta.

Allí estaba Gelaar, haciendo tintinear el llavero.

—Yo también acabo de llegar —le dijo—. Me escondí en el armario porque tenía miedo de que fueras Dumont. No te preocupes, Larissa; yo también quiero ayudar a los prisioneros. Dumont tiene encerrada a mi hija y espero que alguno de esos esclavos sepa cómo rescatarla.

—Pero, si te he visto ahora mismo en cubierta… —balbució Larissa, perpleja.

—Soy ilusionista —replicó el elfo con una rápida sonrisa de entendimiento y, señalando hacia el llavero, añadió—: Lo que has visto en la cubierta no es más que otra ilusión; Dumont cree que estoy allí haciendo conjuros.

Larissa sonrió vacilante y después rompió a reír. Por primera vez creía que el osado ataque tenía alguna esperanza de éxito.

—Hay una trampilla…

—Aquí —completó Gelaar al tiempo que levantaba la alfombra.

La abrieron entre los dos; Larissa tomó un candil y bajó delante por la estrecha escalera.

—¿Quién manda en los vuestros? —preguntó Gelaar mientras descendía con cuidado, una mano tras otra.

—Yo —repuso Larissa, sonriendo para sí.

—¿Cómo?

—Han pasado muchas cosas, Gelaar. Si salimos de esto te lo contaré todo, pero, ahora, yo soy la única que domina la magia lo suficiente como para liberar a los prisioneros. Por eso estoy aquí, en vez de actuar como los buenos generales y quedarme en la retaguardia.

Llegó al final y echó un vistazo alrededor; a la luz de la candela vieron cajas, herramientas, sacos de harina y objetos diversos.

—Estamos en la despensa; las cuadras del ganado deben de encontrarse… —Se detuvo al oír el canto de los prisioneros y señaló sin palabras hacia la puerta.

Gelaar comenzó a buscar la llave apropiada.

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