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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

La Danza Del Cementerio (19 page)

BOOK: La Danza Del Cementerio
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¡SACRIFICIO DE ANIMALES!

Muerte ritual en la «Ville»

Posible relación con el vudú y el asesinato de Smithback

por Caitlyn Kidd.

Contempló el expreso, que a duras penas tapaba el fondo del vaso de papel. ¿Qué había sido de las tacitas precalentadas donde lo servían antes? Se lo echó al gaznate casi sin probarlo. Luego alisó el periódico y empezó a leer.

Tenía que reconocer que para ser una mierda de artículo no carecía de eficacia. Nora Kelly y la reportera habían subido de noche a la Ville, habían saltado la valla y lo habían oído todo.

Después las había perseguido alguien o algo cuya identidad no quedaba clara, aunque la reportera insinuaba que tenía el aspecto de un zombi. A continuación se preguntaba cómo era posible que el ayuntamiento dejara cerrar una vía pública, y si se estaba infringiendo la legislación sobre malos tratos a animales. Aparecían citas del artículo de Smithback sobre la Ville, así como descripciones de los
vivé
dejados en la puerta de su casa antes del asesinato, y de las cosas raras que habían aparecido en el propio lugar del delito. Se citaban unas declaraciones del director de una organización pro derechos de los animales. La reportera no decía abiertamente que hubiese alguna relación entre la Ville y el asesinato de Smithback, pero estaba muy claro por dónde iba el artículo: Smithback había empezado a escribir sobre sacrificios de animales, y su intención era seguir haciéndolo. A D'Agosta le dolió especialmente una frase, típica de aquel género de reportajes: «Hemos intentado ponernos en contacto varias veces con el teniente Vincent D'Agosta, el detective que dirige la investigación del homicidio de Smithback, pero todas las tentativas han sido infructuosas».

«Todas las tentativas.» Su móvil estaba encendido día y noche, qué narices, y cuando no trabajaba tenía desviado el teléfono del despacho. Ahora que lo pensaba, sí que había recibido una o dos llamadas de la tal Kidd, pero ¿alguien tiene tiempo de devolverlas todas? ¿«Todas las tentativas»? ¡Anda ya! Como máximo dos. Bueno, vale, tal vez tres.

Ahora ya sabía exactamente por qué le había llamado Laura Hayward.

El artículo anterior, sobre vudú, era de chiste, pero aquel tenía cierta base real, y a la lastimosa descripción de la muerte entre balidos de la cabra no le faltaba fuerza, sino todo lo contrarío. El ya sabía lo rabiosos que se podían poner los amantes de los animales.

En la cafetería empezó a sonar el tema principal de
El bueno, el feo y el malo.
D'Agosta cogió rápidamente el móvil, lo abrió y salió al vestíbulo.

El jefe.

—Volvemos a hablar —dijo Rocker.

—Sí, señor.

—Supongo que ya ha visto lo del
West Sider.

—Sí, señor.

Procuró adoptar un tono respetuoso, como si el día anterior no hubiera pasado nada.

—Está visto que lo de Kline podría ser una pista falsa, ¿eh, teniente?

Había cierta frialdad en la voz.

—Mantengo abiertas todas las líneas de investigación.

Un gruñido.

—Bueno, y ¿qué le parece? ¿Ville o Kline?

—Ya le digo que estamos siguiendo las dos líneas.

—Todo esto se ha salido de madre. El alcalde está preocupado. Acaban de llamarme del
News
y del
Post.
Lo de que a usted no le encontrasen para hacer declaraciones… Mire, tiene que estar al pie del cañón, tranquilizando a la gente y dando respuestas.

—Organizaré una rueda de prensa.

—Muy bien. Las dos sería buena hora. Céntrese en la Ville, y no mezcle a Kline.

La línea crujió al cortarse la llamada.

D'Agosta volvió al Starbucks.

—Un expreso cuádruple —dijo—. Para llevar.

30

D'
Agosta odiaba las ruedas de prensa, hasta en el mejor caso, y aquello distaba mucho de ser el mejor caso. Había poco que decir, y lo poco que había parecía imposible creérselo.

Justo cuando se asomaba a la puerta de la sala de prensa (ni un solo asiento libre, todos los reporteros, cámaras y policías pegando gritos), llegó a su lado el jefe Rocker.

—¿Preparado para hacer declaraciones, teniente?

—Sí, señor.

D'Agosta le miró. Llevaba el traje oscuro de siempre, con una chapita de la policía de Nueva York en la solapa. El jefe respondió a la mirada con más cara de cansancio de lo habitual, que ya era decir.

—Acuérdese de lo que le he dicho: a Kline ni nombrarle.

D'Agosta tragó saliva. Tanto café, tanto café… Ahora lo que necesitaba era un bourbon doble. De todos modos no pensaba mencionar a Kline. No quería que le denunciasen por difamación.

Cuando entraron en la sala de prensa, y subieron al estrado, el nivel sonoro aumentó todavía más. Se encendieron una docena de flashes, salpicándolo todo de fogonazos. El jefe de policía se acercó al atril y levantó las manos, pidiendo silencio. La gente tardó unos treinta segundos en calmarse. Al final, Rocker carraspeó.

—El teniente D'Agosta, que es quien se ocupa del homicidio de Smithback, va a decirles unas palabras sobre el estado de la investigación. Después abriremos un turno de preguntas.

Antes de que empiece el teniente D'Agosta, solo quiero pedirles por favor un poco de sentido de la responsabilidad al presentar el caso al público. Se trata de un crimen de especial impacto, que ya tiene a la ciudad en vilo. Encrespar aún más los ánimos solo serviría para empeorar las cosas. Y ahora, teniente, si es tan amable…

—Gracias. —D'Agosta se acercó nerviosamente al micro. Contempló el mar de caras, y le costó tragar saliva—. Como saben de sobra todos ustedes —empezó—, hace una semana William Smithback, vecino de Upper West Side, fue víctima de un homicidio. Desde entonces las fuerzas del orden han investigado el caso con ahínco bajo mi dirección. De resultas de ello se han abierto muchas líneas de investigación. Estamos siguiendo varias pistas a la vez, y confiamos en identificar y capturar a corto plazo a los responsables. Mientras tanto, si alguien tiene información que pueda sernos útil para la investigación, le agradeceríamos que se pusiera inmediatamente en contacto con la policía de Nueva York. —Hizo una pausa—. A partir de este momento pueden preguntarme lo que quieran.

Volvió a armarse un barullo tremendo. D'Agosta pidió orden con las manos.

—¡Silencio, por favor! —pidió por el micro—. ¡Silencio! —Retrocedió en espera de que volviera a imponerse cierto orden—. Gracias. Usted, la de la fila de delante.

Señaló con la cabeza a una mujer madura con blusa amarilla.

—¿Qué puede explicarnos de la Ville? ¿Es verdad que hacen sacrificios de animales?

—Se han recibido varias quejas sobre ruidos de animales procedentes de la zona. Es uno de los ámbitos que estamos investigando. Permítanme añadir que no hemos encontrado ninguna relación directa entre la Ville y el homicidio de Smithback.

—Hablando del homicidio de Smithback —preguntó la misma mujer—, ¿ya tienen los resultados de la autopsia? ¿Cuál fue la causa de la muerte?

—La causa de la muerte fue una herida de arma blanca en el corazón.

Miró a la multitud: manos levantadas al máximo, luces, cámaras, grabadoras digitales… Se hacía raro no ver a Smithback entre los rostros ávidos, gritando y gesticulando, con el mechón en la frente.

—Sí —dijo, señalando a un hombre de la tercera fila con una pajarita grande y de colores vivos.

—¿Han confirmado la identidad del asesino de Smithback? ¿Fue Fearing, su vecino?

—Fearing no era su vecino. Vivía en el mismo edificio. Aún quedan pruebas por hacer, pero de momento todos los indicios apuntan a que Fearing es efectivamente una persona de interés para nuestra investigación. Actualmente se desconoce su paradero, y le consideramos huido de la justicia.

«Eso si se puede considerar huido a un posible fiambre.»

—¿Qué relación hay entre Fearing y la Ville?

—No hemos encontrado ninguna relación entre Fearing y la Ville.

Estaba saliendo mejor de lo esperado. Dadas las circunstancias, la prensa parecía controlada, casi respetuosa. Hizo un gesto con la cabeza a otra mano en alto.

—¿Y el registro del despacho de Kline? ¿Es un sospechoso?

—En este momento no es un sospechoso.

D'Agosta evitó mirar a Rocker. Pero bueno, ¿cómo se enteraba de todo la prensa?

—Entonces, ¿por qué se hizo un registro?

—Lo siento, pero no puedo entrar en ese aspecto de la investigación.

Empezó a señalar a otro reportero, pero de repente se elevó una voz. D'Agosta se giró hacia ella, frunciendo el entrecejo. Cerca de las primeras filas se había levantado alguien, un hombre alto, con pinta de niño bien, y un surco en la barbilla como para aparcar un camión.

—Quiero saber qué han hecho de verdad —dijo en voz alta y estentórea.

Ante una pregunta tan vaga, pero a la vez tan agresiva, D'Agosta no supo reaccionar.

—¿Cómo dice? —preguntó finalmente.

—Soy Bryce Harriman —dijo el hombre—, del
Times.
Han asesinado brutalmente a un colega del cuerpo periodístico de Nueva York, mi buen amigo Bill Smithback. Ya ha pasado una semana. Se lo preguntaré de otra manera: ¿por qué han avanzado tan poco?

La gente empezó a murmurar. Algunas cabezas se movieron en señal de acuerdo.

—Sí que hemos avanzado. Obviamente, no puedo entrar en los detalles con total libertad.

Sonaba muy pobre, y D'Agosta lo sabía, pero era lo máximo que podía decir.

Harriman no le hizo ni caso.

—Fue un ataque a un periodista por cumplir con su trabajo —dijo, con un gesto ampuloso—; un ataque a todos nosotros, a nuestra profesión.

Cada vez se oían más murmullos de aquiescencia. D'Agosta empezó a dar paso a otro periodista, pero Harriman no estaba dispuesto a callarse.

—¿Qué está pasando en la Ville? —dijo, levantando la voz.

—Ya he dicho que en realidad no hay pruebas que impliquen a la Ville en…

Harriman cortó a D'Agosta.

—¿Por qué se les permite seguir torturando y matando abiertamente animales, y puede que algo más que animales? Me imagino, teniente, que se dará cuenta de que muchos neoyorquinos se preguntan lo mismo: ¿cómo es posible que la policía no haya tomado ninguna medida en absoluto?

De repente la gente se exaltó: exigencias, gesticulaciones, caras de enfado… Mientras se iban levantando, Harriman volvió a sentarse, muy pagado de sí mismo, con arrugas de satisfacción en su rostro patricio.

31

E
l Rolls cruzó una gran verja blanca y se metió por un camino de guijarros, bordeado de robles antiguos, hasta desembocar inesperadamente en una gran mansión rodeada por varias dependencias: una cochera, una glorieta, un invernadero y un enorme granero rojo de madera construido sobre antiguos cimientos de piedra. Al fondo, una extensión de césped muy cuidado llevaba hasta las aguas del estrecho de Long Island, que relucían en la luz de la mañana.

D'Agosta silbó.

—¡Caramba, qué lujazo!

—Ni que lo diga; y eso que desde aquí, aunque es un buen observatorio, no vemos la casa del cuidador, el helipuerto ni el criadero de truchas.

—Recuérdeme otra vez a qué venimos —dijo D'Agosta.

—El señor Esteban ha sido una de las personas más explícitas en sus quejas contra la Ville, y tengo curiosidad por oírle expresar personalmente su parecer.

En respuesta a una palabra de Pendergast, Proctor frenó ante el granero, que tenía las puertas completamente abiertas. El inspector bajó rápidamente del Rolls, y desapareció sin decir nada en el vasto interior.

—Eh, que la casa es por ahí…

A D'Agosta se le apagó la voz. Miró a su alrededor, nervioso. ¿Qué tendría Pendergast entre ceja y ceja?

Oyó el ruido de un hacha. Poco después de que parase, salió un hombre de detrás del cobertizo de la leña, con el hacha en la mano. Al mismo tiempo, Pendergast salió de la oscuridad del granero.

El hombre se acercó sin soltar el hacha.

—Es como el legendario leñador Paul Bunyan —murmuró D'Agosta cuando Pendergast llegó a su lado.

Era alto, con una barba corta entreverada de canas, y el pelo (ralo en la coronilla) un poco largo, hasta más abajo del cuello de la camisa. A pesar de su apellido español, presentaba un aspecto de lo más anglosajón; de hecho, con otro corte de pelo podría haber sido un anuncio ambulante de Lands' End: chinos bien planchados, camisa de cuadros, guantes de trabajo, delgado, en forma… Se apartó unas virutas de madera de la camisa y, con el hacha al hombro, se quitó un guante para darles la mano.

—¿Puedo ayudarles en algo? —preguntó, sin rastro de acento en su voz melodiosa.

Pendergast sacó su placa.

—Agente especial Pendergast, del FBI. Vengo con el teniente Vincent D'Agosta, detective de homicidios de la policía de Nueva York.

Los párpados se contrajeron, y los labios se apretaron al examinar atentamente la identificación. Después los ojos enfocaron más allá, en el Rolls.

—Bonito coche patrulla.

—Recortes presupuestarios —contestó Pendergast—. Se hace lo que se puede.

—Ya.

—¿Es usted Alexander Esteban? —preguntó D'Agosta.

—Correcto.

—Nos gustaría hacerle unas preguntas, si no le importa.

—¿Traen una orden judicial?

—Buscamos ayuda sobre el homicidio de William Smithback, el periodista del
Times
—dijo Pendergast—. Si fuera tan amable de responder a nuestras preguntas, nos haría un favor.

El hombre asintió, acariciándose la barba.

—Yo conocía a Smithback. Les ayudaré en todo lo que pueda.

—¿Ha producido usted películas, o me equivoco? —preguntó Pendergast.

—Antes. Ahora me dedico más que nada a la filantropía.

—Vi el artículo de
Madernoiselle
donde le llamaban «el moderno DeMille».

—Mi pasión es la historia.

Esteban se rió un poco, afectando falsa modestia sin conseguirlo.

D'Agosta se acordó de golpe: Esteban, el de las superproducciones históricas horteras. La última la había ido a ver con Laura Hayward:
Evasión de Sing Sing,
sobre la famosa fuga de treinta y tres presos a principios de los años sesenta. No les había gustado. Se acordaba vagamente de otra:
Los últimos días de María Antonieta.

—A nosotros nos toca más de cerca la organización que dirige: Humans for Other Animáis, ¿verdad?

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