Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
La camioneta cruzó la verja. El conductor, una vez más, bajó y la cerró. Luego subió al vehículo y se alejó. D'Agosta se levantó y se quitó las hojas, con las manos temblando de rabia. Ahora ya no le paraba nadie, y menos con tantos animales en peligro. Era un representante de las fuerzas del orden, y estaba de servicio. Como detective de homicidios, no solía llevar uniforme. Sacó la placa y se la puso en la solapa antes de escalar la tela metálica y seguir el camino por donde habían desaparecido las luces traseras de la camioneta. Delante había una curva. Divisó vagamente el campanario de una iglesia grande y de factura tosca, rodeada por un conglomerado de luces desorganizadas.
Un minuto después, se paró en medio del camino y se giró para escrutar la oscuridad. Su instinto de policía le decía que no estaba solo. Sacó su linterna y la enfocó por los troncos de los árboles y los arbustos secos, cuyas hojas susurraban.
—¿Quién hay?
Silencio.
Apagó la linterna y se la guardó otra vez en el bolsillo, sin apartar la vista de la oscuridad.
A la débil luz de un cuarto de luna, los troncos de los abedules parecían flotar en la negrura como piernas larguiruchas. Sí que había algo, sí. Lo notaba. Y lo oía. Leve presión sobre hojas húmedas, alguna rama partida…
Puso la mano en su revólver.
—Soy policía —dijo enérgicamente—. Salga al camino, por favor.
No encendió la linterna. Sin ella veía más lejos en la oscuridad.
Ya lo veía; mal, pero lo veía: una silueta clara entre los árboles, que caminaba de manera extraña, como dando tumbos. Se perdió de vista detrás de unos arbustos. Del bosque brotó un extraño lamento, inarticulado y sepulcral, como si saliese de una boca muy abierta, flaccida:
«Aaaaauuuu…».
Sacó la linterna de la funda, la encendió y la enfocó en los árboles. Nada.
Tonterías. Niños haciéndole una broma.
Se encaminó con decisión a los arbustos, moviendo la linterna. Era una masa descuidada de azaleas y laurel de montaña, que se extendía a lo ancho de unos cien metros. Tras una pausa, se adentró en ella.
La respuesta fue un murmullo de hojas a su derecha. Giró la linterna, pero el choque de la luz con las primeras hojas del frondoso matorral le impidió ver más lejos. Apagó la linterna y esperó a que se le acostumbrase la vista. Después dijo con calma:
—Esto es suelo público, y yo soy policía. O sale ahora mismo, o le acuso de resistencia a la autoridad.
Volvió a oír un ruido a la derecha: una sola rama rota. Al girarse, vio una figura erguida sobre los heléchos: piel pálida, de un amarillo enfermizo; cara flaccida, sucia de sangre y mocos; ropa hecha jirones, colgando de unos brazos y unas piernas huesudos.
—¡Oiga, usted!
La figura se echó hacia atrás, como si perdiera momentáneamente el equilibrio. Después dio un tumbo hacia delante, y a continuación empezó a acercarse con un ansia casi diabólica.
Un ojo se enfocó en D Agosta, y volvió a desviarse. El otro estaba escondido entre grumos de sangre, o de barro.
—Aaaaauuuu…
—¡Dios! —exclamó D'Agosta, dando un salto hacia atrás mientras soltaba la linterna para buscar su arma reglamentaria, una Glock 19.
De pronto la cosa se le echó encima, abriéndose camino estrepitosamente entre los matorrales. D'Agosta levantó la pistola, pero justo entonces sintió un golpe tremendo en la cabeza, un zumbido, y luego nada.
M
ónica Hatto abrió los ojos y se irguió frente a la mesa, levantando los hombros para parecer despierta. Paseó a su alrededor una mirada nerviosa. Según el reloj grande de la pared de baldosas del fondo, eran las nueve y media. A la última recepcionista del anexo del depósito de cadáveres la habían despedido por quedarse dormida en horario de trabajo.
Mientras arreglaba los papeles de la mesa, echó otra mirada a la redonda y se relajó un poco.
Las luces fluorescentes del anexo bañaban con su tono acostumbrado las baldosas del suelo y las paredes, y el aire tenía el olor acostumbrado a productos químicos. Sin novedad.
Pero por algo se había despertado.
Se levantó y se pasó las manos por el uniforme, alisándolo sobre sus copiosos michelines en un esfuerzo por dar una imagen pulcra, alerta y presentable. No se podía permitir perder aquel trabajo. Estaba bien pagado, y encima le daba derecho a prestaciones médicas.
En el piso de arriba se oyó un ruido sordo, como si pasara algo. Quizá estuvieran trayendo un «tieso». Se sonrió, orgullosa de empezar a dominar la jerga. Luego sacó del bolso un espejito de maquillaje para hacerse unos retoques en los labios, darse unos toquecitos en el pelo y mirarse la nariz, por si tenía aquel brillo aceitoso tan horrendo.
Oyó pasos, pero no llegaban de los ascensores, sino de la escalera, cosa rara.
Se acercaban deprisa. La puerta de la escalera se abrió de par en par, chocando con la pared, y apareció una mujer con un vestido de noche negro y tacones altos. Iba tan deprisa que su pelo cobrizo flotaba por detrás.
Hatto se quedó muda de sorpresa.
La mujer se paró en medio del anexo, con la cara gris bajo la horrible luz del fluorescente.
—¿Quería usted al…? —empezó a decir Hatto.
—¿Dónde está? —chilló ella—. ¡Quiero verlo!
Mónica Hatto se la quedó mirando.
—¿El qué?
—¡El cuerpo de mi marido! ¡William Smithback!
Retrocedió, aterrada. Era una loca. Por entre los sollozos con que la desconocida esperaba la respuesta, Hatto oyó retumbar el ascensor, lentísimo en subir.
—¡Smithback, se llama! ¿Dónde está?
De golpe se oyeron berridos por el interfono, a sus espaldas.
—¡Una intrusión! ¡Se ha producido una intrusión! ¿Me oyes, Hatto?
La voz la sacó de su inmovilidad. Pulsó el botón.
—Una…
La voz del interfono le impidió terminar.
—¡Hay una loca de camino al mostrador! ¡Podría ser violenta! ¡No te enfrentes físicamente a ella! ¡Ya van para allá los de seguridad!
—Ya ha…
—¡Smithback! —exclamó la mujer—. ¡El periodista asesinado!
Involuntariamente, los ojos de Hatto se desviaron hacia la sala 2, donde habían estado trabajando en el cadáver del famoso reportero. Era un asunto de los gordos, con una llamada del jefe de policía, y portadas de periódico.
La mujer fue hacia la puerta de la sala 2, que se había dejado abierta el equipo nocturno de limpieza. Hatto comprendió con retraso que debería haberla cerrado con llave.
—¡Espere, está prohibido entrar…!
La mujer cruzó la puerta. Hatto se quedó clavada al suelo de puro pánico. En el manual de empresa no decían cómo reaccionar a una situación así.
Se oyó el timbre del ascensor, y el chirrido de las puertas al abrirse. Dos guardias de seguridad salieron al anexo jadeando.
—Eh… —Jadeo—. ¿Adonde se ha ido…?
Otro jadeo.
Hatto se giró, señalando la sala 2 sin decir nada.
Los dos guardias se quedaron un momento donde estaban, intentando recuperar el aliento.
Se oyó un golpe en la sala, un impacto metálico, y el chirrido de un cajón de acero abriéndose.
Después, un desgarrón y un grito.
—Ay, Dios mío… —dijo uno de los guardias, que reanudaron su pesado avance a través del anexo, hacia la puerta abierta de la sala 2.
Hatto les siguió por curiosidad morbosa, venciendo la resistencia de sus piernas.
Lo que vieron sus ojos no se le olvidaría nunca. La mujer estaba en medio de la sala, con cara de bruja, desgreñada, enseñando los dientes, y echando chispas por los ojos. Detrás había un cajón abierto. Sacudía una bolsa de cadáveres, ensangrentada y vacía. Lo que tenía en la otra mano parecían plumas atadas.
—¿Dónde está su cadáver? —chillaba—. ¿Dónde está el cadáver de mi marido? ¿Y quién ha dejado esto aquí?
D'
Agosta aparcó el coche patrulla bajo la puerta cochera del número 891 de Riverside Drive. Salió y dio unos puñetazos en la puerta de madera maciza. Treinta segundos después la abrió Proctor, que le observó un momento silenciosamente y se apartó.
—Le encontrará en la biblioteca —murmuró.
D'Agosta cruzó inestablemente el refectorio y el salón de fiestas, y entró en la biblioteca con la mano en la cabeza, tapándose el corte con un trozo de tela. Encontró a Pendergast —y al extraño archivero que respondía al nombre de Wren— sentados a ambos lados de un fuego muy vivo, en sillones orejeros. Entre los dos había una mesa, con papeles y una botella de oporto.
—¡Vincent! —Pendergast se levantó rápidamente y se acercó—. ¿Qué ha pasado? Necesita una silla, Proctor.
—Gracias, ya me siento yo solo. —D'Agosta tomó asiento, tocándose con cuidado la cabeza.
Por fin había dejado de sangrar—. He tenido un pequeño accidente en la Ville —dijo en voz baja.
No habría sabido decir qué le irritaba más, la idea de que matasen a los animales o haberse dejado tumbar por un borracho. Al menos esperaba que fuera eso, un borracho. No estaba dispuesto a sopesar la alternativa.
Pendergast se agachó para examinar el corte, pero D'Agosta le ahuyentó con un gesto de las manos.
—Solo es un rasguño. Por la cabeza siempre se sangra como un cerdo.
—¿Le apetece algo de beber? ¿Un oporto, por ejemplo?
—Una cerveza. Bud Light, si tiene.
Proctor salió de la sala.
Wren seguía sentado en su sillón, como si no ocurriese nada anómalo. Estaba sacando punta manualmente a un lápiz, con una navaja muy pequeña. Examinó la punta, apretó los labios para soplar y la afiló un poco más.
Pronto llegó la lata helada en bandeja de plata, con un vaso enfriado. Prescindiendo de él, D'Agosta cogió la cerveza y se tomó un buen sorbo.
—Me hacía falta.
Bebió un poco más.
Pendergast había vuelto a su sillón de orejas.
—Somos todo oídos, querido Vincent.
D'Agosta les contó su entrevista con la mujer de Indian Road, y lo de después. No mencionó el haber estado a punto de entrar por sí solo en la Ville, de pura rabia (objetivo al que había renunciado al recuperar la conciencia). Pendergast estaba muy atento. D'Agosta también decidió omitir la pérdida del teléfono móvil y el busca a consecuencia del ataque.
Cuando acabó de hablar, la biblioteca quedó en silencio. La chimenea ardía y crepitaba.
Finalmente Pendergast salió de su mutismo.
—Y este… este hombre… ¿dice que se movía de manera errática?
—¿Y que estaba cubierto de sangre? —Al menos era lo que parecía a la luz de la luna. El inspector hizo una pausa.
—¿Guardaba un parecido con la persona a quien vimos en la grabación de seguridad? —Sí.
Otra pausa, más larga. —¿Era Colin Fearing?
—No. Sí. —D'Agosta sacudió su dolorida cabeza—. No lo sé. Tampoco es que le viera muy bien la cara.
Pendergast se quedó un buen rato callado, con algunas arrugas en su tersa frente.
—¿Cuándo ha sido, exactamente?
—Hace media hora. Solo me he quedado inconsciente un momento. Como ya estaba tan al norte, he venido directamente aquí.
—Qué curioso…
Sin embargo, la expresión de Pendergast no era de curiosidad. Más bien parecía de alarma.
Al cabo de un momento, miró al viejo.
—Wren estaba a punto de comunicarme el resultado de la investigación que acaba de realizar sobre el mismo lugar donde ha sido agredido usted. ¿Le importaría continuar, Wren?
—Con mucho gusto —dijo Wren. Dos manos cubiertas de venas se acercaron al montón de papeles, del que extrajeron hábilmente una carpeta marrón—. ¿Le leo los artículos…?
—Recapitule sucintamente, si es usted tan amable.
—No faltaría más. —Wren carraspeó, se puso los papeles sobre las rodillas, muy bien alineados, y los hojeó—. Mmm… Vamos a ver… —Papeleo y lectura; muchos movimientos de cejas, gruñidos y tamborileos—. El 11 de junio de 1901 por la noche…
—La palabra clave es «sucintamente» —murmuró Pendergast, en un tono no desprovisto de amabilidad.
—¡Sí, sí! Sucintamente. —Un vigoroso carraspeo—. Por lo visto hace bastante tiempo que la Ville es… polémica, por decirlo de algún modo. He recopilado una serie de artículos del
New
York Sun
de finales de siglo y principios del siguiente (me refiero a finales del siglo XIX), donde se describen quejas de vecinos no muy distintas a las de hoy en día: ruidos y olores extraños, restos de animales en el bosque y actividades dudosas. Hubo muchos testimonios sin confirmar sobre una «sombra errante» que vagaba por el bosque de Inwood Hill.
Su mano, salpicada de manchas marrones, sacó con muchísimo cuidado un recorte amarillento, como si fuera una hoja de un manuscrito iluminado, y la leyó.
Según fuentes con las que ha hablado este periódico, la aparición —descrita por testigos oculares como un ser desgarbado, que da la impresión de actuar mecánicamente— elige a sus víctimas entre los ciudadanos de Gotham cuya poca suerte, o escasa sensatez, les hace estar de noche por los alrededores de Inwood Hill. Muchos de sus ataques han sido mortales. Se han encontrado cadáveres en las más horribles posturas de reposo, con las mutilaciones más atroces que quepa imaginar. Otras personas han desaparecido, simplemente, y no han vuelto a ser vistas por nadie.
—¿Cómo los mutilaban, exactamente? —preguntó D'Agosta.
—Destripándolos y cortándoles algunos dedos, la mayoría de las veces el corazón y el dedo medio de los pies. Al menos es lo que decía la prensa, aunque el
Sun
no destacaba por su probidad, teniente. Fue el pionero de la «prensa amarilla». Resulta que lo imprimían en papel amarillo, que por aquel entonces era el más barato. En esa época, blanquear y recortar incrementaba los costes de impresión en un veinte por ciento, y…
—Muy interesante —interrumpió Pendergast con suavidad al archivero—. Le ruego que prosiga, señor Wren.
Más movimiento de papeles, y golpes con los dedos.
—Si hemos de dar crédito a estas noticias, parece que el ser a quien calificaban de mecánico pudo matar a cuatro personas.
—¿Cuatro personas? ¿Y a eso se referían con «ciudadanos de Gotham»?
—Repito que el
Sun
era un periódico sensacionalista, teniente. La exageración era su pan de cada día. Hay que leer con pinzas las noticias.
—¿Quiénes eran los ciudadanos asesinados?
—Al primero, decapitado, no se le pudo identificar. El segundo era un tal Phipps Gormly, arquitecto paisajista. El tercero también era un ciudadano muy respetable, un miembro de la comisión de parques que al parecer salió a dar un paseo. Cornelius Sprague, se llamaba. El asesinato consecutivo de dos ciudadanos respetables causó sensación. El cuarto asesinato, casi inmediato al tercero, tuvo como víctima al cuidador de una finca de la zona, la casa de campo de los Straus en Inwood Hill. Lo raro de este último crimen es que encontraron el cadáver cuando la víctima llevaba unos meses desaparecida, y sin embargo acababan de matarla.