Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
D'Agosta le miró fijamente. Para él como si le hubieran hablado en chino.
—Perdone. Me he perdido.
Un suspiro.
—Parece ser que los residentes de la Ville llevan ocupando aquel terreno como mínimo desde la guerra de Secesión. Creo que era una iglesia abandonada, con muchas dependencias, y lo ocuparon todo. En aquella época, Nueva York estaba llena de okupas. En Central Park había muchísimos: huertos, pocilgas, casuchas…
—Pues en Central Park ya no están.
—Sí, es verdad; al convertir en parque público Central Park, echaron a los okupas, pero la punta norte de Manhattan siempre ha sido una especie de tierra de nadie. Es un terreno pedregoso y con muchos desniveles, poco adecuado para la agricultura y la vivienda. Inwood Hill Park no fue creado hasta los años treinta, y para entonces los residentes de la Ville ya habían adquirido el derecho de prescripción adquisitiva.
Aquel tono insistente, como de conferenciante, empezaba a ponerle de los nervios.
—Mire, yo abogado no soy. Lo único que sé es que no tienen ninguna escritura de propiedad, y que han cerrado una vía pública. Aún no me ha dicho cómo es posible.
D'Agosta se apoyó en el respaldo, cruzándose de brazos. —Por favor, teniente. Estoy intentando explicárselo. Llevan ciento cincuenta años en el mismo sitio. Tienen derechos adquiridos.
—¿El de bloquear una calle de la ciudad?
—Puede ser.
—¿O sea, que no pasa nada si decido hacer una barricada en la Quinta Avenida? ¿Estoy en mi derecho?
—Le detendrían. Se lo impediría el ayuntamiento. No se aplicaría la ley de prescripción adquisitiva.
—Bueno, vale, pues ¿entro en su casa cuando esté de viaje, vivo veinte años sin pagar alquiler y luego el piso es mío?
Llegaron los cafés, tibios y con demasiada leche. D'Agosta se bebió la mitad del suyo.
Wartek dio un sorbito con los labios fruncidos.
—En honor a la verdad —continuó—, sería suyo si su ocupación del piso fuera abierta y notoria, y si yo nunca le hubiera autorizado a vivir en él. A la larga adquiriría usted un derecho de prescripción adquisitiva, porque…
—Pero bueno, ¿qué pasa, que esto es la Rusia comunista? —Teniente, la ley no la he escrito yo, pero debo decir que es muy sensata. Sirve para protegerle, por ejemplo, si al instalar un sistema séptico invade sin querer la finca del vecino, y el vecino no se da cuenta ni se queja en veinte años. ¿Y si se da cuenta después? ¿Le parece que deberían obligarle a quitarlo?
—Todo un pueblo en pleno Manhattan no es un sistema séptico.
El nerviosismo había agudizado un poco la voz de Wartek, y le estaba provocando una erupción en el cuello.
—¡El principio es el mismo para un sistema séptico que para todo un pueblo! Si el dueño no protesta ni se da cuenta, y usted hace un uso abierto del terreno, adquiere una serie de derechos. Es como terreno abandonado. No se diferencia mucho de la ley marítima.
—¿Me está diciendo que el ayuntamiento nunca ha protestado contraía Ville?
Silencio.
—No lo sé, la verdad.
—Pues mire, igual sí protestó. Igual hay cartas archivadas. Le apuesto…
D'Agosta se calló al ver entrar sigilosamente a alguien vestido de negro.
—¿Quién es usted? —preguntó Wartek, con voz agudizada por la alarma.
D'Agosta tenía que reconocer que a simple vista la presencia de Pendergast no resultaba muy tranquilizadora: una figura en blanco y negro, con la piel tan blanca que casi parecía muerto, y los ojos plateados como monedas de diez centavos recién acuñadas.
—Agente especial Pendergast, del FBI, para servirle.
Pendergast hizo una pequeña reverencia e introdujo una mano en su chaqueta para sacar un sobre de papel manila, que abrió encima de la mesa. Contenía fotocopias de cartas antiguas, con el membrete del ayuntamiento de Nueva York.
—¿Qué es? —preguntó Wartek.
—Las cartas. —Se giró hacia D'Agosta—. Le ruego que disculpe mi retraso, Vincent.
—¿Cartas? —preguntó Wartek, ceñudo.
—Las cartas en que el ayuntamiento protestó contra la Ville. Se remontan a 1864.
—¿De dónde las ha sacado?
—Tengo un investigador en la biblioteca, una magnífica persona a quien recomiendo encarecidamente.
—Pues ahí lo tiene —dijo D'Agosta—: no hay derecho de posesión de no sé qué narices que ha dicho usted.
La erupción del cuello de Wartek se oscureció.
—Teniente, no vamos a tramitar ningún procedimiento de expulsión contra esa gente solo porque lo quieran usted o este agente del FBI. Sospecho que su cruzada guarda alguna relación con determinadas prácticas religiosas que les parecen censurables. Pues mire, también es una cuestión de libertad religiosa.
—¿Libertad religiosa? ¿Para torturar y matar animales… o algo peor? —dijo D'Agosta—. ¿Para pegarle un mamporro a un policía de servicio? ¿Para perturbar la calma del barrio?
—Las cosas tienen que ir por su debido cauce.
—Por supuesto —intervino Pendergast con suavidad—. Su debido cauce. Ahí es donde interviene su departamento, para encauzarlo. Y por eso estamos aquí, para aconsejarles que lo hagan con celeridad.
—Este tipo de decisiones requieren un estudio largo y minucioso. Hay que asesorarse jurídicamente, reunirse y hacer una investigación documental. No se puede zanjar de la noche a la mañana.
—¡Ojalá tuviéramos tiempo, estimado señor Wartek! Ahora mismo, mientras hablamos, la opinión pública se está volviendo contra ustedes. ¿Ha visto la prensa de esta mañana?
La erupción ya ocupaba casi todo el rostro de Wartek, que empezó a sudar. Se levantó en todo su metro sesenta de estatura.
—Insisto en que estudiaremos el caso —repitió, acompañándoles hacia la puerta.
—Al bajar en un ascensor lleno de gente somnolienta trajeada de gris, Pendergast se giró hacia D'Agosta y le dijo:
—¡Querido Vincent, qué hermoso es ver a la burocracia de Nueva York en su dinámico apogeo!
L
a zona de espera de la terminal 8 del aeropuerto JFK estaba al pie de las escaleras mecánicas. Pendergast y D'Agosta se codeaban con hombres corpulentos, de traje negro y letrerito en alto.
—Explíquemelo otra vez —dijo D'Agosta—. ¿Quién es? ¿Y a qué viene?
—Monsieur Bertin. De niños fue nuestro tutor.
—¿Nuestro? ¿Quiere decir de usted y…?
—Sí. Mi hermano. Monsieur Bertin nos enseñaba zoología y ciencias naturales.
Personalmente le tenía un gran aprecio. Rebosaba encanto y carisma. Por desgracia tuvo que dejar de trabajar para la familia.
—¿Qué pasó?
—El incendio.
—¿Incendio? ¿Se refiere a cuando quemaron su casa? ¿Tuvo algo que ver?
De pronto Pendergast guardó un silencio gélido.
—¿O sea, que la especialidad de este hombre es… la zoología? ¿Y usted recurre a él para un asesinato? ¿Se me escapa algo?
—Monsieur Bertin cobraba por enseñarnos ciencias naturales, pero también tenía grandes conocimientos sobre las tradiciones y leyendas del país: vudú, obeah, amuletos y conjuros.
—O sea, que era un hombre de muchos intereses. Y les enseñó algo más que a diseccionar ranas.
—Preferiría no detenerme en el pasado. La cuestión es que sobre este tema no hay nadie vivo con más conocimientos que monsieur Bertin. Por eso le he pedido que venga en avión desde Luisiana.
—¿De verdad que ve alguna relación con el vudú? —¿Usted no?
Pendergast fijó en D'Agosta sus ojos plateados. —Yo creo que algún desgraciado intenta convencernos de que está relacionado con el vudú.
—¿Hay alguna diferencia? Ah, ya le veo. D'Agosta se giró, y dio un respingo a su pesar. Se estaba acercando un hombre muy menudo, con frac. Tenía la piel casi tan blanca como Pendergast, y llevaba un sombrero blanco de ala ancha y flexible. En su cuello, una gran cadena de oro sostenía algo con todo el aspecto de ser una cabeza reducida. Llevaba un vetusto bolso de mano de la BOAC, manchado por el uso, y en la otra mano un gran bastón, con las más inverosímiles tallas. D'Agosta llegó a la conclusión de que «bastón» no le hacía justicia; parecía más bien un cayado, o mejor dicho un garrote. Se le habría podido tomar por un curandero ambulante, o por uno de los locos que se pasaban el día rondando por JFK porque dentro hacía más calor que fuera. Para una ciudad como Nueva York, donde se veía prácticamente de todo, eran muchas las miradas que estaba atrayendo aquel bicho raro. Le seguía un mozo cargado con un número alarmante de maletas.
—¡Aloysius! —Se acercó con sus patitas de pájaro, y besó a Pendergast en las dos mejillas, a la francesa—.
Que plaisir!
Estás igual, ni un día mayor.
Se volvió hacia D'Agosta, a quien examinó de los pies a la cabeza con un ojo negro y brillante.
—¿Quién es este hombre?
—Soy el teniente D'Agosta.
D'Agosta tendió la mano, que fue ignorada.
El hombre se volvió de nuevo hacia Pendergast.
—¿Un policía?
—Yo también soy policía,
maitre.
Pendergast casi parecía encontrar gracioso al susceptible y menudo personaje. —¡Bah!
El sombrero blanco osciló de despectiva desaprobación. En la mano de Bertin apareció un paquete de puritos, uno de los cuales fue encajado en una boquilla de nácar.
—Lo siento,
maître,
pero está prohibido fumar. —Bárbaros. —Aun así, Bertin se la puso en la boca y la encendió—. Llévame al coche.
Salieron a la acera, donde les esperaba Proctor. —¿Qué, un RollsRoyce? ¡Qué vulgar!
Mientras el mozo descargaba el equipaje en el maletero, D'Agosta se llevó un disgusto al ver que Pendergast se sentaba delante y dejaba el asiento trasero para ellos dos. Una vez dentro, Bertin sacó un mechero de oro y encendió el puro. —Perdone, ¿le importaría? —dijo D'Agosta.
Bertin posó en él sus ojos negros y brillantes. —Sí que me importa.
Inhaló profundamente, bajó un poco la ventanilla (mirando a D'Agosta de reojo) y expulsó una fina bocanada de humo por sus labios apretados. Después se inclinó.
—Bueno, Aloysius, he estado meditando sobre la información que me diste, y las fotografías que me enviaste de los amuletos encontrados en el lugar del crimen… ¡son
mal, tres mal
! La muñeca de plumas y barba de palo, los alfileres envueltos en hilo negro, el nombre escrito en pergamino, y el polvo… ¿nitro, me imagino?
—Correcto.
Bertin asintió con la cabeza. —No hay duda. Un conjuro de muerte. —¿Un conjuro de muerte? —dijo D'Agosta con incredulidad. —También llamado «dolor mortal» —dijo Bertin, con todo el engolamiento de un conferenciante—. Eso es simple hechicería. Se podría haber resuelto más fácilmente. Pero el… el
revenant,
el muerto que camina… Eso ya es grave. Eso es vudú propiamente dicho. Sobre todo… —Bajó la voz—. Ahora que también ha regresado la víctima. —
Miró a Pendergast—. ¿Dices que está casado?
—Sí.
—Su mujer corre grave peligro.
—He solicitado protección policial —dijo D'Agosta.
Bertin se burló.
—¡Bah!
—Yo le he comprado un amuleto contra los enemigos —dijo Pendergast.
—Contra el primero sí que podría ser útil, pero no es el que me preocupa. Estos amuletos no sirven de nada contra los parientes, incluidos los maridos.
—También he preparado una bolsaamuleto, y le he dicho que la lleve siempre en el bolsillo.
Bertin se animó.
—¡Una bolsa mojo!
Tres bien.
¿Qué contenía?
—Aceite protector, raíz de jalapa, verbena y ajenjo.
D'Agosta casi no daba crédito a sus oídos. Les miró a los dos.
Bertin se echó hacia atrás.
—Seguirá hasta que encontremos al conjurador, e invirtamos el conjuro.
—Estamos intentando conseguir una orden de registro de la Ville. Y ayer hablamos con el ayuntamiento sobre un posible auto de expulsión.
Bertin murmuró algo entre dientes, y lanzó otra bocanada de humo. D'Agosta había sido fumador de puros, pero de los normales, de los gruesos. El Rolls se estaba cargando de un humo asqueroso con aroma de clavo.
—Una vez —dijo D'Agosta— me contaron algo de uno de que fumaba estos palitos. Bertin le miró de reojo.
—Contrajo un cáncer. Tuvieron que cortarle los labios.
—¿Qué falta hacen los labios? —preguntó Bertin.
D'Agosta sentía aquellos penetrantes ojillos fijos en su cara. Abrió la ventanilla, se cruzó de brazos y se apoyó en el respaldo con los ojos cerrados.
Justo cuando iba a conciliar el sueño, sonó el nuevo móvil que acababan de darle. Miró hacia abajo y leyó el mensaje de texto. —Ya ha salido la orden de registro de la Ville —le dijo a Pendergast.
—Magnífico. ¿Qué alcance tiene?
—La verdad es que bastante limitado. Los espacios públicos de la iglesia, el altar y el tabernáculo (si es que lo hay), pero no la sacristía, ni los otros espacios no públicos; tampoco los otros edificios.
—Muy bien. Suficiente para entrar y presentarnos a los residentes. Nos acompañará monsieur Bertin.
—¿Cómo lo justificaremos?
—Le he contratado como asesor especial del FBI para esta investigación.
—Ah, ya.
D'Agosta se pasó una mano por su escaso cabello, suspiró y se apoyó en el respaldo, cerrando otra vez los ojos con la esperanza de echarse un sueñecito de unos pocos minutos.
Increíble. Increíble de cojones.
N
ora miraba fijamente el techo de su dormitorio, recorriendo una grieta en el yeso: ahora en este sentido, ahora en el otro… Su vista seguía los meandros como se siguen los afluentes en un mapa. Se acordaba de que Bill le había propuesto enyesar y repintar la grieta, porque decía que de día, cuando se echaba a hacer la siesta, le volvía loco (y solía hacerlo a menudo, por la obligación de seguir horarios periodísticos). Ella había contestado que era una pena tirar el dinero en un piso de alquiler, y no había salido nunca más el tema.
Ahora a quien volvía loca era a ella. No podía despegar la vista.
Giró con gran esfuerzo la cabeza y se quedó mirando la ventana abierta que había al lado de la cama. Por los barrotes de la salida de incendios se veía el edificio de enfrente, con palomas paseándose por el depósito de agua de madera del tejado. Se filtraban ruidos de tráfico de la calle adyacente: bocinas, la barahúnda de un motor diesel, cambios de marchas… A Nora le pesaban los brazos y las piernas, y lo veía todo irreal. Irreal. Todo se había vuelto irreal. Las últimas cuarenta y cuatro horas habían sido estrafalarias, obscenas e insoportables. La desaparición del cadáver de Bill, la muerte de Caitlyn a manos de… Cerró un momento los ojos, apretando los párpados para expulsar el pensamiento. Ya no aspiraba a entender nada.