La decadencia del ingenio (27 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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Finalmente me rendí y saqué las mías. Lo había suspendido todo. Como Marcos, por cierto. La maestra se quejaba además de mi pasividad, poca atención, escasa sociabilidad, mala educación e incluso somnolencia. Añadía además una referencia poco amable a mis gafas de sol.

Sonreí. Mi integración en la sociedad adulta estaba resultando todo un fracaso.

Por la tarde le entregué las notas a mi padre y me fui a mi habitación, a dormir un rato. Porque en lo del sueño la profesora tenía razón: cada vez dormía menos. Había ido bajando de mis dieciséis, dieciocho horas diarias, a una cantidad ridícula, no más de once, contando la cabezadita de antes de ir al colegio después de almorzar. Y es que en clase y a pesar de que se me cerraban los ojos continuamente, no podía conciliar el sueño por culpa de la voz chillona de la maestra y del alboroto ocasional que causaban mis compañeros. Temía más que razonablemente que mi cerebro se estuviera viendo afectado por el exceso de horas de vigilia, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de esas horas las pasaba asesinando neuronas con sumas estúpidas y dictados sobre… sí, ahora que caigo, sobre patos.

El caso es que ya estaba tumbado en la cama, bocabajo y con los pies descalzos, cuando mi padre abrió la puerta de sopetón.

—¡Pero qué notas traes! Si empezamos así…

—¿Así? ¿Cómo? ¿A qué te refieres?

— Como si no lo supieras. Pues a que lo has suspendido todo.

—Sí, ya lo sé, gracias.

—¿Pero qué dices de gracias? A partir de hoy, haremos los deberes juntos. Bueno, yo suelo volver tarde… Hoy he tenido una discusión con tu abuelo y me he largado, pero normalmente vuelvo a las… ¡Es igual! ¡No me líes! ¡Los harás con Noelia!

—¿Pero qué deberes?

—Pues si no te ponen deberes, te los pondré yo. ¿Es que no sabes ni sumar?

—Claro, pero tengo otras cosas que hacer.

—Sí, sí, eso de jugar lo haces muy bien, todo el día con tus partituras y tus experimentos de química. Pues eso se ha acabado. Mira, me llevo las partituras —y las agarró— y nada de paseítos hasta que traigas buenas notas a casa. Que yo soy un ex presidiario, como se encarga tu abuelo de recordarme cada día, pero nadie podrá decirme que mi hijo suspende porque su padre estuvo en la cárcel. Y menos que nadie, tu abuelo. Además, con las notas que sacaba yo, todo dieces, que un día saqué un ocho y medio y mi padre me tuvo tres días sin comer.

Me encontraba ante una disyuntiva terrible: o me dejaba someter a las torturas escolares o tenía que componer sin papel pautado y sin salir de casa.

Era insoportable la presión que sufrí a los seis años por culpa de la escuela y de los miedos adultos a que no creciera. Me asfixiaba, como un pez en el cubo de un pescador. O como un hámster en una de esas norias en las que corren sin moverse del sitio. O como un gorrión enjaulado. O como un pato asado. Así me sentía. Atrapado. Agarrado. Saltando y corriendo, sin moverme del sitio. Aleteando sin poder abrir la puerta del horno.

Acabé cogiendo un folio en blanco y dibujando yo los pentagramas, cuidándome más que bien de que mi padre no me sorprendiera con la partitura en la mano al entrar en el cuarto.

Aunque, de todas formas, ¿servía para algo la música? Al fin y al cabo y si bien me había permitido viajar, mi abuelo había acabado apropiándose mi obra, una obra por otra parte destruida por una orquesta inepta y por un director que antes había sido un genio y que entonces… Entonces estaría con su mujer, en zapatillas y perdiendo cosas, quizás las propias zapatillas o incluso la mujer.

Al menos, componer me distraía. Porque tampoco tenía ganas de matar a nadie. Ni siquiera a la maestra. Temía ser enviado al despacho del director.

Sí, me di cuenta de que ya comenzaba a resentirme del paso de los años. Tenía miedo a las consecuencias de un acto tan razonable y justificado como era el de degollar a un adulto.

Y encima no podía ni escaparme. Mi padre y Noelia vigilaban incluso mejor que mi abuela. Entre el colegio y mi casa, la piel ya me olía a cerrado.

Lo que hacían los Alcázar en el armario

Así pasé los últimos tres meses de mi primer curso en el colegio, encerrado en casa y apenas saliendo de vez en cuando a tomar un helado con mi padre y Noelia. Incluso dejé la ópera a medio componer.

Marcos me llamó la atención.

—Te noto apático, últimamente.

—¿Y cómo quieres que esté? Me tienen encerrado y si quiero que me dejen hacer mis cosas, tendré que estudiar, pero es que si estudio destrozaré tanto mi cerebro que ya no podré hacer mis cosas.

Mi amigo intentó consolarme. Aseguró que estudiar no era tan malo.

—El cerebro se endurece por una cuestión natural —explicó—, es ley de vida y estudiar ni ayuda ni evita que pase tal cosa.

—Entonces, ¿por qué nos obligan a pasar por todo esto, si no es necesario?

Marcos no supo qué responder.

De todas formas, su conformismo era comprensible. Estudiando y aprobando exámenes se acercaba aún más a la niña pelirroja, se hacía accesible, comprensible. Se había rendido y ya estaba prácticamente preparado para eyacular.

En cambio, yo no podía esforzarme ni por Mireia ni por nadie. No encontraba fuerzas, estaba siempre cansado, con sueño, me pesaban los miembros y aprovechaba cualquier excusa para dejar los libros sobre la mesa e irme a ver la televisión o a tocar un violín que me conseguí que me comprara Noelia a pesar de la oposición de mi padre.

Finalmente, una tarde de junio en la que ya apretaba el calor, conseguí burlar la vigilancia de mis padres y largarme al centro comercial, a hacerles una visita a los Alcázar. Igual ellos podían ayudarme a superar mi falta de energía, suponiendo que esta falta de vigor fuera temporal y ambiental, y no relacionada con los achaques propios de la edad.

Encontré a Ramón mirando corbatas.

—¿Alguna que te guste? —le dije, a modo de saludo.

—Creo que me voy a quedar ésta —me contestó, enseñándome una roja—. Pero luego. ¿Cómo va todo? Cuánto tiempo.

—Fatal, Ramón, fatal.

—Espera. Vamos con mi señora, que está en la cafetería, y nos cuentas.

Sentados frente a una taza de té, les expliqué mi situación de apatía, de desgana, de no saber cómo salir de aquella rueda en la que estaba atrapado.

—La vida tiene eso —explicó Ramón, ante el asentimiento de su mujer—, empiezas a estudiar y no sales del colegio excepto para trabajar, y entonces no paras de trabajar excepto para entrar en el hospital, y entonces no sales del hospital excepto para que te entierren, y entonces te dejan enterrado hasta que los nietos dejan de pagar por el nicho y te meten en una fosa común.

—Hay que aprovechar la juventud —remachó Montserrat.

—Y follar —apuntó él.

—¡Ramón! —le regañó ella.

La verdad sale incluso de la boca de ancianos decrépitos y casi moribundos. Destellos de lucidez en aquellas carcasas opacas. Menos lo de follar, claro.

Y es que yo había disfrutado de una juventud más que digna: el descubrimiento de mis facultades, asesinatos, música, viajes. Ahora la sociedad me encerraba en sus instituciones y formalismos. Pero a pesar de todo me negaba a admitir que mi vida había acabado. Seguía siendo joven. Aún me quedaban años de niñez y salud. ¿Pero los tendría que pasar encajado en un pupitre o encerrado en mi habitación, rodeado de sumas, restas y cuadernos de caligrafía?

Sorbí otro trago de té.

—Huy, qué tarde —dijo Montserrat, y los dos se levantaron de la mesa, se despidieron, hala, hala, que los viejos nos acostamos pronto, ya nos veremos, y salieron de la cafetería.

Se repetía el festival de la última vez. Les seguí de nuevo y esta vez estuve atento no sólo al matrimonio, sino también a los empleados. Así, conseguí esconderme debajo de una cama, desde la que veía sin dificultad el armario en el que se habían escondido los Alcázar.

Las luces se apagaron y yo estuve a punto de quedarme dormido.

Pero al cabo de quizás una hora, los Alcázar salieron del mueble. Oí un tropezón, un ssshh y un por aquí, y luego vi cómo se encendía una linterna. Y entonces salí de debajo de la cama y fui hasta ellos.

—Pero bueno, ¿qué haces aquí? –Dijo Montserrat al verme.

—Pues sentía curiosidad. ¿Por qué no os habéis ido a casa? ¿Por qué os habéis escondido dentro del armario?

—Nos hemos escondido dentro del armario porque en esta planta no hay vigilantes —contestó Montserrat.

—Hasta las once o así. Luego nos podemos ir a cenar a la cafetería y a ver la tele en la sección de electrónica.

—Pero sólo un ratito porque a mí me entra sueño.

—Y además hay que escoger la ropa para el día siguiente…

—Quitarle las alarmas…

—Ir a la caja de las oficinas y coger vales o dinero…

—Ver si hay entradas para el cine y para la ópera, que no vamos a estar todo el día encerrados en… en…

—En casa… Ah, y poner el despertador que tenemos aquí escondido detrás de esa papelera.

—Dormir hasta las cuatro, que limpian esta planta a esa hora.

—Y nos tenemos que ir a descansar a unos sofás que hay más abajo.

—Aunque a mí a esa hora y con el ajetreo ya me cuesta dormir y normalmente me pongo a leer.

—Con cuidado, porque a veces se pasea el vigilante por los ordenadores, que están justo al lado de los libros.

—Sí, claro. Y, bueno, a las ocho y media nos vamos a los lavabos de la segunda.

—Y nos aseamos y esperamos a que abran.

—Sí, por eso nos hemos escondido dentro del armario.

—Exacto, por eso mismo.

—Esto es… Esto es fantástico… —dije—. Para vivir aquí tenéis que ser millonarios.

—¿Millo… ?

—Claro, las familias normales viven en un piso que ocupa la cuarta o quinta parte de una planta y cuya hipoteca tardan treinta años en pagar, mientras que vuestra casa es un edificio entero. Sí, bueno, está la pega de que durante el día pasa mucha gente, pero por la noche estáis prácticamente solos…

—Bueno, claro, visto así –dijo Ramón.

—Se lo tendremos que decir a Neus, que somos ricos.

—¿Neus? —Pregunté.

—Nuestra hija. No ve con buenos ojos que vivamos aquí.

—¡Absurdo!

—Dice que no nos hace falta, que nos buscaría un asilo limpio y cómodo.

—Pero no queremos ir a un asilo. No somos tan mayores, podemos valernos por nosotros mismos.

Aquello era sin duda discutible. Es decir, sí que eran tan mayores. Y más. Pero realmente era una muestra de su valentía y entereza el hecho de que se enfrentaran a su hija —más joven y por tanto y al menos en teoría más fuerte y ágil— y no quisieran verse encerrados en un asilo, es decir, una especie de cárcel, de manicomio, de escuela para ancianos. Sí, yo quería meter a todos los adultos en asilos, pero no por eso su resistencia era menos admirable. Sin duda, les expliqué mientras cenábamos, ellos dos eran un modelo a seguir. No se doblegaban a las presiones de la sociedad. Les obligaban a irse a un asilo, al considerar que no podían administrar una casa tan grande —siete plantas y otras tres de párking—, pero ellos resistían a pesar de todo y de todos.

—Sí que resistimos, sí. Los asistentes sociales no nos encuentran –dijo Ramón.

—Claro —añadí—, como aquí hay tanta gente.

—Ni siquiera saben que estamos aquí. No creen a Neus.

—Nada de poner vuestro nombre como propietarios. Muy inteligentes.

—Ramón, mañana llamo a Neus y le digo que no se preocupe, que somos millonarios.

—Sí, Montse, sí. Somos millonarios. Por eso nos echaron del piso.

—Igual así nos dejaría ver a Rebeca. Hace tanto que no veo a mi nieta. Ay, mi nietecita…

Y se puso a llorar. A llorar como una niña por una niña. Cosa que probaba su sensibilidad y buen sentido.

Salí de allí ya a media noche, decidido a plantar cara a mi padre, a Noelia y a la maestra. Como hacían los Alcázar con su hija. Nada más llegar a casa, me dirigí a su dormitorio, encendí la luz y… Y, bueno, mi padre me interrumpió:

—¿Qué coño haces? Vuelve a la cama.

—No estaba en la cama. Pero pienso quedarme allí mañana por la mañana. No iré al colegio.

—Hmmm —era Noelia—, ¿qué pasa? ¿Quién ha encendido la luz?

—Nada, el niño, que está como una puta cabra. Chaval, vete a la cama y déjanos dormir, que mañana tengo inventario y el cabrón de tu abuelo quiere que entre una hora antes. Inventario… Por si he robado algo, dice…

Ante la incomprensión e indiferencia de mi padre y de mi niñera, sólo pude apagar la luz y tumbarme en la cama, sin ni siquiera quitarme los zapatos.

Eran demasiado incluso para mí.

Mi padre y Noelia, no los zapatos.

Al fin llega el último día de clase

Tuve que posponer unos meses mis planes de dejar del colegio. Quise quedarme durmiendo, como había planeado, y hacer caso omiso de las protestas de Noelia, pero ella me informó de que aquél sería mi último día de clase hasta septiembre y, ante la buena noticia, cedí. Por un día, tampoco me iba a pasar nada. O sí. Porque si no hubiera ido, no me hubieran dado más notas. Volví a suspenderlo todo.

En todo caso, me sorprendió que aquel fuera el último día.

—Pues no lo entiendo —dijo Marcos—, llevas todo el año quejándote. Lo menos era mirar cuándo acababa tu suplicio.

—Pero es que no acaba: sólo es una pausa. Plantaré cara, pero tengo que admitir que la derrota es más que posible. Además, mi padre me mantendrá encerrado todo el verano.

—¿Lo has vuelto a suspender todo?

—Sí, ¿tú no?

—Sólo tres.

—¿Tres? ¿Pero cómo lo has hecho?

—Hombre, sólo había que sumar y escribir correctamente…

—¿Pero cómo has reunido fuerzas para rebajarte de tal modo? Te estás traicionando a ti mismo.

—Di lo que quieras, pero sólo tengo que aprobar tres en septiembre. Pasaré un verano más o menos relajado. Necesitas concentrarte un poco más. Si te esfuerzas un mínimo durante los meses de clase, luego puedes hacer lo que quieras.

—Imposible. Cada vez que cojo un cuaderno de caligrafía y comienzo a repetir los ejercicios una y otra vez noto como si un martillo y un escoplo machacaran mi cerebro una y otra vez, una y otra vez. Es una tortura, prefiero contar las manchas de las baldosas.

—Pero si sólo necesitarías diez minutos.

—Y si es tan fácil, ¿cómo es que has suspendido tres?

—Bueno, yo también tengo mis límites. Lo de conocimiento del medio…

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