La decadencia del ingenio

BOOK: La decadencia del ingenio
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Al borde de la adolescencia, un niño rememora sus decepciones y sus primeros éxitos: los asesinatos, el intento acabar con todos los adultos, el estreno de su sinfonía, las conversaciones con sus mentores, y las dudas acerca de qué hacer con tan poco tiempo como se nos ha dado, esos trece primeros años de vida.

Jaime Rubio

La decadencia del ingenio

ePUB v1.0

Bercebus
21.09.12

Título original:
La decadencia del ingenio

Jaime Rubio, 2009.

Editor original: Bercebus (v1.0)

ePub base v2.0

A Celeste

Cero

Acerca de mi nacimiento

Durante los ocho primeros meses, todo había transcurrido con normalidad. Incluso me había dado la vuelta, como si sintiera curiosidad por saber qué había ahí fuera.

Sin embargo, al final decidí que no quería nacer. No tenía miedo a dejar la protección y el cariño que encontraba en el vientre de mi madre: simplemente me daba pereza dejar de vivir como había estado viviendo hasta entonces. Era una idea que se me había metido entre proyecto de ceja y proyecto de ceja y no había forma de disuadirme. Así pues, me puse otra vez del derecho y me acomodé en la placenta.

Mis padres se preocuparon ante un cambio tan brusco y los médicos no supieron tranquilizarles, a pesar de sus explicaciones sobre lo bien que iban las cesáreas para casos extremos como el mío. A mí, que no era ni siquiera un bebé ­­­—para serlo hace falta haber nacido—, tanta impaciencia me molestaba. Y eso de la cesárea no me gustaba en absoluto. Incluso estaba dispuesto a correr y a esconderme en caso de que vinieran a buscarme.

Y es que todo estaba bien como estaba; como se suele decir, si algo funciona, no intentes arreglarlo. Ya habría tiempo para salir, si es que alguna vez sentía ganas de hacerlo. De hecho, imaginaba que tarde o temprano me apetecería nacer. Suponía que el mundo debía de tener muchas ventajas, si todos acababan haciéndolo. Muchos incluso nacían muertos, como cumpliendo así una última voluntad. De todas formas, era consciente de los inconvenientes. Quedándome donde estaba, no podía cortarme con el cuchillo del pan, ni tendría que viajar en metro o leer el periódico.

Al verme tan tranquilo, los médicos decidieron esperar. Al fin y al cabo, yo estaba bien, ellos estaban aún mejor y mi madre estaba regular. Algo hinchada, solamente. Decidieron que en caso necesario siempre estarían a tiempo de operar.

Esta decisión no les gustó nada a mis padres, que no veían normal el hecho de que yo no naciera. Fueron de clínica en clínica, pasando de médico a médico y de segunda opinión a segunda opinión, pero nadie se atrevía a hacer nada. Lo que a mí me parecía perfecto. Estaba cómodo y a salvo.

Por desgracia, mi madre comenzaba a resentirse. Al parecer, su vientre no podía seguir ensanchándose eternamente. Su más bien debilucho cuerpo tenía un límite y faltaba muy poco para llegar a él.

He de admitir al respecto que en mi juventud era algo egoísta y poco previsor. Porque yo seguía creciendo. Si volviera a ser engendrado intentaría poner algo más de atención a mi tamaño: no es sólo por estética por lo que se prefiere la delgadez. Es para caber mejor en el útero.

El caso es que cuando cumplí los dieciocho meses, mi madre ya no podía ni caminar. Lo único que hicieron los médicos fue dejarla tirada en la cama de un hospital y observarla.

Alguno rezó por ella.

Sin embargo, hice caso omiso de ruegos y plegarias, y llegué a crecer tanto que en la piel del abdomen de mi madre, que ya no podía seguir estirándose, se iban formando pequeñas heridas, tiras rojas de dos o tres centímetros de largo. Me daba cuenta de lo mucho que sufría, pero mi decisión era irrevocable. Yo no podía o no sabía hacer nada por moderar mi crecimiento, así que tendría que ser ella quien se adaptara a la nueva situación. Era su problema, no el mío.

Pero cada día que pasaba las heridas eran mayores y más numerosas. La situación había llegado a ser tan extrema que un médico joven y por tanto irreflexivo había propuesto la posibilidad de intervenir. El resto de médicos dijo que de acuerdo, que lo pensaría, y alguno llegó de hecho a pensarlo un ratito, mientras tomaba un cortado en la cafetería del hospital.

Al final se vio que la decisión de los doctores de no actuar era acertada. No hizo falta. Acabé naciendo, aunque no del modo convencional: una enorme grieta partió en dos el vientre de mi madre, que pudo ver cómo apoyaba mis piececitos y mis manitas en su cuarteado abdomen, para salir del útero por la enorme brecha de la roja y brillante herida.

Poco después murió, claro.

Tanto esfuerzo para nada. Me eché a llorar.

De cero a uno

Acerca de mis primeros días de vida. Consideraciones acerca de la infancia. El abrazo de Noelia

Una vez hube nacido, decidí tomarme unos días de descanso para adaptarme al mundo. Lo que más me molestó fue la luz. No esperaba un mundo tan claro y con tantos colores. La luz era y es tan excesiva que se comprende que sólo esté presente la mitad del día y nos conceda un descanso durante la noche. Admito los beneficios que reporta: facilita la lectura, estimula el crecimiento de las plantas y ayuda a no morir atropellado. Pero a mí me resultaba tan molesta que bien pronto tuve que pedirle a mi padre que me comprara unas gafas de sol.

A medida que pasaban los días y tras el estudio aún superficial de mi padre y de la gente que veía por la calle y en televisión, observé que el hombre va decayendo a lo largo de toda su vida. De un cuerpo pequeño y flexible, además de una mente despierta y rápida, se va pasando a un cuerpo y a un cerebro grandes, poco manejables, rígidos.

En seguida me di cuenta de que tenía que aprovechar mis primeros años de vida, los mejores, para averiguar qué quería hacer y además hacerlo sin perder una sola hora, antes de entrar en decadencia y no poder hacer ya nada aparte de respirar, comer, dormir y trabajar.

De hecho, escribo esto durante los que son sin duda los últimos meses de mi vida, porque lo que me espera ya no es vida. Hace poco cumplí doce años. Me he conservado bien y los únicos síntomas de decrepitud que noto son el vello algo más oscuro por encima del labio superior y una pelusilla ligeramente más espesa en las axilas. De momento no hay acné, ni necesidad de afeitarme, ni ha cambiado mi voz, ni tampoco ha surgido el signo definitivo de lo que supone el fin como persona plenamente desarrollada: el semen. Por lo que he visto, adolescentes y adultos no pierden del todo la capacidad de leer, así que gracias a estos papeles espero al menos poder recordar con cariño y satisfacción los que sin duda han sido los años más felices de mi vida, además de dejar un ejemplo de lo que creo ha de ser una buena vida, a pesar de mis limitaciones, escasas pero existentes.

De todas formas, cuando era un recién nacido estaba desorientado. Aún no sabía qué se suponía debía hacer un niño y si mis posibilidades eran tan ilimitadas como a mí me parecía.

Decidí hablar con mi padre, ya que, al fin y al cabo, tenía la impresión de que él también había sido bebé alguna vez.

—Padre, —le pregunté, obviamente aún tratándole de usted ya que apenas nos conocíamos—, ¿qué recuerda usted de su infancia?

—No hables con el biberón en la boca, que te estás poniendo el babero perdido.

—Para eso está. Pero conteste a la pregunta, por favor.

—Pues no recuerdo gran cosa. Que me divertía mucho. Que no paraba de jugar.

Y entonces me soltó un discurso absurdo sobre bicicletas, juguetes de madera, ositos de peluche y cochecitos a los que había que dar cuerda.

Fue cuando me sobrevino mi primera duda: parecía que no todos los bebés y niños aprovechaban su potencial. También podía ser que yo fuera hijo de un tarado.

Pronto tuve la oportunidad de contrastar esta respuesta de mi padre recurriendo a otra persona adulta que además estaba más cerca temporalmente de su infancia, por lo que cabría suponer que su memoria sería más rica y se conservaría considerablemente mejor.

Me refiero a mi canguro. Tras la muerte de mi madre, mi padre contrató a una joven para hacerse cargo de mí mientras trabajaba.

La mañana en la que decidí preguntarle por su infancia, Noelia me tenía cogido en sus brazos y me arrullaba. Siempre que hacía eso me entraban unas ganas terribles de entrar todo entero en su útero y quedarme allí durmiendo.

—Ay, mi pequeñín, qué cosas tiene… —contestó—. Pues qué iba a hacer de niña. Dormir y jugar, como tú. Y luego fui al colegio a aprender. Como harás tú.

Aquella frase del colegio me dio lo que creí entonces la clave del problema, justo antes de quedarme dormido y soñar que volvía a flotar en líquido amniótico. Durante los siguientes días anoté lo que se decía en la televisión y en los diarios acerca de esos sitios y llegué a una conclusión: en los colegios los niños aprendían a olvidar. Ni mi padre ni Noelia eran retrasados: simplemente habían ido a la escuela y esto les había lisiado mentalmente.

Lo que no sabía era por qué los adultos obligaban a los niños a olvidar. ¿Era por miedo a perder el dominio que creían tener sobre el mundo? ¿Era por tanto un sistema de autodefensa casi instintivo?

En todo caso, decidí que yo no quería perder lo que tenía en mis primeros años de vida, así que opté en seguida por renunciar a la educación escolar.

­Bueno, ya veremos —me dijo mi padre cuando le expuse mis opiniones al respecto —, aún falta mucho para eso.

No tardé en entrar en contacto con otros niños, gracias a mis paseos por el parque. Deseaba entablar relaciones con mis iguales, para compartir mis miedos y aprender a encaminar mis deseos de provecho y grandeza.

En mis paseos con mi padre o con la canguro, me sorprendió ver que casi todos los bebés iban dormidos o apenas emitían una serie de gritos y quejidos. El primer bebé con el que pude entablar una conversación fue una niña pelirroja que conocí en un banco de arena, donde jugaba con un cubo y una pala. Me quité las gafas por educación antes de comenzar a charlar con ella.

—¿Cómo te llamas? —Le pregunté.

Respondió con un gemido.

—¿No crees que es una suerte ser bebés? Quiero decir, con toda nuestra inteligencia, nuestra visión del mundo inmaculada y al mismo tiempo certera.

Se me quedó mirando con cara de sorpresa. Yo me la quedé mirando con la misma cara. Ella se puso a reír.

A reír.

Me indigné tanto que no tuve más remedio que alzarme, con la intención de volverme a mi silla y pedirle —¡exigirle!— a Noelia que me llevara a casa.

Y me caí. La indignación me había hecho olvidar por completo que aún no podía caminar. Caí de morros en la arena. Con la boca abierta. Nunca había probado el sabor de la arena. No estaba mal del todo. Seca, salada.

Pero me puse a llorar en cuanto noté el dolor en la rodilla y en la nariz.

—Ay, que se ha caído el pequeñín.

Noelia me cogió en brazos y me arrulló mientras decía algo así como ya pasó, ya pasó.

Y me fui calmando mientras a mi mente acudían recuerdos de cuando estaba en el útero de mi madre, calentito, cómodo, flotando.

Cuando me desperté ya estaba en casa, Noelia se había marchado y mi padre había regresado del trabajo.

Estaba desconcertado. Hasta entonces no sabía si decaería al ir haciéndome mayor y si mi caída se iba a deber a una ley de vida o al efecto de la educación, pero lo que ni siquiera sospechaba era que existieran bebés que ya nacieran tan incapacitados como un adulto. Mi raza —una raza temporal e insertada dentro de otra raza inferior — ¿estaba acaso siendo sometida por culpa de las drogas que inoculaban a mis hermanos mediante biberones y chupetes? ¿Podría ser que fueran las madres las encargadas de anestesiar a los bebés y que la tragedia de mi nacimiento hubiera impedido que se inutilizara mi poderosa mente? ¿O acaso era yo una excepción y mi raza, una raza de un sólo espécimen?

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