Read La decadencia del ingenio Online
Authors: Jaime Rubio
Cuando una hora más tarde se fue hacia las duchas con su toalla y su bote de champú, le seguí. Había bastante gente en aquel vestuario, y muchos de ellos estaban en las duchas, pero sabía cómo tenía que comportarme. Con discreción. Con disimulo.
Una vez llegó a donde el suelo ya estaba mojado, le di un fuerte empujón, con lo que perdió el equilibrio. Cayó bocarriba y entonces salté varias veces sobre su cara, hasta que el charco de sangre y los sordos crecs de su cuello y cráneo me confirmaron que estaba muerto.
—¡Cielos! –Gritó un tipo que acababa de ducharse— ¡Este hombre ha resbalado!
—¿No se habrá roto el cuello? –Añadió otro.
—¡No le toquéis, avisad a un médico!
—¿Dónde he dejado mi móvil?
—¡En su caída casi mata a ese pobre niño!
—¡Dios, qué asco, cuánta sangre!
—Estas duchas son una puta mierda, ya sabía yo que acabaría pasando algo así… Mierda, que me caigo.
—Cuidado, hombre, cuidado.
Me fui a casa sonriendo, con la satisfacción del trabajo bien hecho. En la puerta del gimnasio me encontré a Bienvenido. Le saludé.
—¿Me has estado siguiendo?
—Sí. Llevo días observando cómo sigues tú a esa pediatra. Vas a por ella, ¿verdad? Sólo estás esperando que su marido la deje sola para…
—¿Su marido?
—Sí, el de la barba.
—Acaba de caerse en las duchas del gimnasio. Parece que se ha roto la cabeza.
Bienvenido se puso blanco. Como el yeso.
—Maldito hijo de puta… ¡Te habrán visto!
—Claro, pero qué tontería creer lo que uno ve cuando se dispone, por ejemplo, de la lógica. Como bien sabes, la lógica induce a pensar que los niños no empujan a los señores para que caigan y que, una vez estos están en el suelo, no saltan sobre sus caras con la intención de romperles la cabeza.
Y el pobre corrió al gimnasio, a comprobar qué había pasado.
Un error, decía.
Menudo inútil.
La treta urdida por Bienvenido
Reconozco que me pilló por sorpresa eso de ver entrar a dos policías en casa. Uniformados y todo. Acompañados de un tercero, sin uniforme y con un maletín muy gordo. Le enseñaron unos papeles a mi padre y le dijeron algo así como “queda usted arrestado por el asesinato de Mateu Fernández”. Muy peliculero. Mi padre protestó, dijo que ni siquiera conocía a ese hombre, que se trataba de un error, y los policías le dijeron que eso ya se vería en comisaría, porque de ir a comisaría no se iba a librar. Eso sí, le dejaron que se vistiera y que llamara a Noelia para que viniera a quedarse conmigo.
Mientras la canguro venía, mi padre se sentó en el sofá, tratando de superar la sorpresa inicial, balbuceando quejas. Las protestas eran más que razonables, teniendo en cuenta que el policía del maletín estaba poniendo la casa patas arriba.
Curioso: buscaba algo sin decir antes de qué se trataba. Igual le hubiéramos podido echar una mano si hubiera preguntado.
Cuando llegó Noelia, se llevaron a mi padre, esposado y todo, mientras el del maletín se quedaba regirando la casa. Noelia se abalanzó sobre mi padre en el recibidor, llorando y gritando pero qué ha pasado, nada, ya verás, es un error, ay mi pobrecito, nada, tú cuida del niño, ¿y ya tienes abogado? No, pero no lo necesito, no me agobies, tú tranquilízate y cuida del crío hasta que vuelva. Y Noelia me abrazó y me besuqueó y me arrulló hasta que me quedé, otra vez, dormido en sus brazos.
Me despertó el ruido de la puerta. Oí unas voces en el recibidor. Noelia. Y Bienvenido. Pasaron al comedor y se sentaron en el sofá sin ni siquiera saludarme. Hablaban de mi padre. Bienvenido le decía que no se preocupara. Que todo saldría bien. Que si no había hecho nada, no tenía nada por lo que preocuparse. Noelia acabó dormida en los brazos de Bienvenido.
—¿Qué tal? –Me susurró.
—Aquí, sentado en el sillón y viendo la tele.
—¿Qué te ha parecido lo de tu padre? Ha sido idea mía.
—No le veo el sentido.
—¿No sabes quién es Mateu Fernández?
—¿El señor al que ha matado mi padre? No sé, mi padre no me cuenta todas sus cosas. Ni yo a él. Nuestra relación es cordial, pero nos guardamos cosas. Él mata a gente, yo mato a gente. Ya le preguntaré, por eso. Reconozco que siento cierta curiosidad. Igual lo nuestro se lleva en los genes.
—Tu padre no ha matado a Mateu Fernández. Le mataste tú. Es, bueno, era el marido de tu pediatra.
—¿Y si no le ha matado, cómo es que le han arrestado?
—Porque sé algunas de las cosas que tu padre no te ha contado y que a mí me permitían sugerir su arresto. Sugerir porque, como soy amigo de la familia, me he quedado “al margen” –incluso hizo el gesto de las comillas con los dedos índice y corazón de las dos manos.
—Pero ¿qué sentido tiene?
—Igual sirve para que dejes de matar.
—¿Cómo?
—O dejas de matar o conseguiré que no le suelten. Puedo hacerlo te lo aseguro.
—Lo dudo, pero ¿qué tiene que ver mi padre con mis muertos?
Entonces me explicó no sé qué historias de sueldos, manutenciones y familia. La historia parecía enrevesada y requería una posterior confirmación, pero cuadraba. Venía a decir que sin padre y a cargo de una canguro a la que en cualquier momento podían expulsar del país, me iba a resultar complicado no acabar encerrado en un hospicio. Yo iba a sugerir que, dado el caso de que nadie me adoptara, siempre podía matar a unas cuantas monjas, que son como maestras y pediatras, pero en ese momento se despertó Noelia y, nada más recordar dónde estaba, se puso a llorar.
—No sé qué hacer –dijo, entre sollozos—. Todo es tan complicado. ¿Por qué no puedo tener una vida normal?
—No te preocupes. Esperemos. Habrá sido todo una confusión. Aprende del niño. Mira qué tranquilo está.
Pero al parecer la policía y el juez consideraron que no se trataba sólo de una confusión. Durante las primeras semanas no pude enterarme muy bien de lo ocurrido: sólo que mi padre estaba en prisión preventiva, que Noelia se quedó conmigo para cuidarme aunque la mujer cada vez lloraba más y decía que la vida era horrible. Bienvenido nos visitaba, contrariado por el hecho de que su supuesta trampa, por muy impactante que a él le pareciera, en realidad no hacía mella en mi moral, como comprobó cuando le comenté, aprovechando que Noelia había bajado al supermercado, que no me importaría asesinar a las monjas del hospicio. O a unos padres adoptivos.
Se quedó callado unos segundos
—¿Y no te importaría perder a tu padre de vista durante años?
—No. Preferiría mantener el status quo, pero no lo considero imprescindible. No soy un tipo sentimental y sé que nadie dejará a un crío de dos años tirado en la calle.
—Pero reconoce que ahora no estás haciendo lo que te gustaría.
—¿Te refieres a degollar adultos? Cierto, estoy en un impasse. Tengo curiosidad por saber cómo acabará esto. ¿Llegarás a meter a mi padre en la cárcel?
Se volvió a quedar callado. Y me reí.
—Se te ha escapado de las manos, ¿no? No sabes cómo pararlo, ¿verdad?
Me miró con odio.
La carga de la prueba
Reconozco que una vez más me sorprendí. Dos veces en apenas un mes. Algo notorio, dado mi carácter sanguíneo y poco dado a las efusiones de cualquier tipo. Fue al enterarme de la consistencia de las pruebas que tenían contra mi padre.
Finalmente, el juez le dejó salir tras pagar una fianza y después de pasar veinte días encerrado. Ya en casa pasó casi una semana callado, triste y nervioso, sin explicarme si la cárcel era realmente un centro reeducador y rehabilitador.
Y es que aquella experiencia me había hecho pensar en el uso futuro de las cárceles. Porque aunque yo y los míos eliminásemos la suficiente fuerza bruta adulta como para poder alcanzar –o quizá y esto habría que estudiarlo,
recobrar—
el control de la sociedad, sería necesario contar con establecimientos penitenciarios como medida de supervisión y represión de los adultos. De todos ellos.
No cedió a mis ruegos, pero sí a los de Noelia, que quería saber por qué le acusaban a él de aquel delito.
—Dicen –comenzó mi padre—que yo estaba liado con la pediatra.
—No puede ser –dijo la canguro.
—Y que maté a su marido por celos.
—No… Pero ¿hay testigos?
—¿Cómo los va a haber?
—Porque tú y la pediatra…
—No, no, por favor… Pero ahora no quiero hablar de eso.
—Llevas días casi sin hablar.
—Es que he estado casi tres semanas en la cárcel. Y no he hecho más que pensar en esto. Y hablar sobre esto con mi abogada. Quiero intentar relajarme antes del juicio.
—De acuerdo, de acuerdo. Bienvenido dice que no te tienes por qué preocupar, que no hay pruebas y que lo único malo es que no tienes coartada.
—Ya lo sé, ya… ¿Y tú por qué hablas tanto con ese Salvador?
—Sólo es un amigo. Y te quiere ayudar –mi padre la miró escéptico—. De verdad. Si además siempre estamos con el niño, ¿cómo vamos a… ?
—Yo no he dicho nada.
—Pero lo has insinuado.
—El que se excusa, se acusa.
—Perdón, padre, es excusatio non petita, acusatio manifesta.
—Ay, mira, que el niño dice papa. Paaaa, paaaaaaa.
—Noeeeee, lia. Noeeeee, lia.
Sí, lo sé, de vergüenza ajena.
En todo caso, me sorprendió la trama urdida por Bienvenido. Sencilla, creíble. Igual incluso apoyada por hechos al parecer reales. Mi padre y la pediatra. Qué asco. Desde luego, merecía ir a la cárcel. En todo caso, me vi obligado a sonreír con cierto orgullo. Gracias a mí, el policía este estaba espabilando. Todo ese montaje sólo por retener mi actividad unas semanas. Como mucho. Porque en realidad todo eso apenas suponía una breve y pasajera distracción.
Es más, tenía que demostrarle que no me iba a impedir seguir con lo mío. Pensé que quizá fuera buena idea escoger a alguien al azar y degollarle. Sólo para dejarle claro que sus artimañanas, aunque no dejaban de ser más o menos ingeniosas, no eran nada efectivas.
Acerca de la vigilancia establecida y sobre lo que descubrí acerca de lo vigilado
Finalmente decidí asesinar a alguien que tuviera algún tipo de relación con la doctora, y no al primero que pasara por la calle como había pensado en un primer momento. Se trataba de dejarle claro a Bienvenido que sus frustraciones simplemente me aburrían. También decidí que tenía que ponerme manos a la obra en seguida, y aprovechar así la tregua que nos había concedido el juez hasta que comenzara el juicio. Esperaba además poder asistir a la vista y aprender algo sobre el sistema judicial adulto que quizá pudiera resultarnos de utilidad en el futuro.
Si no me cargaba a la doctora era sólo porque, que yo supiera, sus tetas no habían visto reducido su tamaño, por lo que seguiría resultándome imposible aplicar mi justicia directamente sobre ella. Aunque al menos la señora tardaría aún más en volver a aplicar sus estudiadas torturas a los niños, estando de baja temporal como estaba. Igual incluso aprovechaba aquella pausa para reflexionar y se daba cuenta de que cuanto hacía era incorrecto, injusto y cruel.
Pero no, eso sería demasiado pedir.
Decidí volver a vigilarla durante una temporada. No salía de casa, así que era una tarea fácil. Durante los días que les seguí a ella y al barbudo muerto, me enteré de dónde vivía, así que no tuve más que apostarme con mi triciclo en la acera de enfrente y esperar.
Ahora que lo pienso, no he hablado aún de mi triciclo.
Me lo regalaron por mi segundo cumpleaños. En realidad, unos días más tarde. Imagino que mi padre y Noelia estarían disgustados por el fracaso del Chikipark y decidieron emplear un método más tradicional para favorecer mi crecimiento. Así, mi padre me trajo un triciclo rojo, que yo recibí con fría indiferencia.
Conocía aquellos artilugios, los había visto en el parque y sabía para qué servían. Para fortalecer los músculos de las piernas y ayudar así a la continuación del proceso de agarrotamiento del cuerpo infantil.
Lo curioso es que a la mayoría de nosotros nos tenían tan dopados que a los adultos ni siquiera les hacía falta esconder sus propósitos. En las cajas de los juguetes que traía mi padre se podía leer claramente cosas como “juega mientras se hace mayor”, “aprenderá a conocer el mundo que le rodea”, y eso por no hablar de las referencias al crecimiento que se podían oír en casi todos los anuncios de televisión de productos infantiles, especialmente los referidos a la alimentación.
El caso es que, a pesar de la desconfianza inicial, empecé a usar aquel artilugio de dos pedales y tres ruedas. Era francamente cómodo, ya que me permitía desplazarme a una buena velocidad sin abusar de mis cortas piernas. Lo probé en el parque y en cuanto decidí hacer guardia frente a la casa de la pediatra supe que aquel medio de transporte me sería muy útil. Más lento que un taxi, pero también más discreto.
De todas formas, la cosa no se presentaba fácil, con o sin triciclo. No conocía a nadie de quienes entraban por la puerta. Una señora mayor con el pelo azul podía ser una vecina, la madre de la pediatra o quizá la madre de una vecina. O incluso una agradable asesina de pediatras, vete a saber.
Total, que a las dos horas estaba aburrido y mareado. Empezaba a pensar que aquello de la vigilancia parecía una mala idea y quizá no diera resultado. ¿Me tendría que conformar con asesinar a un vecino al azar y confiar en que tuviera una relación más o menos estrecha con la doctora?
Mientras bostezaba por séptima vez vi una cara que me resultó familiar. Junto a la cara venía un cuerpo, el dedo del cual apretaba un botón del interfono. Reconocí la cara, el cuerpo y el dedo. Y nunca mejor dicho lo de familiar: era mi padre.
Por suerte, no me había visto, absorto como estaba con su dedo y su botón, así que pude pedalear hasta colocarme detrás de un contenedor.
—Eva, soy yo –dijo mi padre, cuando contestó la pediatra—. No, escucha… No… Tenemos que hablar… ¡Yo no… ! ¡Por favor! Déjame subir… Pues baja tú.
Las escenas que siguieron me resultaron al principio un tanto confusas. La pediatra bajó. Le dijo que su abogado (el de mi padre) seguramente no vería con buenos ojos que ellos se vieran. Mi padre insistió en que necesitaba que hablaran.
—No puedo… Estoy asustada.
—¿Pero no creerás que yo… ?
—No, claro que no.
Y se puso a llorar y mi padre la abrazó.
Al parecer, mi padre y la pediatra sí que mantenían algún tipo de relación sexo-sentimental, por lo que acusar a mi padre de matar al marido de ella no había sido complicado para Bienvenido.