La decadencia del ingenio (6 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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—Pues espera sentado —le contesté—. Un error, dice…

Sus palabras no me preocuparon; de hecho, más bien me halagaron. Después del político y de Lucas, al fin encontraba a alguien que tenía algo de respeto por un ser superior. Aunque sí que me molestó ese aire de suficiencia, como si realmente esperara que yo cometiera una equivocación lo suficientemente burda como para que él —¡él!— fuera capaz de darse cuenta. Y me irritó que estuviera en mi contra. Si tanto me conocía a mí y a los que son como yo, debería al menos saber que nuestras decisiones son siempre o casi siempre acertadas. También me hizo enfadar eso de que nadie le creería. ¿Es que había alguien más capacitado que un niño de teta para llevar a cabo mi labor? Labor en la que, por lo que dejaba adivinar ese policía, no me encontraba solo, ni mucho menos, cosa que resultaba reconfortante aunque aún no supiera quién me acompañaba.

Y entonces salió Noelia del lavabo y el policía se despidió y ella se fue a mirar ropa, que para eso quería venir a l’Illa, para irse de compras y amargarme la vida.

—¿Sabes? —me dijo—. Creo que le gusto al inspector. No sé si te has fijado, pero de lo de ayer casi ni hemos hablado. Buscaba una excusa.

Hay gente que no se da cuenta de nada. Y la mayoría son adultos.

Acerca de cómo eliminé al pediatra, facilitada mi tarea por el ingenio y el azar

Unos días más tarde aún estaba planeando tranquilamente cómo asesinar a mi pediatra, cuando mi padre y Noelia me ayudaron en esta difícil tarea, obviamente sin proponérselo.

La verdad era que hasta entonces no había dado con un plan que me convenciera. Había pensado en descolgarme por la ventana de mi cuarto durante la noche para ir hasta la consulta sin ser visto, pero, claro, imaginaba que el médico dormiría en su casa, cuya dirección desconocía. Además, aún no confiaba en mis por suerte aún débiles brazos. También pensé en enviarle un sobre con algún veneno en polvo, pero podía darse el caso de que sobreviviera o de que lo abriera su enfermera, contra cuyas tetas no tenía nada.

Al final fue más fácil.

Estaba tumbado en el sofá, a punto de quedarme dormido mientras veía la tele, cuando Noelia, que cada vez pasaba más tiempo en casa —y no cuidando de mí, precisamente— empezó a decir que ahora no, el niño, pero cuidado, mientras mi padre le decía que sí, venga, si está dormido. Y al final, después de un fingido toma y daca que no duró más de treinta segundos, ambos se metieron en el dormitorio de mi padre.

Quizá fuera joven e inexperto, pero sabía lo que estaban haciendo: sexo. Aún no sabía en qué consistía exactamente, pero las películas y libros me habían dado a entender que se tarda una hora en acabar, que se hace desnudo y que en determinadas circunstancias da lugar a más bebés. Tenía tiempo más que suficiente para largarme, matar al pediatra y regresar sin que se dieran cuenta de que me había ido.

Me puse mis zapatos, cogí las gafas, un destornillador y la chaqueta, y salí a la calle, donde me subí a un taxi. Le indiqué la dirección de mi pediatra al conductor, que no dejó de mirarme por el retrovisor durante los primeros minutos del trayecto, hasta que se decidió a preguntarme por mis padres.

—Mi padre está en casa y mi madre murió –le expliqué—. Tengo una canguro. ¿Y por qué le interesa mi situación familiar?

—Vaya, siento lo de tu madre… No, lo decía por el tema dinero.

—¿Dinero?

—Sí, ¿quién va a pagarme?

—Eso no es asunto mío. Soy un niño.

El taxista maldijo su suerte en arameo y no dejó de refunfuñar durante el resto del viaje. Una vez se hubo largado, quemando goma por el cabreo, opté por actuar con sencillez, que es la mejor forma de hacer las cosas y pasar desapercibido. Subí a la puerta de la consulta, llamé al timbre y me escondí en el rellano de la escalera. La enfermera abrió la puerta.

—¡Fuego! ¡Fuego! —Grité desde mi escondrijo—. ¡Desalojen el edificio!

Y el pánico hizo el resto: de la consulta salieron a toda prisa la enfermera, dos madres con sus niños, un matrimonio con su hija y, en último lugar, mi pediatra, intentando calmar a sus pacientes y avisándoles de que era peligroso coger el ascensor en esas circunstancias. Comenzaron a bajar a toda prisa por las escaleras y sólo tuve que extender la pierna para que el rezagado médico tropezara y cayera.

Saqué el destornillador del bolsillo y se lo clavé al doctor en la nuca antes de que pudiera ni tan siquiera pensar en reincorporarse.

Salir de allí sin que nadie se diera cuenta, entre tanto padre y tanto niño. Cogí otro taxi, cuyo conductor mostró un comportamiento idéntico al del taxista anterior, y llegué a casa diez minutos antes de que mi padre y Noelia salieran de la habitación, relajados, con cara incluso de aburrimiento.

Había sido un golpe magistral, apoyado por la suerte, pero no por ello menos meritorio. Al fin y al cabo, el desprecio que los adultos muestran por el azar no es más que fruto —otra vez— de su ignorancia. Todo es cuestión de suerte. Buena o mala. Aunque no se sepa. Alfredo se puso enfermo un día y no pudo ir al colegio. Y ese día justo por donde solía pasar y a la hora a la que solía pasar cayó un piano que le hubiera aplastado, dejándole, en el mejor de los casos, en silla de ruedas. María perdió el autobús y de haberse dado algo más de prisa no hubiera sido atropellada por otro autobús mientras miraba cómo el suyo se perdía en la distancia. Y si Luis lo hubiera apostado todo al 27 y no al 26, hubiera ganado esa apuesta y hubiera decidido irse a casa de una vez. Así no hubiera entrado en una absurda espiral de juego, drogas y alcohol. Aunque su suerte volvió a torcerse para bien cuando decidió gastarse sus últimos cinco euros en algo de beber y no en algo de jugar. En la barra conoció a Matías, quien le pagó una importante suma de dinero por practicar el sexo con él y le introdujo en el negocio de la compra-venta de armas. Luis vive actualmente en una bonita casa en Panamá y planea retirarse en un par de años.

Por supuesto, sólo son ejemplos, dos de ellos imaginarios. Pero muestran claramente la atrevida ignorancia de algunos acerca de los procesos por los que se rige el azar, es decir, los procesos por los que se rigen nuestras vidas.

Por ejemplo, era fácil deducir que el inspector Bienvenido no tardaría en aparecer por el parque. Y no quería perderme su cara. Claro que esto era fácil de prever y en realidad hubiera sido verdadera mala suerte no habérmelo encontrado, teniendo en cuenta que me buscaba.

Me pilló paseando por el césped, dos días después de mi visita al pediatra.

—Qué casualidad que muriera precisamente tu médico –dijo Bienvenido a modo de saludo, imagino que emulando a algún que otro detective de televisión.

—Ah, hola inspector. Hace un día agradable, ¿verdad?

—Nadie te vio. Aunque la enfermera dice que quien dio la alarma de fuego tenía una voz curiosa.

—¿Curiosa? ¿Cómo es una voz curiosa?

—Pues como la de un niño que aún no debería saber hablar. Un niño cuyo nombre figura en la lista de pacientes.

—¿La enfermera usó esas palabras?

Un nuevo saludo nos interrumpió. Era Noelia, que había visto al inspector. Antes de que llegara a nuestra altura, el policía me susurró un “te estaré vigilando” que creo que se suponía que tenía que impresionarme.

—¿Cómo usted por aquí? —Preguntó Noelia.

—Dando un paseo. Tengo la mañana libre y vivo cerca.

Y se pusieron a hablar, y el inspector no dejaba de mirarme y Noelia no dejaba de mirar al inspector.

Acerca de la nueva pediatra y sobre el poder que ejercían sobre mí sus pechos

Lo que sucedió después me hizo aprender mucho acerca de mí mismo y de mis debilidades. Ya he mencionado que unos pechos femeninos de volumen y blandura importantes me calmaban sobremanera. Lo que no sabía es que me convertían prácticamente en un inútil.

El caso es que mi padre se enteró de que el pediatra había sido asesinado. El asunto salió por la tele, con todo lujo de detalles y especulaciones. En cierto programa que se emitía por las tardes se llegó a la conclusión de que el asesino era o bien un moro, o bien un negro. Un extranjero en todo caso, probablemente drogadicto y, con seguridad, pobre.

Mi padre se empeñó en buscar un pediatra nuevo. Para mí no suponía un problema. Más bien me facilitaba las cosas. Otro tipo al que matar. De hecho, estaba pensando en especializarme en el gremio.

—Lucía me ha recomendado una —le dijo Noelia a mi padre.

—No sé quién coño es Lucía, pero probemos.

Y llamaron y me llevaron. Perdieron bastante tiempo hablando con la pobre señora acerca de la terrible —el adjetivo fue cosa de ellos— pérdida que había supuesto la muerte de mi anterior médico, a quien calificaban de agradable y muy querido por los niños. Es curioso cómo una perspectiva diferente de los hechos da lugar a opiniones tan poco acertadas. “Tenía muy buena mano”, insistía mi padre, “incluso con él, que es muy especial con los desconocidos”. Y con los conocidos, padre, y con los conocidos. En todo caso, no se trataba de que me cayera bien o mal. Sino de que me asustaba con sus agujas.

Mientras ellos blablableaban, me dediqué a estudiar a la pediatra como lo haría un cazador con su presa. Era una mujer voluminosa y terriblemente vieja: no tendría menos de treinta y cinco años. Como iba con un jersey ancho y la bata por encima, no presté atención más que al blanco y rebanable cuello, y al volumen global de su cuerpo. Pero cuando me cogió en brazos para llevarme a la camilla y examinarme, me apretó contra su blando y enorme seno y no pude menos que gemir y bostezar de placer. Para cuando me hubo dejado en la camilla, ya me había llenado toda la barbilla de saliva.

Sus tetas eran aún mayores que las de Noelia.

Intenté acabar con ella varias veces. Durante una visita le quise clavar una inyección con sólo aire, cosa que le hubiera provocado una muerte rápida y fácilmente justificable —un terrible accidente absolutamente normal, teniendo en cuenta la cantidad de agujas que corren sueltas por las consultas de los pediatras—, pero me tenía en brazos y no pude menos que amorrarme y, en consecuencia, amodorrarme. En otra ocasión esperé a que saliera de la consulta con la idea de clavarle un cuchillo de cocina en el cuello, pero la maldita no llevaba sujetador y el hipnótico bamboleo de aquellas dos masas de carne provocó que se me cayera literalmente el cuchillo de las manos y resbalaran lágrimas de emoción por mi cara.

Después de otros cuatro intentos, desistí. Había llegado a la conclusión de que contra ella no había nada que hacer y sólo confiaba en poder continuar mi labor con otras víctimas o, mejor dicho, otros culpables.

Encima, el inspector Bienvenido me seguía de cerca, con la excusa de pasar a saludar a Noelia en el parque, y no dejaba de lanzarme miraditas insidiosas que a mí me resultaban francamente divertidas. Y mis carcajadas a él le resultaban más que molestas. Supongo que le recordaban que, tuviera o no razón, si le comunicara sus sospechas a alguien que no fuera yo, le tomarían por loco y le recomendarían tomarse unas semanas de vacaciones, venga, Salvador, es que últimamente no paras y ya sabes cómo es este trabajo.

—Mira cómo te mira —le decía la siempre avispada Noelia—, le gustas.

—Este niño… —comenzaba Salvador.

—¿Qué?

—¿No lo ves un poco raro?

—Ay, qué cosas tienes, pues si es como todos: cagón y cabezón.

—¿Y las gafas de sol?

—Si le molesta la luz al pobrecito, ¿qué le vamos a hacer?

En una ocasión y estando los tres en una cafetería, aproveché que Noelia había ido al baño para interpelarle:

—Ya está bien de mirarme así. Ya me he enterado de que me estás vigilando, gracias, me siento adulado, pero deja de imitar a, no sé, ¿qué serie de policías echan ahora por la tele?

—Te conozco. Y conozco a los que son como tú.

—Ah, ¿sí? Igual crees conocerme, eso no lo niego. Pero estoy bastante por encima de ti. Por encima y lejos. Bien lejos.

Entonces vimos a Noelia salir del baño.

—Este viernes –susurró antes de que llegara mi canguro—, a las doce. En el parque. Ve a los árboles que están detrás del columpio. Te estaré esperando.

Luego llegó Noelia, el policía pagó y nos fuimos a casa.

Por cierto, la situación en casa se estaba volviendo bastante extraña. Noelia pasaba allí bastantes noches y mi padre ya le había pedido varias veces que se casaran.

—Pero mujer —le decía—, así solucionaremos fácilmente lo de los papeles.

—No. Así no. Lo que tú tienes que hacer es arreglarme lo del permiso de trabajo, para yo poder sacarme la residencia. ¿Acaso no trabajo para ti? Luego nos casamos. Hay que hacer las cosas bien, como es debido.

No entendía lo del permiso. En todo caso y teniendo en cuenta que el trabajo no es más que una de las más horribles obligaciones de la mayoría, lo normal sería arreglar lo del permiso para no trabajar.

—El permiso, el permiso… Si nos casáramos…

—Que no.

El viernes siguiente no falté a la cita. Allí estaba el inspector. Sentado sobre el césped y apoyado en un platanero viejo y gordo, a resguardo de miradas y, en especial, de noelias. Sentía curiosidad por lo que pudiera decirme aunque no confiaba en que me sorprendiera. De hecho, estaba seguro de cómo comenzaría su discurso. Diría: “Sabía que vendrías. Lo que tengo que decirte te interesará”.

Me quité las gafas de sol, al ser innecesarias en la sombra, y esperé a que abriera la bocaza.

—Sabía que vendrías —dijo—. Lo que tengo que decirte te interesará.

—Blablablá. Date prisa, que no tengo todo el tiempo del mundo.

—No. Hasta los doce o trece años. Puede que menos.

Reconozco que ahí me pilló. O sea, que sí sabía realmente algo acerca de mi naturaleza.

—¿Y eso de dónde lo sacas?

—Ya te dije que te conozco más de lo que crees.

—¿Es que acaso… ?

No pude acabar la pregunta. La sola idea de que yo pudiera terminar como él me repugnaba. Por suerte, no hizo falta que siguiera hablando, él ya entendió lo que quería decir.

—No, no fui como tú. Yo fui un niño sano y normal. No un asesino enfermo.

—Yo no soy ningún asesino enfermo. Al contrario. Un médico. Un cirujano. Un jardinero que poda sus árboles. Un asesino sano, si me apuras.

—Ya, claro.

—En todo caso, ¿qué es lo que sabes acerca de mí?

Hizo una pausa con el único objetivo de hacerse el interesante. Incluso dejó la vista fija en el vacío. Me estaba exasperando. Reconozco que entre mis muchas virtudes no estaba ni está la paciencia, claro que difícilmente la paciencia puede ser una virtud, al no tratarse más que de cierta predisposición a perder el tiempo sin quejarse.

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