La decadencia del ingenio (2 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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Viví unos días de miedos, de pesadillas, de llantos y de pánico ante la sola presencia de una papilla que yo temía llena hasta los topes de cualquier clase de anestésico mental, o de una tele que imaginaba un arma de control de las ondas mentales.

Finalmente me armé de valor y le pregunté a mi padre por qué yo me había salvado del estado en el que se encontraba el resto de bebés o, al menos el resto de bebés que yo conocía; es decir, la niña pelirroja.

—Tanto preguntar, tanto preguntar… Pues los niños son niños. Y juegan. Y aprenden.

—¿Aprender yo? Como si lo necesitara. ¿Por quién me toma, padre mío?

—Pues por un bebé. De verdad, que no haces más que hablar y hablar. Yo no sé qué pasará el día que aprendas a hablar. Te ahogarás por no respirar.

Yo soy yo y por fin me veo

Mi padre me dejó tumbado sobre su cama después de cambiarme y bañarme. Mientras él gimoteaba y soltaba imbecilidades como abububuá el nene quiere jugar me temo que referidas a mí, me fijé en que al otro lado de la habitación había un niño. Un bebé. Alguien como yo. Ante la posibilidad de contar con un hermano que compartiera necesidades y capacidades, sonreí y le saludé, dándole las buenas tardes. Él sonrió conmigo y movió la boca al mismo tiempo que yo, pero no oí su voz. Alcé un brazo y él hizo lo mismo. Le volví a saludar y el volvió a abrir la boca, pero sin emitir sonido alguno.

­—Ay, que al nene le gusta el espejo.

¿Espejo? Claro, había oído hablar de ellos, recordaba haber leído alguna cosa al respecto en internet y reconozco que siendo tan observador debería haberme dado cuenta antes de que había repartidas por mi casa superficies que reflejaban mi aspecto físico. Pero lo cierto era que hasta entonces ninguna de ellas me había llamado la atención.

Aproveché para contemplarme mientras mi padre recogía el talco y la toalla. Sonreí. Sin duda los bebés salíamos ganando frente a los adultos. Una cara redonda, piel lisa, apenas cuatro cabellos muy suaves y muy rubios. Una sonrisa rosa, sin esos duros y sin duda molestos dientes de por medio. Intenté alzarme para contemplar toda mi figura. Obviamente fui incapaz, pero, por lo que pude ver, mi cuerpo era pequeño, con predominio de las curvas, flexible y seguro. Lástima que, como ya intuía, poco a poco iría creciendo hasta acabar en una masa grande, tosca y dura, llena de huesos, de pelos y de bultos.

A saber si sería capaz de sobrellevar esa terrible metamorfosis que me esperaba. Intuí que no eran pocos los adolescentes que se suicidaban al contemplar en un espejo como el que tenía enfrente de mí los dolorosos cambios que atormentaban sus cuerpos.

Acerca de cómo conocí a Lucas

Seguía disfrutando de mis paseos por el parque, a pesar de la decepción y de las dudas causadas por la niña pelirroja. La veía de vez en cuando, pero no me atrevía a acercarme e incluso no dudaba en llorar si alguna vez a Noelia se le ocurría sentarme en la arena, a su lado. Mi niñera llegó por tanto a la conclusión de que detestaba la arena, cuando lo que me molestaba era la niña y, contenta por lo que creía mi innato sentido de la higiene, se dedicaba a pasearme de banco en banco, sentándome en su regazo de vez en cuando o dejando que desde mi carrito contemplara cuanto era digno de ser contemplado —es decir, poco— y me dedicara a reflexionar acerca de mi condición, que no sabía si era común como había creído hasta hacía unos días, o excepcional, como el encuentro con la niña pelirroja me había hecho sospechar.

Una de mis más aterradoras dudas era si una vez adulto me iba a convertir en alguien tan incapaz como los mayores que conocía o si iba a conservar intactas mis capacidades. La niña pelirroja me daba motivos para pensar que los adultos que yo conocía habían sido como ella en su infancia, por lo que yo igual sería diferente a lo largo de toda mi vida, es decir, perfecto a pesar de los cambios físicos que parecían ineludibles. Pero esto no me convencía. ¿Y si la niña pelirroja mejorara sus capacidades con la edad y yo las empeorara? ¿Y si yo fuese un caso único y no pudiera llegar a saber nada con certeza? Hasta que los cambios ocurrieran, si es que ocurrían, no sabría si mi intelecto y mi ductilidad decaerían al mismo tiempo que mi cuerpo se convertía en una enorme y torpe masa cinco o seis veces más grande de lo que era entonces.

Conocí a Lucas durante una de esas mañanas en el parque, mientras pensaba en el incierto futuro.

Noelia leía una revista sentada en su banco y yo jugueteaba en mi carrito con unas llaves de plástico, haciéndolas sonar y llevándomelas a la boca. El cloc-cloc del plástico entrechocándose y su sabor casi metálico me ayudaban a concentrarme y a reflexionar acerca de lo que era y lo que me esperaba.

Estaba tan a gusto que incluso me había quitado las gafas de sol. Aquella mañana no me molestaba ni la luz.

Enfrente nuestro, al otro lado del camino de tierra y medio tumbado en una pose casi imposible, había un viejo. Hasta entonces no me había fijado en él, porque el hombre estaba durmiendo en su banco. Pero se despertó. Y al moverse llamó mi atención.

Lo primero que hizo fue espantar una mosca. Primero con la mano izquierda. Luego con la derecha. Y luego varias veces con las dos, lanzando algún que otro gruñido. Una vez se hubo deshecho de la mosca que sospecho no existía, se puso a mirar a todos lados, mostrando una mente ágil y despierta. Recuerdo su mirada cristalina cuando se posó en mí. Sonrió y dijo ah un niño y carcajeó con relativa moderación y sin armar los escándalos a los que luego sabría que era tan aficionado.

Me fijé en su ropa. Unos pantalones de pana, a pesar de que ya comenzaba a hacer calor. Una chaqueta de tres botones, aunque faltaba uno. Una camisa que en algún momento fue blanca. Cómo destacaba su atuendo entre las telas grises, lisas y perfumadas que lucía el resto de adultos. No pude menos que sonreír. Ese hombre me había gustado.

Y él lo notó. Se levantó y se acercó a mí, tambaleándose. Me sonrió y entonces noté ese olor acre, al que tanto me costó acostumbrarme, pero que ahora identifico con el auténtico olor de quien ha dado toda su vida por su intelecto, sacrificando el viejo y poco mañoso cuerpo de los adultos. Y se agachó y sonrió a un palmo de mi cara con los pocos dientes que le quedaban. Pocos dientes, otro signo de inteligencia, de ingenio, de estar más cerca del bebé que del hombre.

—Ah buruburuburu —dijo— taptaptap —y rió—. Yo tenía un niño, yo tenía un niño, ahora es camionero o astronauta o… O… Oh…

Entonces oí un “ay” que rozaba la histeria. Me giré y vi que Noelia se había asustado de aquel hombre. Y entonces se levantó y empujó el carrito bien lejos de allí, pero yo quería estar con ese tipo, cuyo nombre aún no conocía y a quien oía decir que el gobierno había matado a su hijo y me puse a llorar, no era justo, yo no quería irme, Noelia, le dije, haz el favor de llevarme de vuelta con la única persona interesante que he conocido en mi vida; encima, añadiendo humillación a la ofensa, Noelia me decía que me calmara, ya está, ya nos vamos, ese señor no te hará nada malo, tranquilo, que estás con Noelia que te quiere mucho, puta, eres una puta, eso pensaba yo, pero se me pasó rápido, porque yo estoy por encima de esas cosas y comprendo que Noelia, como adulta que era, no podía menos que comportarse como una estúpida, y además de camino a casa paró y me cogió en brazos para calmarme, apretándome contra su pecho o, mejor dicho, sus pechos, los dos, y eso, al menos en parte, compensaba.

Y luego me dormí.

Mis primeras conversaciones y los fantásticos discursos de Lucas

Desperté ya en casa, tras un plácido y profundo sueño de al menos dos horas. En cuanto mi mente volvió a su acelerado e intenso ritmo habitual, recordé la mala pasada que me había jugado Noelia.

—Noelia, ¿dónde estás?

—Ahora voy pequeñín, Noelia te está preparando la papillita.

—No tardes, que quiero comentarte una cosa.

—Sí, ya voy, no llores, que en seguida te traigo tu ñam ñam.

Me sentó en mi silla con mesita, me ató con cuidado el babero y comenzó a darme la papilla, caliente y sabrosa.

—Te quería comentar que la próxima vez que vayamos al parque, quiero hablar con ese hombre al que he conocido esta mañana…

—Ay, estate quieto, mira cómo te estás poniendo.

—… y que guardes por tanto el debido respeto a mis deseos y necesidades…

—… Babababá, venga abre la boquita, aaaaaasíiiiii, traga, ñam, está rico, ¿eh?

—… sobre todo teniendo en cuenta que están bastante por encima de tus absurdos miedos.

—Síii, muy bien, ñam.

Así, al día siguiente, cuando volvimos al parque, Noelia ya estaba sobre aviso. De todas formas y para asegurarme de que a la muchacha no le iba a dar uno de sus ataques de pánico, esperé a que comenzara a charlar con la madre de otro niño, que, dicho sea de paso, no mostraba mejores aptitudes que la pelirroja. Entonces y como yo aún no podía caminar y además estaba bien atado al carrito, busqué a Lucas con la mirada, para saludarle y que se fijara en mí. No tardé en encontrarle: estaba en el mismo banco del otro día, medio recostado y bebiendo de un cartón. Pasaron un par de señoras mayores, una teñida de amarillo y la otra, de rojo. Lucas las saludó amablemente, con su voz áspera y natural.

—Bruaaaa… Top top ñiajajajajá…

Las señoras dieron un salto, como Noelia el día anterior y se fueron musitando, hay que ver todo el día ahí tumbado en el banco y bebiendo sin trabajar está mal de la cabeza mujer pues porque quiere porque si hubiera trabajado de joven ahora también tendría trabajo.

Ahí nació en mí una triste esperanza. Pensaba que igual Lucas y yo éramos almas gemelas y que mi vida sería como la suya. Él de niño había sido como yo, una inteligencia incomprendida, sin apoyo ninguno y obviada por los demás, como si no existiera; yo de mayor sería como él, una inteligencia marginada tras años de menosprecio, de incomprensión y de temor ante lo diferente y superior.

Le sonreí mostrándole mis encías y extendí mi brazo hacia él. Se rió ñiejejejé y se levantó. Tomó un buen trago del cartón y lo dejó sobre el banco. Se subió los pantalones hasta por encima del ombligo, tal y como Noelia me los colocaba a mí. Tambaleándose, se me acercó, quedándose a apenas medio metro. Aquel día su olor era más dulzón que el día anterior.

—Buenos días —dijo, arrastrando las palabras—, me llamo Lucas… ¿Y usted? Jejejejé…

Reía y los ojos le brillaban. Me emocionó el respeto que me mostraba. Me quité las gafas de sol, alcé la barbilla y me dispuse a hablar con él.

—Yo —le dije— soy tu hermano.

Lucas volvió a tambalearse. Abrió mucho los ojos y luego los cerró. Los volvió a abrir mucho. Los cerró, pero no del todo. Los abrió, pero no tanto. Y así dos o tres veces hasta que consiguió dejarlos con un grado de apertura razonable.

—Jejejajajá habla el niño habla. Hermano, los hermanos son hermanos yo tengo hermanos un hermano y una hermana. El hermano murió porque se mató fue fue fue muy triste yo sólo tenía veinte años y el treinta y pocos se ve que tenía mal el corazón. Mal mal. Se lo dijo el médico usted tiene que cuidarse pero mi hermano llevaba una mala vida y no como yo no como yo trabajaba mucho no paraba de trabajar a veces quince horas y más. Mi hermana no sé dónde está. También es mayor igual se ha muerto jajaja mueeeerto se ha muerrr. To.

Dio media vuelta y volvió a su banco. No debí haber sacado a colación un tema tan triste y tan personal. Quise disculparme, pero ya no me prestaba atención. Lucas ­—al menos sabía su nombre— volvió a recostarse en su banco y siguió tomando elegantes y largos tragos de su cartón.

Las señoras de pelo pintado se lo quedaron mirando y me miraban también a mí. No estaban muy lejos y oía por tanto palabras sueltas y cómo criticaban al pobre Lucas, se ha acercado al niño y la chica esa que no debe ser su madre ni caso cómo va a ser su madre si el niño es blanco qué hará con gafas de sol tan pequeño se va a quedar ciego y la chica es sudamericana ecuatoriana o peruana debe de ser bajita y fea no es fea mujer mira qué ojos tiene pues no será ecuatoriana porque todas las ecuatorianas son feísimas míralo cómo bebe del cartón y ahora se ríe solo Jesús nos ha visto cómo le mirábamos y la chica sin darse cuenta ahí de cháchara venga pues tienes razón no es fea no es fea pero es una india de esas no sé para qué vienen aquí que ya por la calle solo ves extranjeros y muchos de ellos negros bueno al menos ella habla español o algo parecido porque eso ni es español ni es nada.

Y me quedé dormido con el runrún de aquellas palabras, pensando en qué diría Noelia si yo le pidiera beber de un cartón como de los que bebía Lucas y no de un vaso de plástico.

El pediatra

Por entonces ya había ido en más de una ocasión al pediatra. Un tipo que no me gustaba en absoluto. La enfermera sí, claro, pero porque siempre tuve debilidad por las señoras que ofrecían un volumen mamario importante: por algún motivo que no he alcanzado a comprender del todo, estas mujeres me inspiraban (y aún me inspiran) una agradable sensación de calidez. Me sentía más que cómodo cerca o encima de una señora así. De ahí la buena mano que mi padre decía que Noelia tenía conmigo. No era buena mano, era buen pecho. No tenía más que abrazarme y yo ya me quedaba dormido tranquilamente, por mucho que hasta entonces hubiera estado llorando después de, por ejemplo, observar tras la lectura de un artículo sobre física cuántica que el mundo en el que viviré está lleno de adultos que no tienen ni idea acerca de cómo es este mundo y, en consecuencia, temer que no podría enmendar todo el estropicio que veía cada día: apenas tendría tiempo de poner orden en alguna parcela muy concreta.

El caso es que este pediatra tenía la costumbre de medirme y pesarme, entre otros humillantes tratamientos. El hombre anotaba cuidadosamente mis medidas y, sonriendo, acostumbraba a decirle a mi padre que yo sería un niño sano y grandote, y que estaba creciendo a un ritmo normal.

Para retrasar ese ritmo que a mí se me antojaba atroz y entrar así más tarde en el temido y probable periodo de decadencia, decidí comer menos. No mucho menos, la verdad, porque el cuerpo humano está tan mal hecho que si me negaba a ingerir lo suficiente, notaba al poco rato un malestar y una debilidad más que desagradables.

De todas formas, este ascetismo previsor no dejó de preocupar a mi padre, por mucho que le explicara que lo hacía simplemente para mantenerme en forma durante más tiempo y que controlaba al detalle la energía que necesitaba. Incluso contaba las calorías, no tomando nunca menos del mínimo necesario para mantenerme vivo o incluso despierto.

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