—Me temo que lo mío no es la música. Tengo una oreja enfrente de la otra.
Daniel siempre había sentido lástima de aquellas personas que renuncian al placer de escuchar música tras haberse convencido de que no tienen sensibilidad para este arte. La experiencia le había demostrado que muchos individuos, persuadidos de tener mal oído, no solamente eran capaces, con un poco de preparación, de disfrutar de un buen concierto, sino incluso de tocar a un nivel aceptable algún instrumento musical.
—La
Inacabada
se interpreta con mucha frecuencia, a pesar de que, como su propio nombre indica, está inconclusa. Solo tenemos el allegro y el andante.
—Ese Schumann murió muy joven, ¿no?
—Schubert. Schumann es un poco posterior. Sí, pero no es el mismo caso de Beethoven. A este, casi con toda seguridad, fue la muerte lo que le impidió acabar la Décima. Schubert en cambio dejó la Octava a la mitad y se puso a componer la Novena, que sí terminó.
—Voy a pedir otra manzanilla —dijo la juez—. ¿Quieres tú otra Coca-Cola?
—No, muchas gracias —respondió Daniel—. Voy a apuntarme también a la manzanilla. Tanta bebida carbonatada no puede ser buena.
Aunque tras su digresión sobre Schubert él había perdido por completo el hilo del discurso, la juez recondujo la conversación por los derroteros que más luz podían aportar a la investigación.
—Si seguimos tu corazonada, ¿qué más razones podría tener Thomas para no revelar que la partitura de anoche era íntegramente de Beethoven?
—La vanidad, por supuesto —respondió Daniel.
—Pero me has dicho antes que las melodías que sonaron en el concierto sí son de Beethoven. ¿No es eso lo más importante de una sinfonía, las melodías?
—En el caso de Beethoven, no. Lo genial de Beethoven es que a partir de bloques de música muy pequeños, como esas piezas de los juegos de Lego, es capaz de levantar armazones musicales impresionantes. Piensa en la Quinta Sinfonía, por ejemplo: el primer movimiento es la catedral sonora más famosa de la historia, ¡y está construida a partir de un motivo de cuatro notas! Thomas tenía los motivos, pero esos motivos, si no está detrás el genio de Beethoven para desarrollarlos, no son nada. Si me apuras, son hasta banales, cualquiera podría inventarlos. Y luego hay un tercer móvil, claro. Tal vez Thomas no dijo que tenía el manuscrito porque no
podía
decirlo.
—¿Porque fuera robado?
—Claro. Si yo descubro que en tu casa hay un tesoro e intento llevármelo, tú dirás, con razón: «Perdona, pero el tesoro es mío».
—Imaginemos que existe el tesoro, ese manuscrito íntegro de la Décima, al que Thomas ha tenido acceso en todo o en parte. ¿Cuál sería su valor en el mercado?
—Ningún perito podría contestar con rotundidad. Pero seguro que muchos millones de euros.
—¿Más de diez?
—Es muy posible que sí. Una canción de los Beatles, «All you need is love…».
—La conozco. La única que sé tararear, porque empieza con
La Marsellesa
.
—Esa misma. El año pasado, un fan de los Beatles se adjudicó el manuscrito de John Lennon por un millón de dólares. Y no deja de ser una simple cancioncilla pop, que todos conocemos ya. La Décima, si existe, sería un manuscrito inédito de Beethoven, probablemente el hallazgo artístico más importante de los últimos siglos. Además de que su aparición pondría fin a la «maldición de la Novena» —concluyó Daniel, con un tono de voz que logró que la juez tuviera la impresión de que no le estaba hablando él, sino el siniestro posadero de un remoto albergue de Transilvania.
—¿Qué maldición es esa?
La magistrada intentaba aparentar indiferencia, pero Daniel notó cierta inquietud en su tono de voz. Igual no se trataba de congoja sino de simple y legítima curiosidad, aunque era evidente que la palabra «maldición», que a Daniel le parecía ridícula, había causado un rotundo impacto en su interlocutora. Le dio vergüenza que la juez pudiera pensar que él creía en paparruchas y se arrepintió de haber sacado el tema, por lo que decidió despacharlo con una evasiva.
—Son majaderías. Leyendas urbanas. El valor artístico de la Décima…
—Después me hablarás de eso. Antes cuéntame, ¿qué es la maldición de la Novena?
—Es una superstición que existe entre los músicos, a partir de Beethoven, de que todos los compositores de sinfonías mueren después de completar su Novena Sinfonía. Mahler, por ejemplo, que evidentemente creía en la maldición, intentó burlarla. Por eso, tras acabar la Octava no se puso a componer la Novena, sino que escribió
La canción de la Tierra
. En realidad era una sinfonía para tenor, contralto y orquesta, pero como no la llamó «Novena Sinfonía», el músico pensó que se había librado de la maldición. No fue así, ya que
falleció
antes de poder terminar su décima sinfonía, igual que Beethoven.
—¿Hay
más
casos?
—Muchos más: Bruckner, Schnittke, Vaughan Williams, Egon Wellesz. Y un compositor ruso, Alexander Glazunov, tras completar el primer movimiento de su Novena Sinfonía, no volvió a ocuparse de ella, con lo que evitó la maldición y consiguió vivir veintiséis años más.
—¿Tú crees en ella?
—No, y muchos días lamento ser tan escéptico. El mundo sería mucho más fascinante si existieran fenómenos paranormales.
La juez le hizo entonces una confidencia que él preferiría no haber escuchado.
—A mí me pasa al revés: no quiero ser supersticiosa, pero no tengo más remedio que serlo. He visto demasiados horrores en mi profesión como para no creer en fuerzas sobrenaturales y malignas que interfieren regularmente en nuestras vidas. Digamos que le he dado la vuelta a una famosa frase de Joseph Conrad que dice algo así como: «La creencia en un origen sobrenatural del mal no es necesaria: los hombres se bastan y sobran para cometer ellos solitos hasta el acto más perverso». Además, nací un día 13, me casé en 13, mi hija nació el día 13, tuve el accidente de coche un día 13. El 13 me persigue, para bien o para mal.
—Eso es hasta que la próxima cosa gorda que te ocurra caiga en 14.
—A mi edad, ya pocas cosas gordas me pueden pasar, sea en 13 o en 14, como tú dices. Salvo irme para el otro barrio, claro.
—O coger al asesino de Thomas, ¿no?
—No creo que le agarremos. Mi experiencia me demuestra que los homicidios o se resuelven enseguida, o nunca. Y no tenemos ni la más mínima pista de quién puede haber sido.
—Pero sí podemos estar seguros de una cosa: si la Décima existe ha de tener un valor artístico extraordinario. Un compositor de primera fila como fue Arnold Schoenberg dijo en cierta ocasión: «Parece como si la Novena fuera el límite. El que quiere ir más allá está condenado a morir. Parece como si algo fuera a sernos transmitido en la Décima que no deberíamos conocer, porque no estamos preparados todavía para ello».
—Eso que dices suena terrorífico. Un umbral vedado, como la puerta prohibida del castillo de Barbazul.
—A mí también me asusta. Schoenberg lo expresa de tal manera que uno casi agradece que el Señor se llevara consigo a Beethoven antes de que pudiéramos escuchar íntegramente su Décima. Su audición, parece querer decirnos el músico, podría dejarnos tan estremecidos y aterrados como se quedó Dorian Gray, el personaje de Oscar Wilde, tras contemplar su horripilante y grotesco retrato final. Quizá la Décima Sinfonía estuviera destinada a mostrarnos facetas tan salvajes y monstruosas del alma humana que Dios, que siempre nos ha considerado menores de edad, está empeñado en ahorrarnos esos conocimientos.
—¿Eres creyente? —preguntó la juez, que se había abrasado los labios con la manzanilla que le acababan de traer.
—Me pasa como con lo de las supersticiones. Soy agnóstico a mi pesar.
—Pero acabas de decir que Dios nos trata como a menores de edad. ¿Eso no es reconocer que existe?
—Lo que he querido decir es que según las escrituras, Dios trata a Adán y Eva como si fueran menores de edad. Les dice que no prueben la fruta del árbol del Bien y del Mal, pero no les dice por qué, con lo que excita su curiosidad.
—Les dice que si prueban la fruta del árbol, van a morir.
—Pero es mentira, porque prueban el fruto del árbol y no mueren. La primera gran mentira de la historia es la que les cuenta Dios a Adán y Eva acerca del Bien y del Mal.
—Hay que ver lo retorcido que eres, ¿no? —dijo la juez, que en el fondo parecía entretenida con la de vueltas que le había dado Daniel a un relato tan simple.
—Pues es este pasaje de la Biblia lo que me ha llevado al agnosticismo, Señoría.
—Oye, que no te estoy juzgando.
—No puedo creer en un dios que nos trata como a niños pequeños. No quiero creer en un Ente que siega la vida de Beethoven porque está a punto de revelar a sus semejantes, a través de su música, conocimientos sobre el alma humana que él cree que no vamos a poder soportar. ¡Déjeme Usted que yo decida lo que puedo o no puedo soportar, Señor Mío!
—¿Te das cuenta —dijo la juez cada vez más divertida con las disquisiciones teológicas de Daniel— de que estás hablando con Dios al mismo tiempo que lo estás negando?
—Por eso soy un simple profesor de historia de la música y no un compositor de éxito —dijo Daniel, autoflagelándose—. Porque soy un idiota.
—No creo que haya nadie en el mundo que pueda pensar que eres un idiota. A excepción de un idiota.
—En ese caso soy un idiota por pensar que soy un idiota.
Una gitana que se había colado en la cafetería se acercó a venderles lotería y como Daniel y la juez se negaban a comprarle, estuvo insistiendo machaconamente hasta que el camarero advirtió su presencia y la invitó a salir, agarrándola firmemente del brazo.
La gitana se zafó bruscamente de la zarpa del camarero, y encarándose con él, pero también con Daniel y con la magistrada, soltó una de las maldiciones más escalofriantes que ninguno de ellos hubiera escuchado jamás:
—Mal fin tengan vuestros cuerpos,
premita
Dios que os veáis en las manos del verdugo y
arrastraos
como culebras, que os muráis de hambre, que los perros se os coman, que los malos cuervos os saquen
losoho
y Nuestro Señor Jesucristo os mande una sarna perruna por
musho
tiempo y que los diablos se os lleven en cuerpo y alma al infierno.
Daniel optó por tomárselo con filosofía y respondió:
—Si se va a poner usted así, señora, deme un décimo.
Pero la gitana había dado ya media vuelta a toda prisa y no llegó a escuchar las palabras de Daniel.
—Con mujeres como esta, ¿a quién le hace falta la maldición de la Novena? —dijo la juez, intentando quitarle hierro al incidente.
Pero Daniel se percató de que a doña Susana no le había hecho ni pizca de gracia el juramento. La juez miró el reloj y se dio cuenta de que se había entretenido más de lo previsto.
—Tengo una vista dentro de una hora escasa. Dime, ¿cuál crees tú que sería el valor artístico de la Décima?
—Si me tengo que guiar por lo que escuché la otra noche, y solo fue un movimiento, creo que la Décima sería aún más vanguardista y revolucionaria que su predecesora. Se podría convertir en la más radical de las obras del más formidable compositor de la historia. Como una especie de premonición titánica de la atonalidad, una llamada salvaje y desesperada a romper todas la convenciones artísticas conocidas hasta la fecha.
—Yo me voy ahora pero te llamará luego Pilar, la secretaria del juzgado, para decirte la hora exacta en la que tienes que estar en el laboratorio para examinar la cabeza.
Cuando la juez se marchó y le dejó solo en la mesa, terminándose la manzanilla, Daniel se dio cuenta de que le había desaparecido el teléfono móvil.
A esa misma hora, en la ciudad de Viena, el doctor Otto Werner, veterinario jefe de la Escuela Española de Equitación y subdirector de la venerable institución se cruzó por uno de los pasillos con el guía ciego Jake Malinak y le dijo:
—Jake, ¿qué tal el concierto de Brendel en Baden de la semana pasada?
El interpelado reconoció inmediatamente la voz del doctor Werner, entre otras cosas porque era una de las personas que había apoyado desde el principio su contratación en la Escuela.
—Sublime. Ya sabes, muy contenido, muy cerebral todo, pero a mí me llega más así Beethoven.
—Te dije el otro día que quería hablarte y te me escabulles como una anguila. ¿Tienes un minuto?
—Me hago cargo de un grupo de treinta a las doce y cuarto, pero ahora no tengo gran cosa que hacer. Iba a la cafetería a tomarme un capuchino.
—¿Un capuchino en la cafetería? ¿Quieres suicidarte? Pasa a mi oficina y sabrás lo que es café del bueno, hecho a la italiana.
Malinak dobló en tres su bastón blanco de invidente, se lo pasó a la mano izquierda, se colocó detrás de Werner y se agarró a él con la mano derecha para que le sirviera de lazarillo.
Luego dijo:
—Me pongo en tus manos.
Los dos hombres avanzaron en silencio por las dependencias de la Escuela hasta llegar a la altura de la puerta de color verde que daba acceso a la vivienda-oficina de Werner, donde entraron.
Tras servirle un capuchino a Malinak, el doctor dijo:
—Esa historia que les cuentas siempre a los turistas sobre Patton y los lipizanos, ¿está totalmente documentada?
Aunque Malinak no podía ver la cara de su interlocutor, intuyó por el tono de su voz y la forma de plantear la pregunta que había algo más que simple curiosidad histórica detrás de la pregunta de Werner.
—Sí, sí lo está. ¿Qué ocurre, Otto?
—¿Los rusos iban a matar a los caballos?
—Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis trasladaron la cría de lipizanos desde Piber, aquí en Austria, a Hostau, en Bohemia. Algunos oficiales alemanes capturados por los soviéticos consiguieron hacer llegar a Patton el aviso de que los caballos iban a servir de rancho a los soldados. Patton montó una expedición de rescate por detrás de las líneas soviéticas y salvó a doscientos cincuenta caballos. ¿Por qué lo dudas?
—No es que lo dude. Es que mi mujer es rusa.
Malinak guardó silencio durante unos instantes y luego dijo:
—Lo siento. No lo sabía.
—Le he contado la historia, que yo mismo ignoraba, y no sabes cómo se ha puesto. Dice que es indignante que yo permita, como subdirector de la Escuela, que todos los días la gente salga de aquí pensando que los rusos son un puñado de carniceros.