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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (2 page)

BOOK: La diosa ciega
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—De acuerdo, Bravo dos-cero. Avisad cuando volváis a salir. Recibido. Corto y cierro.

Media hora más tarde, el arrestado se encontraba en la recepción de detenidos. Sin duda alguna, la ropa estaba empapada de sangre. Bravo dos-cero no había exagerado. Un joven aspirante se puso a cachear al hombre. Con sus impecables hombreras azules, sin un solo galón que le resguardara de los trabajos sucios, le aterraba tal cantidad de sangre, presumiblemente contaminada de VIH. Dotado con guantes de plástico, quitó al detenido la chaqueta de cuero abierta y pudo constatar que la camiseta había sido blanca en algún momento. El rastro de sangre bajaba hasta los vaqueros; por lo demás, el tipo tampoco parecía ir muy aseado.

—Datos personales —preguntó el jefe de servicio, mirándolo por encima del mostrador con los ojos cansinos.

El arrestado no contestó. En lugar de eso, contempló con deseo el paquete de cigarrillos que el aspirante introdujo en una bolsa de papel color castaño claro, junto con un anillo de oro y un juego de llaves atadas con un cordel de nailon. Las ganas de fumar eran lo único que se podía leer en su rostro y el rasgo desapareció en cuanto soltó la bolsa con la mirada y reparó en el jefe de servicio. La distancia entre ambos era de casi un metro. El joven permanecía de pie detrás de un sólido arco metálico que le llegaba hasta la cadera y que casi tenía forma de herradura, con los dos extremos fijados en el suelo de hormigón, a medio metro de distancia del altísimo mostrador de madera. Este, a su vez, era considerablemente ancho y sólo asomaba el flequillo gris y deshilachado del policía.

—¡Datos personales! ¡Tu nombre, chaval! ¿Fecha de nacimiento?

El desconocido dibujó una sonrisa, aunque no era en absoluto desdeñosa. Mostraba más bien signos de leve simpatía hacia el fatigado policía, como si el chico quisiera expresar que no era nada personal. No pensaba abrir la boca, así que por qué no encerrarle sin más en una celda y acabar con aquello. La sonrisa era casi afable. El hombre se mantuvo en silencio. El jefe de servicio no lo entendió, claro.

—Mete a este tío en una celda. La cuatro está libre. Por mis cojones que no va a seguir provocándome.

El hombre no protestó y caminó dócilmente hasta el calabozo número cuatro. En el pasillo había un par de zapatos colocados delante de cada celda. Zapatos viejos de todos los tamaños, como placas identificativas que contaban quién vivía dentro. Es probable que pensara que dicha norma también valía para él. En cualquier caso, se deshizo de sus playeras y las colocó con cuidado delante de la puerta, sin previa petición.

La lúgubre celda medía tres metros por dos. Las paredes y el suelo eran de color amarillo mate, con una llamativa falta de grafitis. La única y levísima ventaja que pudo constatar enseguida en aquello que ni de lejos era comparable a un hotel, era que el anfitrión no escatimaba en electricidad. La luz era demasiado intensa y la temperatura del cuartucho alcanzaba los veinticinco grados.

A un lado de la puerta se encontraba la letrina. No merecía la denominación ni de aseo ni de servicio. Era una estructura de ladrillo con un agujero en el centro. Nada más verlo, se le encogió el estómago en un terrible estreñimiento.

La falta de pintadas de anteriores inquilinos no impedía que el lugar mostrara signos de haber sido visitado con frecuencia. Aunque él mismo no estaba ni mucho menos recién duchado, sintió convulsiones en la zona del diafragma cuando lo alcanzó el hedor. La mezcla de orina y excrementos, sudor y ansiedad, miedo y maldición, había impregnado las paredes; era evidente que resultaba imposible eliminarlo. Salvo la letrina, que recibía las diversas evacuaciones, cuya limpieza era totalmente irrealizable, el resto del cuarto, de hecho, estaba limpio. Era probable que lo lavaran a diario con una manguera.

Escuchó el cerrojo de la puerta a sus espaldas. A través de los barrotes pudo oír cómo su vecino de celda continuaba con el interrogatorio allí donde había desistido el jefe de servicio.

—¡Oye, soy Robert! ¿Cómo te llamas? ¿Por qué te persigue la pasma? —Tampoco el tal Robert tuvo suerte y hubo de resignarse tan irritado como el jefe de servicio—. Tío mierda —murmuró al cabo de unos minutos, aunque lo bastante alto como para que el mensaje llegara a su destinatario.

Al fondo del cuarto, una elevación que ocupaba todo el ancho de la celda podía tal vez, con considerable buena voluntad, representar un catre. Carecía de colchón y no se veía ni una manta en toda la celda. Tampoco es que importara demasiado, estaba sudando con el calor. El sin-nombre hizo una almohada con su chaqueta de cuero, se tumbó sobre el lado ensangrentado de su cuerpo y se durmió.

Cuando el fiscal adjunto, Håkon Sand, llegó a su trabajo a las diez y cinco del domingo por la mañana, el arrestado desconocido seguía durmiendo. Sand no lo sabía. Tenía resaca, algo que debería haber evitado, y el arrepentimiento del campesino hacía que la camisa del uniforme se le adhiriera aún más al cuerpo. Al pasar por el puesto de control de seguridad, de camino a su despacho, empezó a tirarse del cuello de la camisa. Los uniformes eran una mierda. Al principio, todos los criminalistas estaban fascinados con ellos. Ensayaban en casa, de pie ante el espejo, y acariciaban las distinciones que les cubrían las hombreras: un galón, una corona y una estrella para los ayudantes de la fiscalía. Una estrella que podía convertirse en dos o tres, dependiendo de si se aguantaba lo suficiente como para llegar a fiscal adjunto o inspector jefe. Sonreían a su propio reflejo en el espejo, enderezaban espontáneamente la espalda, advertían que tenían que cortarse el pelo y se sentían limpios y arreglados. Sin embargo, al cabo de pocas horas de trabajo, constataban que el acrílico hacía que olieran mal y que los cuellos de las camisas eran demasiado rígidos y les producían heridas y marcas rojas alrededor del cuello.

La labor administrativa de un fiscal adjunto era una mierda. Aun así quería conservar su trabajo, que era, por lo general, bastante aburrido y, en consecuencia, insoportablemente cansino. Estaba prohibido dormir; algo que la mayoría infringía cubriéndose el uniforme con una manta de lana sucia y maloliente. Pero los turnos de guardia se pagaban muy bien. A cada criminalista, con un año de navegación, le tocaba una guardia al mes, que les reportaba cincuenta mil coronas extra al año en el sobre de la paga. Valía la pena. El gran inconveniente era que la guardia empezaba nada más acabar la jornada laboral, a las tres de la tarde, y cuando terminaba, a las ocho de la mañana siguiente, había que empalmar con otro día de trabajo. Durante los fines de semana, las guardias se dividían en turnos de veinticuatro horas, lo que las hacía aún más lucrativas.

La mujer a la que iba a relevar Sand estaba ya impaciente. Aunque según las reglas el cambio de turno debía producirse a las nueve, existía un acuerdo tácito que permitía al turno dominical llegar una hora más tarde, con lo que el jurista saliente estaba siempre en ascuas por que llegara el relevo. Así era como estaba la rubia a la que iba a relevar.

—Todo lo que necesitas saber está en el libro de relevos —dijo—. Sobre la mesa tienes una copia del informe sobre el asesinato del viernes por la noche. Hay mucho que hacer. He redactado ya catorce sanciones y dos resoluciones de párrafo 11.

Joder. Por mucho que se esforzara, Sand era incapaz de entender que él fuera más competente a la hora de resolver custodias que la propia gente de protección de menores. No obstante, la fiscalía siempre tenía que despachar los casos de niños que resultaban incómodos más allá de lo burocrático y que además lo pasaban muy mal fuera del horario de oficina. Que hubiera dos casos en un sábado significaba, estadísticamente, que no habría ninguno el domingo. Al menos no perdía la esperanza.

—Encima, el patio trasero está lleno, deberías darte una vuelta por ahí en cuanto puedas —dijo la rubia.

Sand cogió las llaves y se las colocó en el cinturón con algo de torpeza. La caja contenía lo que debía. El número de impresos de solicitud del pasaporte era también correcto. El libro de relevos estaba al día.

Habían concluido las formalidades. Decidió hacer una ronda de multas y sanciones ahora que la mañana dominical ya había posado su pegajosa, aunque, sin duda, tranquilizadora mano sobre los detenidos por embriaguez. Antes de marcharse, hojeó los documentos de la mesa. Había oído mencionar el asesinato en la radio. Se había hallado un cadáver muy maltrecho cerca del río Aker. La Policía carecía de pistas. «Frases hechas», pensó. La Policía siempre tiene pistas, lo que ocurre es que, con demasiada frecuencia, son pésimas.

Era evidente que la carpeta con las fotografías del lugar de los hechos, que proporciona la Policía científica, aún no estaba incluida. No obstante, en la carpeta verde había alguna polaroid suelta que era lo bastante grotesca. Sand no acababa de acostumbrarse a ver fotos de personas muertas. En sus cinco años en la Policía, los últimos tres ligados al A.2.11, el grupo de homicidios, había visto más que suficientes. Se informaba a la Policía de todas las muertes sospechosas y se introducían en el sistema informático con el código «sosp». El concepto de «muertes sospechosas» era muy amplio. Había visto personas calcinadas, ahogadas, envenenadas por inhalación de gases, apuñaladas, abatidas con escopetas de caza y estranguladas. Incluso los trágicos casos de ancianos que sólo habían sido expuestos al «crimen» de que nadie se había acordado de ellos durante meses, hasta que el vecino de abajo empezaba a notar un olor desagradable en el comedor, miraba al techo y veía dibujarse una aureola de humedad para, acto seguido, indignado por los daños, llamar a la Policía; incluso esta pobre gente era fichada como «sosp» y recibía el dudoso honor de que su último álbum de fotos fuera realizado post mórtem. Había visto cadáveres verdes, azules, rojos, amarillos y de muchos colores a la vez, además de esos cuerpos rosas intoxicados por monóxido de carbono, cuyas almas no había podido aguantar más el valle de lágrimas de este mundo.

Sin embargo, aquellas fotos eran mucho más fuertes que las cosas que había visto hasta entonces. Las arrojó sobre la mesa para apartarlas de su vista. Como para olvidarlas enseguida, agarró con fuerza el informe del hallazgo y se lo llevó al incómodo sillón antiestrés, una barata imitación en escay del buque insignia de la marca Ekornes, demasiado redondeado en la espalda y sin apoyo donde la región lumbar más lo necesitaba.

Los hechos objetivos eran introducidos a golpe de martillo en un lenguaje extremadamente torpe. Sand frunció el entrecejo a modo de mueca irritada. Se decía que las pruebas de admisión para la Academia de Policía eran cada vez más duras, pero era imposible que la capacidad de exposición escrita formara parte de la prueba.

Se detuvo hacia el final de la hoja: «La testigo Karen Borg estuvo presente durante la visita al lugar de los hechos. La testigo descubrió al fallecido mientras paseaba con su perro. El cuerpo tenía restos de vómito. La testigo Borg dijo que fue ella».

La dirección de Borg y su credencial profesional confirmaba que era Karen. Se pasó los dedos por el pelo y notó que debería habérselo lavado por la mañana. Decidió que llamaría a Karen a lo largo de la semana. Siendo las fotos tan crudas, el cadáver tenía que estar en un estado pésimo. Desde luego que la iba a llamar.

Volvió a dejar los papeles sobre la mesa y cerró la carpeta. Se fijó un instante en los nombres que aparecían en la parte superior izquierda: Sand. Kaldbakken. Wilhelmsen. El caso era suyo. Kaldbakken era el inspector de Policía responsable; Hanne Wilhelmsen, la investigadora principal.

Era hora de imponer sanciones.

La cajita de madera contenía un grueso montón de minutas de detenciones perfectamente enumeradas. Pasó las páginas con rapidez. La mayoría eran casos de embriaguez. Luego había un maltratador de mujeres, otro que había sido declarado enfermo mental —y que ese mismo día por la tarde iba a ser trasladado al hospital Ullevål— y un delincuente perseguido por estafa. Los tres últimos podían esperar. Iba a ocuparse de los borrachos uno por uno. Lo cierto es que no entendía muy bien la razón de tales sanciones. La mayoría de las notificaciones aterrizaban en la papelera más cercana y la minoría que pagaba lo hacía a través de la Oficina de Asistencia Social. Ciertamente este carrusel del dinero público contribuía a mantener puestos de trabajo, pero no podía ser muy razonable.

Quedaba una minuta. No tenía nombre.

—¿Qué es esto?

Se giró hacia el jefe de servicio, un cincuentón con exceso de peso que nunca obtendría más galones que los tres que lucía en las hombreras y que nadie le podía discutir. Se los habían dado por antigüedad, no por cualificaciones. Hacía mucho que Håkon Sand había constatado que el tipo era un necio.

—Un imbécil. Estaba aquí cuando comencé mi turno. Un gilipollas. Se negó a dar sus datos personales.

—¿Qué ha hecho?

—Nada. Estaba estorbando en medio de la calle en algún sitio. Lleno de sangre. Puedes multarle por no haber facilitado sus datos. Y por desorden público. Y por ser un mierda.

Tras cinco años en el cuerpo, Sand había aprendido a contar hasta diez antes de hablar. En aquella ocasión contó hasta veinte. No deseaba tener un conflicto sólo porque un estúpido uniformado no entendiera que conllevaba cierta responsabilidad privar a alguien de su libertad.

Calabozo número cuatro. Se llevó a un policía de apoyo. El hombre sin nombre estaba despierto. Los miró fijamente con el semblante abatido; era obvio que dudaba de sus intenciones. Anquilosado y entumecido, se incorporó en el catre y soltó sus primeras palabras desde que estaba bajo arresto policial.

—¿Me podríais dar algo de beber?

Hablaba en noruego y a la vez no lo hacía. Sand no sabría decir por qué, su lenguaje era perfecto; sin embargo, había algo que no era del todo noruego. ¿Tal vez era un sueco que intentaba dar a su idioma un aire más noruego?

Como es natural dieron al hombre algo de beber, una Coca-Cola comprada por Sand con su propio dinero, e incluso le permitieron ducharse y le proporcionaron una camiseta y unos pantalones limpios. Todo provenía del casillero personal de Sand en su despacho. Los gruñidos del personal acerca del trato especial aumentaban con cada «regalito». Pero Sand ordenó guardar la ropa ensangrentada en una bolsa y al cerrar las pesadas puertas metálicas dijo:

—¡Estas prendas son pruebas importantes!

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