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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (8 page)

BOOK: La diosa ciega
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Karen no había interrumpido al chico una sola vez. Tampoco había tomado notas, pero se imponían dos preguntas.

—¿Por qué me querías a mí de abogada? —preguntó en voz baja—. ¿Y por qué no quieres ir a la cárcel provincial?

Han van der Kerch la miró durante una eternidad.

—Tú encontraste el cadáver, aunque estaba bien escondido.

—Sí, iba con un perro. ¿Y qué?

—Ya te he dicho que no sabía gran cosa del resto de la organización, pero alguna que otra cosa se va pillando. Alguien que se va de la lengua, alguna insinuación… Creo, aunque no lo sé, que hay algún abogado metido en el tinglado. No sé quién es y no puedo confiar en nadie. Pero la cosa es que nos convenía que se tardara en encontrar el cadáver. Cuanto más tiempo pasara, más frías estarían las huellas. Tú tienes que haberlo encontrado a las pocas horas de que yo lo matara. Es imposible que estés implicada.

—¿Y lo de la cárcel?

—Sé que el grupo tiene contactos dentro. Internos, creo, pero podrían ser empleados, qué sé yo. Lo más seguro es quedarse con el «tío policía». ¡Por mucho calor que haga, coño!

Parecía aliviado. Karen, en cambio, estaba abrumada, como si aquello que llevaba una semana martirizando al chico se hubiera cargado ahora sobre sus hombros.

El holandés le preguntó qué pensaba hacer y ella respondió, con franqueza, que no estaba segura, que se lo tenía que pensar.

—Pero me has prometido que esta conversación va a quedar entre nosotros —le recordó el detenido.

Karen no respondió, pero se llevó el dedo a los labios en señal de silencio. Llamó a un agente. Se llevaron de nuevo al recluso, de vuelta a su repugnante celda amarillo pálido.

Aunque ya eran más de las seis de la tarde del viernes, Sand seguía en su despacho. Karen constató que el aire de cansancio que había adquirido su cara, que el viernes había atribuido a un fin de semana agotador, era en realidad permanente. Le asombraba que trabajara hasta tan tarde, sabía que en la Policía no se pagaban las horas extra.

—Esto de trabajar tanto es un desastre —admitió Sand—, pero peor es despertarse en medio de la noche agobiado por todo lo que no has hecho. Intento estar más o menos al día cada viernes. Así el fin de semana me resulta más agradable.

La gran casa gris estaba silenciosa. Los dos permanecieron sentados en un extraño estado de fraternidad. De pronto una sirena rompió el silencio, estaban probando un coche patrulla en el patio trasero. Se interrumpió con la misma brusquedad que había comenzado.

—¿Ha dicho algo?

Había estado esperando la pregunta, sabía que tendría que llegar, pero tras unos minutos de relajación la pilló de improviso.

—Poca cosa.

Se daba cuenta de lo difícil que le resultaba mentirle. El rubor empezó a ascender por su espalda, esperaba que no se extendiera hasta la cara, pero aun así él se dio cuenta de todo.

—La obligación de guardar silencio de los abogados. —Håkon sonrió, alargó los brazos por encima de la cabeza, entrelazó los dedos y se los colocó en la nuca; Karen se percató de que tenía aros de sudor bajo los sobacos, pero no resultaba repelente, sino más bien natural después de una jornada laboral de diez horas de duración—. Lo respeto —continuó él—. ¡Tampoco es que yo pueda decir gran cosa!

—Yo creía que el abogado defensor tenía derecho a que le dieran información y documentos —le recriminó ella.

—No en caso de que pensemos que pueda afectar a la investigación.

Håkon sonrió aún más ampliamente, como si le divirtiera que se encontraran en una situación de enfrentamiento profesional. Se levantó y fue a buscar dos tazas de café. Sabía aún peor que el del lunes, como si la misma cafetera llevara hirviendo desde entonces. Karen se conformó con un trago y dejó la taza sobre la mesa con una mueca.

—Esa sustancia te va a matar —le advirtió, pero él ignoró la advertencia y afirmó que tenía un estómago a prueba de bombas.

Por alguna razón que no podía explicar, Karen se sentía bien. Había surgido entre ellos un conflicto extraño y sorprendentemente agradable, que nunca antes había estado allí. Nunca antes Håkon Sand había estado en posesión de información de la que ella carecía. Lo miró con atención y se dio cuenta de que le brillaban los ojos. El gris incipiente de sus sienes no sólo le hacía parecer mayor, sino también más interesante, más fuerte. La verdad es que se había puesto bastante guapo.

—Te has puesto muy guapo, Håkon —se le escapó.

Él ni siquiera se ruborizó, la miró a los ojos. Ella se arrepintió enseguida, aquello suponía abrir una escotilla en el tanque, el que hacía mucho tiempo había asumido que no se podía permitir abrir, ante nadie. Cambió inmediatamente de tema.

—En fin, si tú no me puedes contar nada y yo no te puedo contar nada a ti, será mejor que nos despidamos —concluyó. A continuación se levantó y se puso el chubasquero.

Él le pidió que se volviera a sentar. Ella obedeció, pero se dejó puesta la chaqueta.

—Francamente, este caso es aún más serio de lo que habíamos pensado. Estamos trabajando con diversas teorías, pero son bastante volátiles, y por ahora no hay ni rastro de algo concreto. Lo que sí te puedo decir es que parece que se trata de tráfico de estupefacientes a gran escala. Es demasiado pronto para decir hasta qué punto está implicado tu cliente, pero aun así lo tenemos atrapado con un asesinato. Creemos que fue premeditado. Si no te puedo decir más, no es por mala idea. No sabemos más, así de sencillo, y yo, incluso ante una vieja amiga como tú, tengo que tener cuidado de no airear ideas sueltas y especulaciones.

—¿Tiene esto algo que ver con Hans A. Olsen?

Karen había pillado desprevenido a Håkon. Se quedó mirándola fijamente durante treinta segundos con la boca abierta.

—¿Qué coño sabes tú de eso?

—No sé nada —respondió ella—. Pero hoy me ha llamado un periodista. Un tal Fredrik Myhre o Myhreng o algo así. Del Dagbladet. Me preguntó si conocía al abogado asesinado, en medio de una ristra de preguntas sobre mi cliente, así, sin venir a cuento. La verdad es que da la impresión de que los periodistas están perfectamente informados sobre el trabajo de la Policía, así que he decidido preguntártelo. Pero yo no sé nada. ¿Debería saber algo?

—Menudo cabrón —dijo Håkon, que se levantó—. Hablamos la semana que viene.

En el momento en que iban a salir por la puerta, Håkon alargó el brazo para apagar la luz. El movimiento llevó su brazo por encima del hombro de la mujer y, sin previo aviso, se inclinó sobre ella y la besó. Fue un beso juvenil, como el de un chico.

Se miraron durante unos segundos, luego él apagó la luz, echó la llave y, sin mediar palabra, la acompañó hasta la salida del enorme edificio casi desierto. Había llegado el fin de semana.

Lunes, 5 de octubre

El periodista Fredrick Myhreng estaba incómodo. Se tiró nerviosamente de las mangas recogidas antes de empezar a juguetear con un bolígrafo que, de pronto, se le rompió y que hizo que la tinta le tiñera las manos de azul. Miró a su alrededor buscando algo con que secarse, pero se tuvo que contentar con el tieso papel de su cuaderno de espiral. No sirvió de mucho.

Además, se manchó de tinta el traje caro que llevaba, con las mangas remangadas, como si no se hubiera enterado de que eso pasó de moda cuando Corrupción en Miami desapareció de la televisión, y de eso hacía ya mucho tiempo. No había quitado la marca de la parte exterior de la manga derecha, al contrario, había doblado la manga con tanto esmero que la marca aparecía como una señal de aristocracia. No le fue de gran utilidad: se sentía pequeño e inquieto en el despacho de Håkon Sand.

Había acudido voluntariamente. Sand lo había llamado a primera hora de la mañana, antes de que se le hubiera aplacado la triste sensación de lunes tras un fin de semana libre y animado. El fiscal adjunto había sido correcto, aunque considerablemente firme, cuando le pidió que se presentara en la comisaría lo antes posible. Eran las diez y se sentía algo mareado.

Sand le ofreció un caramelo de un cuenco de madera y el periodista aceptó, pero se arrepintió en cuanto se lo metió en la boca, era un caramelo grande e imposible de manejar sin hacer ruido. El propio Sand se había abstenido y Myhreng entendía por qué. Resultaba difícil hablar con aquella bola en la boca y empezar a masticarlo le pareció demasiado infantil.

—Por lo que entiendo, estás investigando nuestros casos de asesinato —dijo el fiscal adjunto en un tono no falto de arrogancia.

—Sí, soy reportero de sucesos —respondió Myhreng secamente y disimulando mal su orgullo por el título de su profesión.

En su empeño por parecer seguro de sí mismo, estuvo a punto de perder el caramelo de la boca. Al intentar recuperarlo a toda prisa, acabó tragándoselo. Sintió la lenta e incómoda peregrinación del caramelo en dirección al estómago.

—¿Qué es lo que sabes, en realidad?

El joven periodista no estaba seguro de qué hacer. Todos sus instintos le recomendaban precaución, al mismo tiempo que sentía la imperiosa necesidad de presumir de todo lo que sabía.

—Creo que sé lo que sabéis vosotros —anunció, creyendo haber matado dos pájaros de un tiro—. Y tal vez algo más.

Sand suspiró.

—Escucha. Ya sé que no vas a decir nada sobre quién o cómo, sé que para vosotros es una cuestión de honor no revelar nunca vuestras fuentes. Así que no te estoy exigiendo nada, te estoy proponiendo un acuerdo.

Un atisbo de interés asomó en los ojos de Myhreng, pero el adjunto no estaba seguro de hasta dónde llegaba.

—Puedo confirmarte que no andas desencaminado —continuó Sand—. Me he enterado de que has vinculado los dos casos de asesinato, pero ya me he dado cuenta de que aún no has escrito nada sobre el asunto. Eso está bien. Para la investigación sería bastante malo, por decirlo suavemente, que esto saliera a imprenta. Como es obvio, podría conseguir que la comisaría principal de la Policía llamara al director de tu periódico, para presionaros, pero tal vez pueda evitar hacerlo. —El tipo estaba cada vez más interesado—. Te prometo que serás el primero en saberlo cuando tengamos algo más, pero eso presupone que pueda confiar en ti cuando te pida discreción. ¿Puedo?

A Fredrick Myhreng no le gustaba el giro que había tomado la conversación.

—Eso depende —dijo sonriendo—. Cuéntame más.

—¿Por qué has vinculado los dos asesinatos?

—¿Por qué los vinculáis vosotros?

Sand suspiró pesadamente. Se levantó, se giró hacia la ventana y permaneció así durante medio minuto. De pronto se volvió.

—Estoy intentándolo por las buenas —dijo con voz alta y dura—. Pero también puedo hacerte un interrogatorio judicial, puedo acusarte de retención de pruebas importantes para un proceso penal. Tal vez no te pueda obligar a soltar la información, pero sí que puedo hacer que lo pases muy mal. ¿Crees que será necesario?

El discurso tuvo cierto efecto. Myhreng se retorció en la silla, pidió más garantías de que sería el primero en saberlo cuando pasara algo y las obtuvo.

—Yo estaba en Gamle Christiania el día en que mataron a Sandersen, era por la tarde, creo que en torno a las tres. Estaban allí el abogado Olsen y Sandersen. Me fijé porque estaban sentados solos. Olsen tiene una pandilla con la que suele, perdón, solía salir a beber. Ellos también estaban allí, pero en otra mesa. En ese momento no lo pensé mucho, pero como es obvio lo recordé cuando se sucedieron los dos asesinatos. No sé de qué hablaron, ¡pero menuda casualidad! Más allá de esto no tengo idea de nada. Bueno, alguna idea sí que tengo, pero no sé nada.

Se hizo el silencio en la habitación. Oían el zumbido del tráfico en la calle Åkeberg. Una corneja se posó sobre el alféizar de la ventana y presentó sus altisonantes acusaciones. Sand no prestó atención.

—Tal vez los casos estén vinculados, pero no lo podemos asegurar. Por ahora no hay más de dos personas aquí en la jefatura que piensen en esa dirección. ¿Has hablado con alguien de esto?

Myhreng pudo desmentir tal extremo, dijo que le interesaba guardarse la información, pero que había empezado a investigar. Había estado preguntando un poco por aquí y por allá, pero nada que pudiera despertar sospechas. Además, todo lo que había averiguado hasta ahora, lo sabía de antes. La relación de Hansa Olsen con el alcohol, su apego a los clientes, su falta de amigos y su gran cantidad de compañeros de borrachera. ¿Qué hacía la Policía?

—Por ahora, poco —dijo Håkon—. Pero ya nos estamos poniendo en marcha. Hablaremos hacia finales de semana. Que no te quepa duda de que, como no respetes nuestro acuerdo, voy a ir a por ti. Ni una palabra sobre esto en los periódicos. Ya te llamaré cuando sepamos algo más. Puedes irte.

Myhreng estaba encantado. Aquel día había hecho un buen trabajo y, al abandonar la Comisaría General, sonreía de oreja a oreja. La tristeza del lunes se la había llevado el viento.

La gran estancia era demasiado oscura. Pesadas cortinas marrones de velludillo con borlas en los bordes robaban la poca luz que hubiera podido colarse en el piso ubicado en la planta baja de un patio trasero. Todos los muebles eran de maderas oscuras; Wilhelmsen creía que era caoba. Olía a cerrado y estaba todo cubierto de una gruesa capa de polvo que era imposible que se hubiera acumulado en una sola semana, así que los policías llegaron a la conclusión de que a Hansa Olsen no le había importado mucho la limpieza. Pero estaba todo muy ordenado. Una estantería de libros cubría una pared entera; era marrón oscuro, con armarios en la parte baja y un mueble-bar iluminado y con puertas de vidriera de colores en un extremo. Sand se dirigió a la librería pisando la gruesa moqueta. Le daba la impresión de que se iba hundiendo en ella y sus pasos no producían más ruido que el suave crujido del cuero de los zapatos. No había ni una sola novela en los estantes, pero el abogado tenía una imponente colección de libros jurídicos. Sand ladeó la cabeza y fue leyendo los títulos de los lomos. Había allí obras que se podrían vender por varios miles de coronas en una subasta. Sacó una de ellas de la estantería, palpó el cuero auténtico con que estaba encuadernada y sintió aquel olor tan característico al hojearlo con cuidado.

Wilhelmsen se había sentado en la descomunal mesa de mármol con patas en forma de pie de león y miraba fijamente el sillón orejero de cuero. Sobre el respaldo había un tapete de ganchillo, cubierto de sangre seca y oscura. Le pareció sentir un ligero olor a hierro, pero lo descartó como meras imaginaciones suyas. El asiento también estaba manchado.

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