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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (5 page)

BOOK: La diosa ciega
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No le pareció un comentario malintencionado. El precio de su hora de trabajo estaba por encima de las dos mil coronas, dependiendo de quién fuera el cliente. Ella misma se rió un poco.

—Nos apañamos bien. Es una casualidad que vaya a ayudar a este tipo.

—Ya, verás, eso pensaba. Estoy bastante ocupado, pero uno de sus amigos ha acudido a mí para pedirme que ayude al chico. Es uno de mis más viejos clientes, este amigo suyo y, ya sabes, lo abogados defensores tenemos que cuidar a nuestros clientes. ¡Ellos también son fijos! —Volvió a reírse—. En otras palabras: estaría encantado de hacerme cargo del caso, y supongo que tú no estás demasiado interesada en conservarlo.

Karen no sabía qué decir. La tentación de dejar todo el caso en manos del mejor abogado defensor del país era grande. No cabía duda de que Peter Strup lo haría mejor que ella.

—Gracias, eres muy amable, pero es que ha insistido en que sea yo y, hasta cierto punto, le he prometido que continuaría. Como es obvio le transmitiré tu oferta, y en caso de que la acepte ya te llamará él.

—Está bien. En fin, entonces tendremos que quedar en eso. Pero supongo que entiendes que necesito que se me informe lo más rápido posible. Me tengo que poner al día del caso, ya sabes, confío en ti.

Karen estaba un poco aturdida. Aunque sabía que entre los abogados penales era mucho más habitual robarse los clientes, o hacer intercambios sensatos de éstos, como decía mucha gente, le sorprendía que Strup tuviera que recurrir a esas cosas. Hacía poco que había visto su nombre en un reportaje en un periódico, lo ponían como uno de tres ejemplos de cómo los casos penales se retrasaban durante meses e incluso años, por la excesiva longitud de las listas de espera de los abogados más famosos. Por otro lado, le resultaba simpático que quisiera ayudarlos, sobre todo cuando la petición provenía de un amigo de Van der Kerch. No le costaba ver el atractivo de semejantes atenciones, aunque ella mantenía a todos sus clientes a considerable distancia.

Karen cerró la carpeta que tenía ante sí, vio que eran las cuatro, dio la jornada por acabada y constató en la lista de recepción que era la primera de todos los abogados en irse. Aún no había conseguido deshacerse del pinchazo de mala conciencia que la atacaba cada vez que había menos de diez nombres bajo la rúbrica «Mañana más», se dijo. Ese día decidió no pensar en ello, dio un paseo bajo la lluvia y cogió un tranvía repleto en dirección a su casa.

—Tengo un caso de derecho penal —murmuró entre dos pedazos de pescado congelado.

Karen Borg era de Bergen, y en Oslo no comía pescado fresco. El pescado fresco no debía de llevar más de diez horas muerto. El pescado de cuarenta y ocho horas de la capital le sabía a goma de borrar; para eso prefería la producción en masa ultracongelada.

—La verdad es que sería más correcto decir que me lo han endosado —añadió después de acabar de masticar.

Nils sonrió.

—¿Y tú sabes de esas cosas? Muchas veces te quejas de que has olvidado todo lo que aprendiste, a excepción de lo que llevas haciendo los últimos ocho años —dijo, y se secó la boca con las muñecas, una mala costumbre muy irritante que Karen había intentado quitarle durante los seis años que llevaban viviendo juntos; unas veces llamando su atención sobre ello, otras colocando enormes servilletas junto a su plato. Nils no había tocado la servilleta y volvió a servirse.

—Saber, saber… —murmuró, le sorprendió sentirse ofendida, puesto que ella había pensado exactamente lo mismo—. Claro que sé, sólo tengo que repasarlo un poco —dijo, y resistió la tentación de añadir que había sacado una nota impresionante en el último examen de Derecho Penal.

Le contó toda la historia, pero por alguna razón u otra omitió la llamada telefónica del abogado Strup. No sabía por qué. Tal vez fuera porque la incomodaba. Desde que era una niña, ponía mucho cuidado en no hablar de las cosas que le resultaban difíciles. Lo sombrío había que guardárselo para una misma. Ni siquiera Nils la conocía del todo. El único que alguna vez había estado cerca de penetrar en su alma había sido Håkon Sand. Después de que él desapareciera de su vida, se hizo campeona mundial en solucionar sus propios asuntos con discreción y los de los demás a cambio de dinero.

Cuando terminó de hablar habían acabado de comer. Nils empezó a recoger la mesa y no parecía demasiado interesado en el relato. Karen se sentó en un sillón orejero, reclinó el respaldo y lo oyó trajinar con el lavavajillas. Después de un rato, el sonido de la cafetera se unió al del lavaplatos.

—Está claro que está acojonado —gritó Nils desde la cocina, luego asomó la cabeza por la puerta y repitió—: Creo que tiene un miedo de la hostia, no sé a qué.

Genial, como si eso no fuera evidente. Típico de Nils, su capacidad para soltar obviedades la había seducido durante mucho tiempo, casi tenía la impresión de que era una parodia, como si lo hiciera a posta. Pero en los últimos tiempos se había dado cuenta de que realmente creía ver cosas que los demás no conseguían ver.

—Por supuesto que tiene miedo, pero ¿a qué? —murmuró, mientras Nils entraba con dos tazas de café—. Es evidente que no le tiene miedo a la Policía. Quería que lo cogieran. Se sentó en medio de una calle llena de tráfico a esperar que la Policía fuera a buscarlo. Pero ¿por qué no quería decir nada? ¿Por qué no quería contar que era él quien había matado al hombre del río Aker? ¿Por qué tiene miedo de la cárcel si no tiene miedo de la Policía? ¿Y por qué narices insiste en que sea yo su abogada?

Nils se encogió de hombros y agarró un periódico.

—Lo irás averiguando, ya verás —dijo, y se sumergió en las tiras cómicas.

Karen cerró los ojos.

—Lo iré averiguando —repitió para sí misma, y bostezó, a la vez que rascaba al perro detrás de la oreja.

Martes, 29 de septiembre

Karen Borg había pasado una noche intranquila, lo que hasta cierto punto era habitual. Por la noche siempre tenía sueño y se quedaba dormida a los pocos minutos de acostarse. El problema era que luego se volvía a despertar, por lo general hacia las cinco de la mañana. Estaba cansada y tenía la cabeza embotada, pero era incapaz de volver a gatas al reino de los sueños. De noche todos los problemas se tornaban enormes, incluso aquellos que por el día no eran más que sombras incómodas, y a veces ni eso. Cosas que le resultaba fácil minimizar durante el día, como inconvenientes que solventaba como tal cosa, poco peligrosos y carentes de interés, en el tránsito de la noche al día se convertían en fantasmas que le atenazaban y arrojaban sombra sobre todo lo demás. Con demasiada frecuencia se quedaba dando vueltas en la cama hasta que, sobre las seis y media, caía desmayada y conseguía echarse una cabezadita inservible hasta que, media hora más tarde, el despertador la sacaba a rastras del sueño.

Aquella noche se había despertado a las dos de la mañana, empapada en sudor. Iba montada en un avión sin suelo; todos los pasajeros tenían que hacer equilibrios sobre unos pequeños salientes que asomaban del cuerpo del avión, sin cinturones de seguridad. Después de aferrarse al aparato hasta acabar exhausta, el avión había empezado a trazar un marcado arco hacia la tierra. Se despertó en el momento en que se estrellaban contra el suelo. Se decía que los sueños sobre aviones estrellados eran señal de falta de control sobre la existencia. No tenía la sensación de que ése fuera su caso.

Era un magnífico día de otoño. Llevaba una semana lloviendo a cántaros, pero esa noche la temperatura había subido hasta los quince grados y el sol había hecho un enorme esfuerzo para recordar que, al fin y al cabo, el verano no quedaba tan lejos. Los árboles de la plaza de Olaf Ryes estaban ya de color amarillo-rojizo, y la luz era tan deslumbrante que incluso los pakistaníes parecían un poco pálidos en el momento que sacaban a la calle los productos de sus tiendecitas y de sus puestos. La calle Tofte retumbaba por la densidad del tráfico, pero, a pesar de todo, el aire resultaba sorprendentemente fresco y limpio.

Cinco años antes, cuando Karen se convirtió en la socia más joven de Greverud & Co, además de la única mujer, Nils y Karen habían hablado de la posibilidad de abandonar el barrio de Grünerløkka. Sin duda se lo podían permitir; el barrio no había evolucionado en la dirección en que esperaba todo el mundo cuando ella, siendo estudiante, se las había ingeniado para hacerse con un piso de 30 metros cuadrados en un edificio ruinoso que poco después fue salvado por la campaña de renovación de Oslo. La salvación, por decirlo suavemente, había consistido en una reforma deleznable a un precio descabellado. Como consecuencia, los gastos de comunidad se quintuplicaron en tres años; los menos acomodados tuvieron que mudarse y, si no hubiera sido porque a los acreedores no les convenía declarar la comunidad de vecinos en quiebra, las cosas hubieran ido muy mal. Sin embargo, Karen vendió el piso a tiempo, justo antes de la gran caída del precio de la vivienda en 1987, y había salido del asunto con suficientes recursos económicos para hacerse con una nueva vivienda: un ático en el edificio contiguo. Éste se había librado del plan de renovación porque los propios inquilinos se habían encargado de llevar a cabo las reformas que exigía el Ayuntamiento en esa zona.

Karen y Nils se plantearon seriamente mudarse del barrio, pero algunos años atrás, en una maravillosa noche de sábado, habían analizado sus propios motivos. Hicieron una lista con los pros y los contras, como si tuvieran que responder a un examen de selectividad. Al final llegaron a la conclusión de que era mejor usar el dinero para ampliar su pequeño apartamento y de paso reforzaron las finanzas de la comunidad de vecinos al comprar el resto de la planta del ático, de casi 200 metros cuadrados. Cuando estuvo acabado, se había convertido en un piso magnífico, y caro. Nunca se habían arrepentido. Después de que ambos, de forma sorprendentemente serena, hubieran asumido que nunca iban a tener hijos, una especie de reconocimiento silencioso que había surgido entre ellos después de que llevaran cuatro o cinco años sin usar medios anticonceptivos sin que eso tuviera la menor consecuencia, empezaron a olvidar todas las objeciones que sus amigos ponían al contaminado centro de Oslo. Tenían una azotea, una piscina jacuzzi y una barbacoa, se libraban de las labores de jardinería y podían darse un paseo hasta el cine más cercano sin llegar a cansarse. Tenían coche, un Ford Sierra que compraron de segunda mano pensando que era una tontería gastar mucho dinero en un coche que iba a estar aparcado al aire libre, pero por lo general iban en tranvía o a pie.

Karen se había criado en Kalfaret, un barrio bueno de Bergen. Tuvo una infancia marcada por el sofisticado servicio de vigilancia de las amas de casa, agentes que se asomaban por detrás de las cortinas, siempre perfectamente informadas del más mínimo detalle sobre todo el mundo, desde los suelos sin lavar hasta las relaciones extramatrimoniales. Un par de veces al año, cuando pasaba unos días en casa de sus padres, siempre la embargaba una claustrofobia insoportable que no acababa de entender, sobre todo porque nunca había tenido nada que ocultar.

Por eso, para ella, Grünerløkka era un lugar de libertad. Se habían quedado allí, y no tenían la menor intención de irse.

Se detuvo ante el pequeño quiosco cuya puerta daba a la parada del tranvía. La prensa amarilla se agolpaba ante ella.

«BRUTAL ASESINATO VINCULADO AL MUNDO DE LA DROGA ASOLA A LA POLICíA.»

El titular del periódico Dagbladet llamó su atención. Agarró un ejemplar, entró en la tiendecita leyéndolo y lanzó siete coronas sobre el mostrador sin mirar al vendedor. Cuando salió, el tranvía acababa de llegar. Marcó su bonobús y se sentó en un asiento plegable que estaba libre. La portada remitía a la página cinco. Debajo de una foto del cadáver que ella misma había encontrado apenas cuatro días antes, el texto informaba de que «el brutal asesinato de un hombre de unos treinta años, no identificado hasta ahora, responde a un ajuste de cuentas por asuntos de drogas, según la policía».

No se indicaban las fuentes, pero la historia coincidía inquietantemente con lo que le había contado Sand.

Estaba cabreada. Håkon había recalcado que lo que hablaran entre ellos no debía salir de allí. Por otro lado era una advertencia por completo superflua, poca gente le gustaba menos a Karen Borg que los periodistas. Por eso la irritaba aún más la dejadez de la Policía.

Pensó en su cliente. ¿Vería los periódicos en el calabozo? No, había aceptado la prohibición de recibir cartas y visitas, y Karen creía recordar que eso implicaba también la prohibición de periódicos, televisión y radio. Pero no estaba segura.

«Esto tiene que asustarlo aún más», pensó, y luego se abstrajo con el resto del periódico mientras el tranvía traqueteaba a través de las calles de la ciudad, al modo de los tranvías modernos.

En la otra punta de la ciudad un hombre tenía miedo a morir.

Hans A. Olsen era tan ordinario como su propio nombre. El aire inconfundible de la ingesta abusiva de alcohol durante un número excesivo de años había hecho estragos en su rostro. Su pálida piel grisácea era grasienta, con los profundos poros bien visibles, y nunca parecía seca del todo. En esos momentos sudaba con fuerza y aparentaba más de los cuarenta y dos años que tenía. La amargura había colaborado con el abuso del alcohol y había proporcionado a su cara un aire descontento y furibundo.

Hans A. Olsen era abogado. Al comienzo de sus estudios había mostrado prometedores modales y por eso había tenido algunos amigos. Sin embargo, la infancia en un ambiente pietista al sudoeste del país había encadenado fuertemente toda la voluptuosidad y alegría de vivir que alguna vez hubiera tenido. Había perdido la fe de su infancia a los pocos meses de llegar a la capital, pero el joven no había encontrado nada con lo que sustituirla. Nunca se había librado del todo de la imagen de un dios vengativo e implacable, y el desgarro entre su yo primitivo y el sueño sobre una época de estudios repleta de vino, mujeres y logros académicos no había tardado en llevarlo a buscar consuelo en las tentaciones de la gran ciudad. Ya en aquellos tiempos, sus compañeros de estudios afirmaban que Hans A. Olsen nunca había usado sus órganos sexuales más que para mear. Era una verdad a medias. El chico aprendió pronto que el sexo se puede comprar. Su falta de encanto y su inseguridad habían hecho que no tardara en comprender que las mujeres no eran lo suyo, así que había frecuentado la zona del Ayuntamiento y acumulado mucha más experiencia de la que le atribuían sus compañeros.

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