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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

La doctora Cole (10 page)

BOOK: La doctora Cole
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Cuando lo conoció, acababa de empezar una residencia como cirujano.

R.J. nunca había conocido a nadie tan serio y al mismo tiempo tan divertido. Reían mucho, pero él estaba dedicado por completo a su trabajo. Él le envidiaba su erudición sin esfuerzo y el hecho de que R.J. disfrutara con los exámenes, en los que invariablemente le iba muy bien. Era inteligente y tenía un temperamento idóneo para un cirujano, pero los estudios no le resultaban fáciles y había salido adelante gracias a su tenacidad. «Hay que estar por la labor, R.J.« Ella colaboraba en la Revista de Derecho, él estaba de guardia. Siempre se encontraban cansados y con sueño atrasado, y sus horarios les impedían verse tan a menudo como hubieran deseado. Al cabo de un par de meses, ella dejó la calle Joy para instalarse en las caballerizas reformadas que ocupaba él en la calle Charles, porque era el más barato de los dos apartamentos.

Tres meses antes de terminar la carrera de derecho, R.J. descubrió que estaba embarazada. Al principio tanto Charlie como ella se sintieron aterrados, pero luego les llenó de gozo la idea de ser padres y decidieron casarse inmediatamente. Sin embargo, pocos días más tarde, mientras Charlie se preparaba para entrar en el quirófano, le asaltó un dolor intenso en el cuadrante inferior izquierdo del abdomen. El examen clínico reveló la presencia de piedras en el riñón, demasiado grandes para que las expulsara con la orina de manera natural, y antes de que hubieran transcurrido veinticuatro horas fue admitido como paciente en su propio hospital. La operación la realizó Ted Forester, el mejor cirujano del departamento. Al principio del período posoperatorio, Charlie dio muestras de recobrarse a la perfección, salvo que era incapaz de expulsar la orina.

En vista de que llevaba cuarenta y ocho horas sin orinar, el doctor Forester ordenó a un interno que le insertara un catéter, lo cual alivió al paciente. Pero a los dos días se descubrió que Charlie tenía una infección de riñón. A pesar de los antibióticos, la infección de estafilococos se extendió al torrente sanguíneo y se localizó en una válvula del corazón.

Cuatro días después de la operación, R.J. estaba sentada junto a su cama en el hospital. Para ella era evidente que Charlie se encontraba muy enfermo. Había dejado aviso de que quería ver al doctor Forester cuando hiciera su ronda de visitas, y creía que debía telefonear a la familia de Charlie, en Pensilvania, para que sus padres pudieran hablar con el médico si lo deseaban.

Charlie emitió un gemido, y ella se levantó y le enjugó la cara con un paño mojado.

—¿Charlie?

Le cogió las manos, se inclinó sobre él y estudió sus facciones.

Súbitamente, de un modo que no alcanzaba a comprender, se dio cuenta de que no envejecerían juntos. No podía soltarse las manos, ni irse de allí, ni siquiera llorar. Se quedó donde estaba, inclinada sobre él, apretándole las manos con fuerza como si así pudiera retenerlo, grabándose su rostro en la memoria mientras aún tenía ocasión de hacerlo. Lo enterraron en un cementerio grande y feo, en Wilkes-Barre.

Tras los funerales, R.J. se sentó en una silla de terciopelo en la sala de estar de los padres de Charlie y soportó las miradas y las preguntas de desconocidos hasta que pudo escapar. En los minúsculos aseos del avión que la devolvía a Boston, se vio convulsionada por un ataque de náuseas y vómito. Durante varios días sólo podía pensar en qué aspecto tendría el hijo de Charlie. Quizá fue a causa de la aflicción, o quizá lo que ocurrió habría sucedido igualmente aunque Charlie estuviera vivo.

Quince días después de que él muriera, R.J. perdió la criatura.

La mañana del examen para poder ejercer como abogada, se sentó en un aula llena de hombres y mujeres en tensión. Sabía que Charlie le hubiera dicho que estuviera por la labor, así que formó en su mente un cubito de hielo del tamaño de una mujer y se colocó en su mismo centro, dejando fríamente de lado el dolor, la incomodidad y todo lo demás, para concentrar la atención en las numerosas y difíciles preguntas de los examinadores.

R.J. conservó ese escudo helado cuando entró a trabajar para Wigoder, Grant Berlow, una antigua sociedad que practicaba el derecho civil, con tres pisos de oficinas en un buen edificio de la calle State. Ya no existía ningún Wigoder. Harold Grant, el socio que dirigía la firma, era un hombre encorvado, calvo y reseco. George Berlow, responsable de Legados y Fideicomisos, era barrigudo y tenía la cara surcada de venas y enrojecida por el whisky. Su hijo, Andr ew Berlow, un cuar entón imperturbable, atendía a los principales clientes del departamento de bienes raíces. Fue él quien puso a trabajar a R.J. en la preparación de infor mes y contratos de arrendamiento, tareas de rutina que exigían pasar mucho tiempo entre documentos legales ya redactados. A ella esto le resultaba tedioso y nada interesante, y cuando llevaba dos meses haciéndolo se lo dijo así a Andy Berlow. Él respondió secamente que era un buen aprendizaje y que le serviría de experiencia.

Una semana después, Berlow le permitió ir con él a los tribunales, pero tampoco eso la entusiasmó. R.J. se decía que era por la depresión, y trataba de esforzarse al máximo en el trabajo.

Cuando llevaba poco menos de cinco meses con Wigoder, Grant Berlow, R.J. se vino abajo.

No fue un choque de trenes emocional; más bien se trató de un descarrilamiento temporal. Una noche en que Andy Berlow y ella se habían quedado a trabajar hasta muy tarde, aceptó tomarse con él una copa de vino, que resultó ser una botella y media, y terminaron acostándose juntos en la cama de ella. Dos días más tarde, Berlow la invitó a almorzar y le explicó con nerviosismo que aunque estaba divorciado «había otra mujer en su vida, y que en realidad vivían juntos». Le pareció que R.J. reaccionaba con mucha amabilidad, pero en realidad fue porque el único hombre que le interesaba estaba muerto. Este pensamiento hizo que el bloque de hielo se agrietara y se desprendiera. Incapaz de contener el llanto, se fue a casa en vez de volver a la oficina y dejó de ir al trabajo durante unos días.

Andy Berlow justificó su ausencia ante la empresa pues creía que estaba perdidamente enamorada de él.

R.J. hubiera querido tener una larga conversación con Charlie Harris. Anhelaba ser de nuevo su amante, y añoraba a su hijo fantasma, el hijo que no había llegado a nacer. Sabía que ninguno de estos deseos podía cumplirse, pero la aflicción la había reducido a las cosas más básicas, y había un aspecto de su vida que sí estaba en su mano cambiar.

13

Un camino distinto

Su padre siempre había deseado que estudiase medicina, pero como quería a su hija, abordó el tema con cautela.

—¿Es porque consideras que has de ocupar de algún modo el lugar de Charlie? -le preguntó con delicadeza-. ¿Es porque quieres sentir y experimentar las mismas cosas que él?

—Algo de eso hay, lo reconozco -dijo ella-, pero sólo en una pequeña parte.

Había reflexionado mucho sobre el asunto hasta llegar a comprender por primera vez que la necesidad de afirmarse ante su padre le había hecho reprimir sus deseos tempranos de estudiar medicina. Su relación aún no estaba libre de problemas.

R.J. descubrió que le resultaba imposible matricularse en la facultad de medicina de la Universidad de Boston, donde su padre era miembro del claustro, y finalmente se inscribió en la Escuela de Médicos y Cirujanos de Massachusetts, en la que fue aceptada a pesar de su deficiencia en química orgánica, que superó en los cursos de verano.

Las ayudas que se concedían eran insuficientes para los alumnos de medicina. R.J. recibió una beca por valor de una cuarta parte del importe de los estudios, lo cual le hizo pensar que tendría que endeudarse considerablemente. Su padre le había ayudado a terminar los estudios de derecho, aportando un dinero que complementaba el de la beca y el que ganaba ella por su cuenta, y estaba dispuesto a ayudarla en los de medicina aunque tuviera que pasar estrecheces.

Pero a los socios de Wigoder, Grant Berlow les interesó lo que se proponía.

Sol Foreman, el socio que se ocupaba de los litigios médicos, la invitó a almorzar, aunque no se habían visto nunca.

—Andy Berlow me ha hablado de usted. Lo cierto es, señorita Cole, que para la empresa interesa usted mucho más como abogada estudiante de medicina que como pasante en el departamento de bienes raíces, que es lo que ha venido haciendo hasta ahora. Estará usted en situación de investigar los casos importantes desde el punto de vista médico, y al mismo tiempo será capaz de redactar alegatos como corresponde a su titulación en derecho. Remuneramos bien esta clase de conocimientos.

Para ella fue una sorpresa muy agradable.

—¿Cuándo quieren que empiece?

—¿Por qué no lo intenta inmediatamente?

Así pues, mientras estudiaba química en los cursos de verano, investigó también el caso de una mujer de veintinueve años que estaba muriéndose de una anemia aplástica debida a la administración de penicilamina, que había suprimido la función productora de sangre de la médula ósea. Se familiarizó con todas las bibliotecas médicas de Boston y exploró índices de ficheros, libros, revistas de medicina y trabajos de investigación, con lo que llegó a aprender muchísimo sobre los antibióticos.

Al parecer, Foreman quedó satisfecho con los resultados e inmediatamente le encargó otra tarea.

Esta vez tuvo que preparar el alegato de un maestro de cincuenta y nueve años que se había sometido a una operación de cadera. Debido a la insuficiente depuración de aire contaminado en el quirófano se produjo una infección profunda, latente durante tres años, que al final se manifestó abiertamente, dejándolo con una cadera inestable y una pierna más corta que la otra.

A continuación, sus investigaciones indujeron a la firma a rechazar el caso de un hombre que pretendía demandar a su cirujano por el fracaso de una vasectomía.

R.J. observó que el cirujano había advertido a su paciente sobre la posibilidad de un fallo y le había aconsejado que utilizara algún medio anticonceptivo durante los seis meses siguientes a la intervención, pero el paciente hizo caso omiso del consejo.

Los socios de Wigoder, Grant Berlow estaban muy contentos con su trabajo. Foreman le adjudicó un mínimo mensual fijo más una prima que R.J. ganaba la mayoría de los meses y estaba dispuesto a asignarle tantos casos como ella quisiera aceptar. En septiembre, para facilitar aún más las cosas, cogió a otra estudiante de medicina como compañera de piso, una mujer de raza negra, seria y atractiva, procedente de Fulton, Misuri, que se llamaba Samantha Potter. Con una ayuda muy pequeña por parte de su padre, R.J. podía pagarse los estudios, los gastos de vivienda, de manutención y del coche. La profesión de abogada que había rechazado le permitía ahora estudiar medicina sin apuros económicos.

R.J. era una de las once mujeres matriculadas en un curso de noventa y nueve alumnos. Era como si de pronto hubiese encontrado un camino claro y seguro, después de años de vacilación. Cada una de las clases era una fuente de enorme interés. Descubrió además que había tenido suerte al elegir la compañera de piso. Samantha Potter era la mayor de ocho hermanos, una familia de aparceros que a duras penas lograba subsistir ni siquiera en el mejor de los años. Todos los hermanos Potter recogían algodón, fruta y verduras para otros agricultores, y aceptaban cualquier encargo que les proporcionara un poco de dinero. A los dieciséis años, hecha ya una mujer alta y de anchos hombros, Samantha fue contratada por una empresa local de productos cárnicos a la que iba a trabajar al salir de la escuela y durante las vacaciones de verano.

A los supervisores les caía bien porque tenía suficiente vigor para levantar los pesados trozos de carne congelada y porque era muy educada y se podía confiar en ella.

Al cabo de un año de empujar una vagoneta de despojos, le enseñaron a cortar la carne. Los cortadores trabajaban con sierras eléctricas y cuchillos lo bastante afilados para seccionar la carne y el tejido conjuntivo, y no era extraño que se produjeran accidentes graves en la empresa. Samantha se hizo algunos cortes de escasa importancia y se acostumbró a llevar los dedos vendados, pero nunca resultó herida de gravedad.

Aunque al terminar las clases iba cada día a trabajar, fue la primera de la familia que obtuvo un diploma de enseñanza secundaria.

Después siguió trabajando como cortadora de carne durante cinco veranos más, mientras estudiaba anatomía comparada en la Universidad de Misuri, y acudió a las clases de anatomía humana de su primer curso en la facultad de medicina con unos conocimientos impresionantes sobre la osamenta, los órganos internos y el sistema circulatorio de los animales.

R.J. y Samantha trabaron una estrecha amistad con otra chica de su clase. Gwendolyn Bennett era una vivaracha pelirroja de Manchester, New Hampshire. La medicina cambiaba con rapidez, pero aún seguía siendo en gran medida un club de hombres. Había cinco mujeres en el claustro de la facultad, pero todas las direcciones de departamento y los cargos administrativos de la facultad estaban ocupados por hombres.

En clase, a los alumnos les hacían preguntas con frecuencia, mientras que las alumnas no solían recibir la misma atención.

Sin embargo, las tres amigas estaban decididas a que las tuvieran en cuenta. Gwen había tenido alguna experiencia en la escuela universitaria de Mount Holyoke como activista en favor de los derechos de la mujer, y fue ella la que proyectó su estrategia.

—Tenemos que ofrecer respuestas en clase. Si el profesor hace alguna pregunta, levantamos la mano ante su cara sexista y le damos la respuesta correcta. Se fijan en nosotras porque nos matamos a trabajar, ¿de acuerdo? Eso quiere decir que hemos de esforzarnos más que los hombres, estar mejor preparadas que ellos y, en general, dar más pruebas de inteligencia.

En la práctica eso representó una aplastante carga de trabajo, además de la investigación médicolegal que R.J. realizaba para pagarse los estudios pero era precisamente el desafío que necesitaba. Estudiaban las tres juntas, practicaban y se hacían preguntas unas a otras antes de los exámenes, y se apoyaban entre sí cuando detectaban alguna debilidad académica.

Esta estrategia dio resultado en términos generales, a pesar de que no tardaron en cobrar fama de mujeres agresivas. Un par de veces les pareció que sus notas se resentían por la animadversión de algún profesor, pero lo más frecuente era que recibiesen las elevadas calificaciones que merecían. No prestaban atención a las ocasionales observaciones sexuales que les hacía algún que otro alumno, y muy rara vez algún miembro del profesorado.

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