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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

La doctora Cole (11 page)

BOOK: La doctora Cole
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Salían con chicos sólo de vez en cuando, no porque no les interesara sino porque el tiempo y la energía eran recursos vitales que debían administrar estrictamente. Siempre que tenían una tarde libre iban juntas al laboratorio de anatomía, que Samantha había convertido en su verdadero hogar. Desde el primer momento todos los miembros del departamento de anatomía se dieron cuenta de que Samantha Potter era algo especial, una futura profesora de su especialidad. Todos los estudiantes tenían que pelearse por un brazo o una pierna al que diseccionar, pero siempre había un cadáver reservado para Samantha, y Sam lo compartía con sus dos amigas.

A lo largo de cuatro años diseccionaron cuatro seres humanos muertos: un chino calvo y anciano con un pecho excesivamente desarrollado que era señal de enfisema crónico, una negra anciana de cabellera gris y dos cadáveres de raza blanca, uno de ellos un varón de edad madura y apariencia atlética y el otro una mujer embarazada que debía de tener aproximadamente la misma edad que ellas. Samantha introdujo a Gwen y R.J. en el estudio de la anatomía como si se tratara de un país exótico y maravilloso. Se pasaban las horas diseccionando, desnudando los cuerpos capa por capa, dejando al descubierto y bosquejando músculos y órganos, articulaciones, vasos sanguíneos y nervios en minucioso detalle, aprendiendo las apasionantes complejidades y los misterios de la máquina anatómica humana.

Justo antes de iniciar su segundo año en la facultad de medicina, R.J. y Samantha abandonaron las caballerizas reformadas de la calle Charles. R.J. se alegró de dejar atrás el apartamento: estaba demasiado lleno de recuerdos de Charlie.

Gwen también se les unió, y entre las tres alquilaron un piso destartalado junto a las vías del tren, a sólo una manzana de la facultad de medicina. Su nueva vivienda se hallaba en el límite de un barrio duro, pero no perderían el tiempo en desplazamientos a los laboratorios o al hospital, y la noche antes de que empezaran las clases dieron una fiesta de puertas abiertas.

Típico de ellas, fueron las anfitrionas las que pusieron a los invitados en la calle a una hora temprana de modo que pudieran levantarse con tiempo para ir a clase a la mañana siguiente.

Cuando empezó el trabajo clínico en las salas, R.J. lo abordó como si hubiera estado preparándose toda la vida para hacer aquello.

Veía la medicina de un modo distinto a la mayoría de sus compañeros de clase, muy a su manera. Como había perdido a Charlie Harris por culpa de un catéter sucio, y puesto que aún era una abogada que trabajaba constantemente en casos de negligencia profesional, acostumbraba tomar precauciones contra peligros que la mayor parte de los alumnos no tenía en cuenta.

Durante la investigación de uno de sus casos, encontró un informe del doctor Knight Steel, del Centro Médico de la Universidad de Boston, que había estudiado ochocientos quince casos clínicos consecutivos (exceptuando el cáncer, cuyo tratamiento por quimioterapia conlleva un elevado riesgo de resultados adversos). De los ochocientos quince pacientes, doscientos noventa -¡más de uno de cada tres!- contrajeron una enfermedad yatrógena.

Setenta y tres personas -el nueve por ciento de los pacientes sufrieron complicaciones que pusieron en peligro su vida o los dejaron permanentemente incapacitados, desgracias que no les habrían ocurrido si no hubieran acudido al médico o al hospital.

Entre las causas de estos percances se citaban medicamentos y pruebas diagnósticas, el tratamiento, la dieta, la atención en el hospital, el transporte, la cateterización cardíaca, el tratamiento intravenoso, la arteriografía y la diálisis, la cateterización urinaria y un gran número de procedimientos médicos.

R.J. pronto se dio cuenta de que, en todos los aspectos de la atención médica, los pacientes se exponían a resultar perjudicados por sus benefactores. A medida que salían al mercado muchos más medicamentos, a medida que los médicos encargaban un número cada vez mayor de pruebas y estudios de laboratorio para protegerse contra demandas por negligencia, se multiplicaban las posibilidades de que se presentara un trastorno yatrógeno. El doctor Franz Ingelfinger, prestigioso profesor de medicina en Harvard y director de la revista profesional “New England Journal of Medicine”, escribió:

Supongamos que un ochenta por ciento de los pacientes tienen trastornos autolimitados o afecciones que ni siquiera la medicina moderna puede mejorar. En poco más de un diez por ciento de los casos, la intervención médica tiene un éxito espectacular... Pero, ¡ay!, en el nueve por ciento restante, aproximadamente, puede que el médico diagnostique o trate de un modo inadecuado, o quizá sencillamente tenga mala suerte.Sea cual fuere el motivo, el paciente termina con problemas yatrógenos.

R.J. observó que las facultades de medicina no alertaban a sus alumnos de los peligros del error humano en el tratamiento de los pacientes ni les enseñaban a reaccionar ante las demandas por negligencia, pese a la proliferación de acciones legales contra los médicos y al elevado coste que suponía en términos de sufrimiento humano y de dinero. En el curso de sus actividades con Wigoder, Grant Berlow, R.J. fue confeccionando un archivo de casos y datos sobre estas dos cuestiones.

El trío se deshizo tras la graduación. Samantha siempre había querido dedicarse a enseñar anatomía y aceptó una residencia en patología en el Centro Médico de Yale-New Haven. En los cuatro años de carrera, Gwen no había pensado en ninguna especialidad concreta, pero al final sus ideas políticas la indujeron a elegir la ginecología y entró como residente en el Hospital Mary Hitchcock de Hanover, New Hampshire. R.J. lo quería todo, todo lo que podía ofrecer el hecho de ser médica.

Se quedó en Boston para hacer una residencia de tres años en el Hospital Lemuel Grace. Jamás dudó de lo que hacía ni siquiera en los peores momentos, cuando se acumulaban sobre ella trabajos sucios por el terrible desgaste, la falta de sueño y las horas interminables de trabajo. Era la única mujer entre los treinta residentes de medicina interna que participaban en el programa. Como en la facultad de derecho y en la facultad de medicina, tenía que hablar un poco más alto que los hombres, esforzarse un poco más. La sala de los médicos era territorio masculino, en el que sus compañeros de residencia se relajaban, hablaban obscenamente de las mujeres (los residentes de ginecología recibían el nombre de «entendidos en coños»), y por lo general pasaban de ella. Pero desde el primer momento R.J. mantuvo la vista fija en su objetivo, que era convertirse en la mejor médica posible, y era lo bastante buena para situarse por encima del machismo cuando se lo encontraba, tal como había visto hacer a Samantha con respecto al racismo.

Ya en los comienzos de su carrera, R.J. reveló una incuestionable capacidad para el diagnóstico, y disfrutaba contemplando a cada paciente como un rompecabezas que debía resolver mediante su inteligencia y preparación. Una noche, mientras bromeaba con uno de sus pacientes, un enfermo del corazón llamado Bruce Weiler, R.J. le cogió las manos y se las estrechó.

No pudo soltarlas.

Fue como si estuvieran unidos por... ¿por qué? R.J. se sintió desfallecer con un conocimiento cierto que instantes antes no poseía. Hubiera querido gritarle una advertencia al señor Weiler, pero se limitó a musitar un comentario trivial y se pasó los cuarenta minutos siguientes revisando su expediente, auscultándolo y tomándole el pulso y la presión sanguínea una y otra vez. R.J. creía estar perdiendo el juicio: tanto la gráfica como las constantes vitales de Bruce Weiler indicaban a las claras que su corazón estaba cada vez más fuerte y recobrándose por momentos.

A pesar de todo, ella tenía la certeza de que estaba muriéndose.

No le dijo nada a Fritzie Baldwin, el residente en jefe; no podía decirle nada que tuviera sentido, y se habría burlado de ella sin misericordia.

Pero aquella madrugada, el corazón del señor Weiler se fundió como una bombilla defectuosa y el hombre dejó de existir.

Al cabo de unas semanas volvió a tener una experiencia similar.

Preocupada y perpleja, habló de esos incidentes con su padre.

El profesor Cole asintió, con un brillo de interés en la mirada.

—A veces parece que los médicos tengan un sexto sentido que les indica cómo va a evolucionar un paciente.

—Esto lo experimentaba mucho antes de estudiar medicina.

Sabía que Charlie Harris iba a morir.

Lo sabía con absoluta certeza.

—En nuestra familia hay una leyenda... -comenzó él en tono indeciso, y R.J. rezongó para sus adentros porque no estaba de humor para escuchar leyendas de familia-.

Se decía que algunos de los médicos Cole que ha habido a lo largo de los siglos eran capaces de predecir la muerte cogiendo de las manos a sus pacientes.

R.J. soltó un bufido.

—No, lo digo en serio. Lo llamaban el Don.

—¡Por favor, papá, no me vengas ahora con supersticiones! Eso es de cuando recetaban ojo de tritón y pata de rana. ¿Realmente podían creer una cosa así?

Él se encogió de hombros.

—Parece ser que tanto mi abuelo, el doctor Robert Jefferson Cole, como mi bisabuelo, el doctor Robert Judson Cole, tenían el Don cuando eran médicos rurales en Illinois -respondió suavemente-.

No se da en todas las generaciones. Según me dijeron, algunos de mis primos también lo tenían. Yo heredé las antig8edades más preciadas de la familia, el escalpelo de Rob J. que está en mi escritorio y la viola da gamba de mi bisabuelo, pero habría preferido el Don.

—Entonces..., ¿tú nunca has experimentado nada por el estilo?

—Muchas veces he sabido si un determinado paciente iba a vivir o a morir. Pero no; nunca he tenido el conocimiento cierto de la inminencia de la muerte sin signos ni síntomas.

Naturalmente -prosiguió imperturbable-, la leyenda de la familia también dice que el consumo de estimulantes embota o anula el Don.

—Entonces quedas excluido -sentenció R.J. Durante muchos años, mientras los médicos de su generación no estuvieron mejor informados, el profesor Cole había disfrutado con frecuencia del placer de un buen cigarro, y aún seguía complaciéndose en su habitual recompensa vespertina de un buen whisky de malta.

R.J. había probado la marihuana en la escuela secundaria, pero nunca había llegado a habituarse a fumar ni una cosa ni otra.

Al igual que a su padre, le gustaban las bebidas alcohólicas. En los momentos de tensión, una copa representaba un alivio innegable, al que a veces recurría ansiosa, pero nunca había permitido que el alcohol pudiera perjudicar su trabajo.

Cuando completó el tercer año de residencia, R.J. ya tenía claro que quería tratar a familias enteras, a gente de todas las edades y de los dos sexos. Pero para hacerlo adecuadamente necesitaba saber más sobre los problemas médicos de las mujeres. Pidió y recibió permiso para realizar tres períodos de rotación en obstetricia y ginecología, en lugar de uno, y al terminar la residencia estuvo un año como externa en el departamento de obstetricia y ginecología del Lemuel Grace, al tiempo que aprovechaba una oportunidad de hacer los exámenes médicos para un amplio programa de investigación sobre los trastornos hormonales de la mujer.

Aquel mismo año aprobó el examen de ingreso en la Academia Norteamericana de Medicina Interna.

Por entonces ya era una veterana del hospital, todo el mundo sabía que había colaborado como abogada en numerosos juicios por negligencia profesional que a menudo obligaban a las compañías aseguradoras a pagar grandes sumas. Las primas de los seguros contra demandas por negligencia eran cada vez más altas. Algunos médicos decían, sin ocultar su enojo, que era inexcusable que un médico se dedicara a un trabajo que perjudicaba a sus compañeros de profesión, y en sus años de aprendizaje R.J. conoció momentos desagradables cuando alguien no se molestaba en disimular la hostilidad que sentía hacia ella. Pero lo cierto es que también había preparado alegatos para la defensa que habían salvado al médico acusado, y eso llegó a ser de conocimiento general.

R.J. tenía una respuesta serena para todos los que la atacaban:

«La solución no consiste en acabar con las demandas por negligencia.

La solución consiste en acabar con la negligencia habitual, en enseñar a la gente a que no se dedique a presentar demandas frívolas, y en enseñar a los médicos a protegerse de esos errores humanamente inevitables.

»Nos creemos con derecho a criticar a aquellos policías honrados que protegen a los policías corruptos porque tienen su Código Azul, pero nosotros poseemos un Código Blanco que permite a ciertos médicos practicar impunemente una mala medicina, y yo digo que eso es inaceptable.»

Alguien escuchaba sus palabras.

Hacia el final de su período de prácticas en obstetricia y ginecología, el doctor Sidney Ringgold, presidente del departamento de medicina, le preguntó si estaría interesada en dar dos cursos: «Prevención y defensa contra demandas por negligencia», para alumnos de cuarto año, y «Eliminación de incidentes yatrógenos», para alumnos de tercero. El nombramiento como docente en la facultad de medicina iba acompañado de un puesto en la plantilla médica del hospital.

R.J. aceptó de inmediato. Su ingreso en la plantilla provocó irritación y varias protestas ante el departamento, pero el doctor Ringgold capeó la situación serenamente y al final todo resultó bien.

Después de hacer su residencia, Samantha Potter había pasado directamente a enseñar anatomía en la facultad de medicina de la universidad estatal, en Worcester. Gwen Bennett ingresó en un consultorio ginecológico, en Framingham, y muy pronto empezó a dedicar parte de su tiempo a la clínica abortista de Planificación Familiar. Las tres siguieron siendo buenas amigas y aliadas políticas. Gwen y Samantha, junto con otras mujeres y cierto número de médicos progresistas, respaldaron decididamente a R.J. cuando ésta propuso que se estableciera en el hospital un consultorio para el síndrome premenstrual, y tras un período de luchas internas con unos cuantos médicos que lo consideraban un derroche de fondos presupuestarios, el consultorio se convirtió en un servicio establecido y parte del programa de enseñanza.

Toda esa controversia fue especialmente dura para el profesor Cole, pues era un miembro muy destacado de la clase médica y le resultó difícil sobrellevar las ásperas críticas que se dirigían contra su hija, sobre todo la insinuación de que estaba traicionando a sus colegas. Pero R.J. sabía que estaba orgulloso de ella, y en repetidas ocasiones le había manifestado su apoyo a pesar de sus antiguas diferencias. Su relación era fuerte, y en aquel momento de crisis R.J. no vaciló en recurrir nuevamente a su padre.

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