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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

La doctora Cole (9 page)

BOOK: La doctora Cole
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—Hábleme del servicio de ambulancia.

—Bueno..., es historia. Se creó justo después de la Segunda Guerra Mundial. Un par de personas que habían servido como médicos en las Fuerzas Armadas volvieron a casa, compraron una ambulancia excedente del Ejército y empezaron a prestar el servicio. Al cabo de algún tiempo, el Estado implantó los exámenes para técnicos de urgencias médicas y se fue creando todo un sistema de educación continuada. Los técnicos de urgencias médicas deben estar al día de todas las novedades en medicina de urgencia y renovar el título cada año.

Aquí en el pueblo tenemos catorce técnicos de urgencias registrados, todos ellos voluntarios. Es un servicio gratuito para todos los habitantes de Woodfield. Llevamos buscas y atendemos las urgencias médicas del pueblo las veinticuatro horas del día. Lo ideal sería que en cada salida el equipo estuviera compuesto por tres miembros, uno al volante y otros dos detrás con el paciente, pero es frecuente que sólo seamos dos, como anoche.

—¿Por qué es un servicio gratuito? -inquirió R.J.-. ¿Por qué no pasan factura a las compañías de seguros por transportar sus clientes al hospital?

Toby le dirigió una mirada burlona.

—En estos pueblos de las colinas no tenemos grandes empresas.

La mayoría de la gente trabaja por cuenta propia y a duras penas consigue salir adelante: madereros, carpinteros, granjeros, artesanos... Una gran parte de la gente de aquí carece de seguros médicos.

Yo tampoco lo tendría si no fuera porque mi marido trabaja para el Gobierno como guarda de pesca y caza; soy contable autónoma, y me sería imposible pagar las primas.

R.J. asintió con la cabeza y suspiró.

—Supongo que aquí las cosas no deben de ser muy distintas de como son en la ciudad, por lo que se refiere a seguros médicos.

—Mucha gente confía en que no enfermará ni tendrá un accidente.

Se vive siempre con el miedo en el cuerpo, pero a muchos no les queda otra alternativa. -El servicio de ambulancia desempeñaba un papel importante en el pueblo, le explicó Toby-. La gente aprecia realmente lo que hacemos. Hacia el este, para encontrar el médico más cercano hay que llegar hasta Greenfield. Hacia el oeste hay un médico de medicina general llamado Newly a cincuenta y dos kilómetros de aquí, en las afueras de Dalton, por la carretera 9. -Toby la miró sonriente-. ¿Por qué no viene a vivir aquí todo el año y es usted nuestra médica?

R.J. le devolvió la sonrisa.

—No lo creo -respondió.

Sin embargo, cuando llegó a casa sacó un mapa de la región y lo examinó. Había once pueblos y aldeas en la zona que según Toby Smith carecía de médico residente.

Aquella tarde compró una pequeña planta de interior -una violeta africana cargada de flores azulesy se la llevó a Freda al hospital.

Freda aún estaba débil y no hablaba mucho, pero Hank Krantz se animó ante la presencia de R.J.

—Quería preguntarle...

¿Cuánto le debo por lo de anoche?

R.,J. sacudió la cabeza.

—Fui como vecina más que como médica -respondió, y Freda la miró sonriente.

R.J. regresó a Woodfleld sin apresurarse, disfrutando del panorama de granjas y colinas boscosas.

Se estaba poniendo el sol cuando sonó el teléfono.

—¿Doctora Cole? Soy David Markus. Me ha dicho mi hija que ayer estuvo usted en casa. Lamento no haber podido atenderla.

—Sí, señor Markus. Quería hablar con usted sobre la venta de mi casa y mis tierras...

—Podemos hablar, desde luego.

¿Cuándo le iría bien que pasara a verla?

—Bien, la cosa es que... quizá sí que quiera vender, pero ahora mismo no estoy tan segura. Tengo que tomar algunas decisiones.

—En tal caso, no se precipite.

Piénselo bien.

Tenía una voz cálida y agradable, pensó R.J.

—Pero me gustaría hablar con usted sobre otro asunto.

—Lo comprendo -dijo él, aunque era evidente que no comprendía.

—A propósito, hace usted una miel deliciosa.

Ella lo sintió sonreír al otro extremo de la línea.

—Gracias, se lo diré a las abejas. Les encanta oír cosas así, aunque se ponen furiosas cuando me llevo yo todo el mérito.

El lunes amaneció nublado, pero R.J. tenía una responsabilidad de la que era muy consciente. Se internó de nuevo en el bosque, a costa de arañarse el cuello con una rama espinosa y de hacerse varios cortecitos en las manos. Cuando llegó al río, lo siguió corriente abajo tan cerca de la orilla como le fue posible, aunque a veces los rosales silvestres, los frambuesos y otros zarzales la obligaban a apartarse. Recorrió el río hasta llegar a los límites de su finca y estudió cuidadosamente diversos lugares, hasta que al fin eligió un claro soleado y herboso en el que se combaba un grueso abedul blanco formando un arco sobre una pequeña cascada que producía un animado chapoteo. Hizo otra tortuosa excursión por el bosque y regresó cargada con la pala que colgaba de un clavo en el cobertizo y con la caja que contenía las cenizas de Elizabeth Sullivan.

Excavó un profundo agujero entre dos gruesas raíces del abedul y derramó en su interior las cenizas de la caja. En realidad sólo eran fragmentos de hueso. En la hambrienta explosión del crematorio, la envoltura carnal de Betts Sullivan se había vaporizado y extinguido para irse volando hacia algún lugar, como R.J. se imaginaba en la niñez que el alma del difunto abandonaba el mundo.

Echó tierra sobre las cenizas y la apisonó con ternura. Luego, para que ningún animal las desenterrase, se acercó al río y cogió una piedra redondeada por la corriente, tan grande que apenas podía manejarla, pero a base de intentos y descansos consiguió colocarla sobre la tierra removida. Ahora Betts formaba parte de aquel lugar. Lo más extraño era que R.J. experimentaba la sensación, cada vez con más intensidad, de que en muchos sentidos ella también formaba parte de él.

Dedicó los dos días siguientes a investigar, a recopilar información, a tomar muchas notas, a garabatear cifras y presupuestos.

David Markus resultó ser un hombretón sosegado, más cerca de los cincuenta años que de los cuarenta, con unas facciones toscas y algo maltratadas que le prestaban un aire interesante, un poco al estilo de Lincoln (R.J. no comprendía que a Lincoln se le considerara mal parecido). Tenía la cara ancha, con una nariz prominente y ligeramente aguileña, una cicatriz junto a la comisura izquierda del labio superior y unos ojos castaños de mirada apacible y fácilmente risueña. Su traje de negocios consistía en unos Levi.s descoloridos y una cazadora de los Patriots de Nueva Inglaterra, y llevaba la espesa cabellera de color castaño tirando a gris recogida en una extravagante cola de caballo.

R.J. fue al ayuntamiento y habló con una administradora municipal llamada Janet Cantwell, una mujer huesuda y entrada en años, de ojos cansados, que llevaba unos tejanos deshilachados, más raídos que los de Markus, y una camisa blanca de hombre arremangada hasta los codos. Recorrió la calle Mayor de un extremo al otro y examinó las casas, la gente con la que se cruzaba por el camino y el fluir del tráfico. Fue al Centro Médico de Greenfield y se entrevistó con el director del hospital, y luego entró en la cafetería y habló con varios médicos mientras almorzaban.

Luego se metió en el coche y emprendió el regreso a Boston.

Cuanto más se alejaba de Woodfield, más la invadía la sensación de que debía volver allí. Hasta aquel momento, cuando oía decir que alguien había recibido «una llamada» siempre daba por supuesto que se trataba de un eufemismo romántico, pero ahora le parecía posible quedar cautivada por una compulsión tan poderosa que era imposible negarla.

Mejor aún: estaba convencida de que aquello que la obsesionaba tenía mucho sentido, en términos prácticos, con vistas al resto de su vida.

Aún le quedaban varios días de vacaciones, y los utilizó para redactar listas de las cosas que debía hacer. Y para formular planes.

Finalmente llamó por teléfono a su padre y le propuso que salieran a cenar juntos.

12

Un roce con la ley

R.J. había discutido con su padre desde donde alcanzaba su memoria hasta que llegó a la edad adulta. Entonces ocurrió algo bueno y dulce, una suavización y un florecimiento simultáneo de los sentimientos. Por parte de él surgió una clase distinta de orgullo por su hija, una reconsideración de por qué la amaba.

En cambio para ella consistió en darse cuenta de que incluso en los años en que más indignada estaba con su padre, él siempre le había prestado todo su apoyo.

El doctor Robert Jameson Cole era profesor Regensberg de inmunología en la facultad de medicina de la Universidad de Boston.

La cátedra que ocupaba había sido fundada por unos parientes lejanos suyos. R.J. nunca lo había visto azorarse cuando alguien mencionaba este hecho delante de él: la cátedra se había fundado cuando él era un niño, y el profesor Cole era tan famoso en su especialidad que a nadie se le ocurriría pensar jamás que su nombramiento pudiera deberse a otra cosa que a sus propios méritos. Era un hombre tenaz y siempre alcanzaba sus metas.

R.J. recordaba que su madre le había comentado a una amiga que la primera vez que su hija desafió al profesor Cole fue cuando nació niña. Su padre esperaba un hijo.

Desde hacía siglos, los primogénitos de los Cole recibían el nombre de Robert, con un segundo nombre que empezaba por la letra J. El doctor Cole había reflexionado detenidamente sobre el asunto antes de elegir un nombre para su hijo: Robert Jenner Cole, en honor de Edward Jenner, el descubridor de la inmunidad contra la viruela.

Cuando resultó que era una niña, y cuando se hizo evidente que su esposa, Bernadette Valerie Cole, nunca podría dar a luz a otra criatura, el doctor Cole insistió en que su hija debía llevar el nombre de Roberta Jenner Cole, y que para abreviar la llamarían Rob J.

Era otra tradición de la familia Cole; en cierto modo, hacer de la pequeña una nueva Rob J. equivalía a declarar que había nacido otro futuro médico Cole.

Bernadette Cole había dado su consentimiento a este plan excepto en lo tocante al segundo nombre.

¡Su hija no podía llevar un nombre de varón! Así que se remontó a sus orígenes, en el norte de Francia, y la niña fue bautizada como Roberta Jeanne d.Arc Cole. Con el tiempo, los intentos del doctor Cole de llamar a su hija Rob J. también fracasaron; para su madre, y para todos los que la conocían, pronto pasó a ser R.J., aunque su padre insistía obstinadamente en llamarla Rob J. en los momentos de ternura.

R.J. se crió en un confortable apartamento en el segundo piso de una casa particular reformada de la calle Beacon, con gigantescas y antiguas magnolias en el patio delantero. Al doctor Cole le gustaba porque se hallaba a unas pocas puertas del edificio donde había vivido el célebre médico Oliver Wendell Holmes; a su esposa le gustaba porque era de renta limitada, de modo que podía manejarse con el salario de la facultad. Pero cuando ella murió de neumonía, tres días después de que su hija cumpliera once años, el apartamento empezó a parecer demasiado grande.

R.J. había asistido a escuelas públicas, pero cuando murió su madre, su padre consideró que necesitaba más control y orden en su vida de los que él podía proporcionarle, y la matriculó en una escuela de Cambridge a la que se trasladaba en autobús y en la que se quedaba a comer al mediodía. Había estudiado piano desde los siete años, pero al cumplir los doce empezó a recibir clases de guitarra clásica en la escuela, y al cabo de un par de años comenzó a frecuentar los alrededores de la plaza Harvard, donde tocaba y cantaba con otros músicos callejeros.

Tocaba la guitarra muy bien; su voz era buena, aunque sin llegar a excepcional. A los quince años -mintió respecto a su edad- se puso a trabajar como camarera cantante en el mismo club en el que Joan Báez, que también era hija de un profesor universitario, había empezado su carrera. Aquel septiembre R.J. hizo el amor por primera vez, -en el desván del cobertizo para embarcaciones del Instituto de Tecnología de Massachusetts-, con el primer remero del equipo del instituto. Fue una experiencia sucia y dolorosa que la apartó del sexo, aunque no por mucho tiempo.

R.J. siempre consideró que el segundo nombre elegido por su madre había contribuido en gran medida a configurar su vida.

Desde niña, siempre había estado dispuesta a luchar por una causa; y aunque quería a su padre con locura, a menudo era el doctor Cole el adversario contra el que se enfrentaba. El hecho de que su padre anhelara un Rob J. que siguiera sus pasos en el mundo de la medicina era una presión constante para su única hija. Quizá si no hubiera existido esa presión su camino habría sido distinto. Por las tardes, cuando regresaba sola al silencioso apartamento de la avenida Commonwealth, a veces se metía en el despacho de su padre y cogía sus libros. Buscaba en ellos los órganos sexuales de hombres y mujeres, y a menudo consultaba los actos sobre los que los jóvenes de su edad hablaban en susurros y reían con disimulo. Pero de ahí pasó a una contemplación no libidinosa de la anatomía y la fisiología; del mismo modo en que algunos jóvenes se interesaban por los nombres de los dinosaurios, R.J. se aprendió de memoria los huesos del cuerpo humano. Sobre el escritorio de su padre, dentro de una cajita de cristal y madera de roble, había un antiguo escalpelo de acero azulado.

La leyenda familiar aseguraba que, muchos siglos antes, había pertenecido a un antepasado de R.J., un gran cirujano. A veces le parecía que estudiar medicina para ayudar a la gente sería un buen fin al que dedicar la vida, pero su padre era demasiado insistente, y cuando llegó el momento él mismo la impulsó a declarar que estudiaría un curso universitario de introducción al derecho. En tanto que hija de un profesor, habría podido asistir a la Universidad de Boston con matrícula gratuita, pero prefirió escapar a los largos siglos de tradición médica en la familia Cole obteniendo una beca que cubría las tres cuartas partes de su matrícula en la Universidad de Tufts, limpiando mesas en un comedor estudiantil y trabajando dos tardes por semana en el club de la plaza Harvard. Más tarde, sin embargo, sí acudió a la Universidad de Boston para estudiar derecho. Por entonces ya tenía su propio apartamento en Beacon Hill, tras la Cámara del Estado. Veía a su padre con regularidad, pero ya llevaba una vida independiente.

Estudiaba tercero de derecho cuando conoció a Charlie Harris, un joven doctor en medicina, alto y flaco, con unas gafas de montura de concha que solían deslizarse hasta la punta de su larga y pecosa nariz confiriendo a sus dulces ojos color ámbar una expresión perpleja.

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